ANTES DE JUZGAR A NADIE
Recuerdo el caso de un
alumno que desde el comienzo del curso me produjo bastante mala impresión. Su
actitud era habitualmente negativa, incluso un tanto desafiante. Parecía como si
a cada momento tuviera que comprobar hasta dónde estaba dispuesto el profesor a
permitir sus pequeñas provocaciones. También tenía dificultades con sus
compañeros, entre los que era bastante impopular.
Su talante y su
comportamiento en clase llegaron a producirme cierta irritación. A los pocos
días de curso, decidí variar el orden que seguía en mis entrevistas con los
alumnos nuevos para hablar con él cuanto antes. A la primera ocasión, le llamé.
Nos sentamos y le pregunté cómo se encontraba en su nueva clase.
Los primeros
minutos fueron, por su parte, de un mutismo completo, sólo interrumpido por
algunos parcos monosílabos. Aunque me esforcé por mostrar confianza, buscando el
motivo de su desinterés y sus dificultades de relación con sus compañeros,
apenas encontraba respuesta por su parte.
Pasé a preguntarle
por cosas más personales, por sus padres, por el ambiente de su casa. Poco a
poco, dejaba notar que, en realidad, sí quería hablar, pero encontraba dentro de
sí una barrera. Finalmente, y sin abandonar ese tono altivo que parecía tan
propio suyo, me contestó: "¿Que cómo van las cosas en mi casa? Pues eso. Fatal.
Que se te quitan las ganas de todo. Usted lo ve todo muy fácil, claro. ¿Pero
cómo estaría usted si su madre estuviera enferma en la cama desde hace dos años
y su padre volviera a casa bebido la mitad de los días? Estaría muy entero,
supongo. Pero, lo siento, yo no lo consigo".
Siguió hablando, al
principio con cierto temple, pero a las pocas frases se vino abajo, se le quebró
la voz y se echó a llorar. Una vez roto el hielo, aquel chico abandonó esa
actitud postiza de orgullo y de distancia que solía usar como defensa, y se
desahogó por completo. Poco a poco fue contando el drama familiar en que estaba
inmerso y que le hacía vivir en ese estado de angustia y de crispación. La
enfermedad, el alcohol y las dificultades económicas habían enrarecido el
ambiente de su casa hasta extremos difíciles de imaginar. A sus catorce años
llevaba ya sobre sus espaldas una desgraciada carga de experiencias personales
enormemente frustrantes.
No es difícil
imaginar lo que sentí en aquel momento. Mi visión de ese chico había cambiado
por completo en sólo unos segundos. De pronto, vi las cosas de otra manera,
pensé en él de otra manera, y en adelante le traté de otra manera. No tuve que
hacer ningún esfuerzo para dar ese cambio, no tuve que forzar en lo más mínimo
mi actitud ni mi conducta: simplemente, mi corazón se había visto invadido por
su dolor, y sin esfuerzo fluían sentimientos de simpatía y afecto. Todo había
cambiado en un instante.
Me recordó aquello
de Graham Greene, de que, si conociéramos el verdadero fondo de todo, tendríamos
compasión hasta de las estrellas. Y pensé que muchos de los problemas que
tenemos a lo largo de la vida, que suelen ser problemas de entendimiento y
relación con los demás, con frecuencia tienen su raíz en que no nos esforzamos
lo suficiente por comprenderles.
Cuando oigo decir
que los jóvenes no tienen corazón, o que no tienen ya el respeto que tenían
antes, siempre pienso que –como ha escrito Susanna Tamaro– el corazón sigue
siendo el mismo de siempre, sólo que quizá ahora hay un poco menos de
hipocresía. Los jóvenes no son egoístas por naturaleza, de la misma manera que
los viejos no son naturalmente sabios. Comprensión y superficialidad no son
cuestión simplemente de años, sino del camino que cada uno recorre en su vida.
Hay un adagio indio
que dice así: "Antes de juzgar a una persona, camina durante tres lunas en sus
zapatos". Vistas desde fuera, muchas existencias parecen equivocadas,
irracionales, locas. Mientras nos mantenemos fuera, es fácil entender mal a las
personas. Solamente estando dentro, solamente caminando tres lunas en sus
zapatos pueden entenderse sus motivaciones, sus sentimientos, aquello que hace
que una persona actúe de una manera en vez de hacerlo de otra. La comprensión
nace de la humildad, no del orgullo del saber.