La conciencia es el juicio del intelecto que decide, según los principios de la fe y la razón, si una acción es buena o mala. La conciencia es un acto del intelecto y no de los sentimientos, ni siquiera de la voluntad. Una acción es buena o mala según se conforme a principios objetivos a los que la mente debe someterse, no porque la persona subjetivamente sienta la inclinación a someterse ni porque su voluntad quiera.
La conciencia es un acto específico de la mente, aplicando su conocimiento a una situación moral concreta. La mente depende de los principios que conoce para decidir. Estos principios se conocen o por la luz de la razón natural o por la fe divina. La conciencia no produce estos principios; los acepta. La conciencia ni determina los principios ni los juzga; Dios los ha inscrito en su corazón para que los utilice como premisa para saber si algo debe hacerse (o debería haberse hecho) porque es bueno, o debería omitirse porque es malo. También los no creyentes han recibido de Dios una conciencia por la razón natural y son responsables de actuar según sus luces.
Las conclusiones de la conciencia también aplican a situaciones en que la mente decide que algo es permisible o preferible pero no obligatorio.
“En lo más profundo de su conciencia el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, llamándole siempre a amar y a hacer el bien y a evitar el mal... El hombre tiene una ley inscrita por Dios en su corazón... La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella”
«La verdadera renovación del hombre y de la sociedad se realiza siempre mediante la renovación de las conciencias. Sólo el cambio de las estructuras sociales, de las económicas y políticas –si bien importante– puede sin embargo demostrarse una ocasión desaprovechada, si detrás de él no hay hombres de conciencia. Son ellos los que hacen que el conjunto de la vida social se forme en definitiva según las reglas de aquella ley, que no ha sido el hombre quien se la ha dado, que él descubre “en lo íntimo de la conciencia, a cuya voz debe obedecer”». Juan Pablo II, 1998
de la red
Mara
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