Esa noche el ambiente se alimentaba de mutismo, daba la sensación de que el tiempo se había parado para mirar todo lo que ocurría en su ausencia. Todo lo que alcanzaba su mirada parecía un cuadro envolvente y asfixiante. El calor parecía hinchar todo e imprimirle gravedad.
Él coronaba una de las rocas del acantilado, sentado miraba el mar como si pretendiese fotografiar en su interior el espíritu cadencioso de su belleza inquebrantable… Pero no era eso lo que ocupaba su mente, no pretendía grabar una imagen inolvidable para alimentar su armonía.
En ese momento, era él el secuestrado por una secuencia de recuerdos del día anterior. Todo había sucedido de una forma vertiginosa, como en una montaña rusa - breves momentos de absoluta intensidad, todo con él pero sin su gobierno-. Una primera vez cargada de instintos enlazados descolgándose en una cascada de guiños sedientos.
La había recorrido con las manos huecas de seguridad –pero eso sólo ocurriría al comienzo-. Progresivamente su cuerpo fue eximiendo a su mente de cualquier intento de raciocinio, cosa que ella le agradeció y alentó. Lo invadían oleadas tibias que teñían paulatinamente toda su voluntad, notaba como todo su latido se desplazaba con la gravedad de ese flujo sanguíneo que se dirigía -como hechizado- hacia un mismo destino.
A medida que las sensaciones dotaban a su cuerpo de un volumen con voluntad propia y se agolpaban en su misma potencia, fue sintiéndose más seguro, con poder para saciar la necesidad de precipitarse en el interior de esa piel aterciopelada que se abría cediendo ante su incombustible presión.
Podía ver en sus ojos esa mezcla de placer y ternura salvaje que le invitaban a degustar todos los roces que iba experimentando -caricias invasoras que reptaban salvajes por su piel hasta tocar su desatado instinto.
Pensaba en la facilidad con la que se acoplaban. Nunca había sido tan consciente de ese otro lenguaje de gestos, de caricias, de gemidos, de ojos cerrados, de labios entreabiertos, de manos serpenteando, de miradas febriles, de humedades imanadas, de agitación…
Había conocido un modo de relacionarse distinto, abierto, vivido desde fuera. Pero a su lado, se había fundido en una mente, en una única voluntad, en un único instinto… se sentía completo, un círculo cerrado.
Cuando se despidieron, supo que se alejaba parte de si mismo con ella y que sería así mientras durase ese hechizo invisible. Pero aceptaba esa condena con ilusión infantil, al igual que un niño ofrece su juguete más sagrado para comprar la compañía de otros niños. Había experimentado que toda conquista requiere una cesión, y él pagaba con satisfacción su precio.
Las risas nerviosas de una pareja que se acercaba le hizo volver de nuevo a la quietud de la noche y levantándose de allí anduvo entre las rocas hasta alcanzar la mullida playa en la que quedaron impresos sus pensamientos mientras caminaba.
Cuento
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