Esta ciudad es una de las grandes joyas de la arquitectura colonial hispanoamericana
y un destino turístico de primer orden en el Caribe colombiano.
Por si fuera poco, también es el lugar donde se desarrolla la historia de
‘El amor en los tiempos del cólera’ que imaginó García Márquez.
Con tantos alicientes, lo único que queda es descubrirla.
Basta con atravesar la muralla bajo la torre del Reloj y cruzar la plaza de los Coches
para llegar al Portal de los Dulces. A la sombra de los arcos se alinean los puestos que ofrecen
sus tesoros: todo tipo de pastelillos, recetas basadas en frutas tropicales que derrochan dulzura...
Este pequeño mercado de ambiente bullicioso, en el que también hay vendedores de
baratijas y lotería, es el preciso lugar en el que se desarrolla la escena clave del desamor
entre la orgullosa Fermina Daza y el triste Florentino Ariza en El amor en los tiempos del cólera.
Da igual que en la novela y, más tarde, en la película se refieran a él como el Portal
de los Escribanos, es también el lugar donde el protagonista escribirá cientos de cartas
a su amada y donde se inicia una espera que durará 53 años, nueve meses y cuatro días.
Al azar de las calles de Cartagena de Indias es posible hacer dos viajes:
Uno por la ciudad real y otro por la imaginada por Gabriel García Márquez
La ciudad en la que se desarrolla la historia, de la que nunca sabemos el nombre, es igual a
La Cartagena de Indias real, solo que .... como ya ocurre en la novela, ligeramente diferente,
un poco desenfocada. La real nació en busca de un mito que acabó siendo verdadero a medias
Cuando en 1501 llegó a esta costa caribeña de la actual Colombia,
el navegante Rodrigo de Bastidas encontró un litoral en el que abundaban
las ciénagas y unos peligrosos canales que escondían bajíos traicioneros.
El último lugar del mundo para fundar una ciudad, salvo por el detalle de que sus
habitantes lucían adornos de oro y esmeraldas y hacían realidad el mito de El Dorado.
Cartagena es una una ciudad de edificios sólidos y bien cercada por una muralla,
El “corralito de piedra”, que la protegía de los ataques de los piratas que rondaban este
próspero enclave comercial. Por él pasaban todas las riquezas que venían de las
montañas, con las que se comunicaba a través del valle del río Magdalena; riquezas
que darían origen a una inusitada profusión de palacios e iglesias, de murallas y fortalezas.
Se puede caminar sin rumbo por su corazón virreinal de plaza en plaza, todas tan
distintas que es imposible imaginar la siguiente. La de los Coches -triangular, con sus
portales y su torre- no es ni parecida a la de Santo Domingo, con la iglesia más antigua
de la ciudad y su contrapunto en la escultura de Botero. La de Bolívar -recoleta, un gozo
de sombras entre el museo del Oro y el palacio de la Inquisición- a la de la Aduana, ancha,
luminosa, pegada a la muralla. Cada plaza con iglesia es un mundo propio, ya sea el
monumental de San Pedro Claver o el discreto ambiente casi aldeano de la Santísima Trinidad.
Pero también es posible caminar por lo alto de la muralla, un recorrido que es casi como
un paseo de equilibrista entre el mar Caribe y la ciudad, entre la naturaleza y la cultura.
La parte antigua de Cartagena de Indias es un cofre lleno de historia y arte. Un museo de
arquitectura en el que también hay mercados de frutas, de ropa y de sueños. Por aquí pasa gente
real, con su historia propia, y uno puede imaginarlos como personajes de García Márquez, capaces
de vivir el amor incluso en los tiempos del cólera. Eso sí, en lugares con los nombres cambiados.
Así, si se quiere encontrar el lugar donde residía el amor inalcanzable de Florentino Ariza,
el parque de los Evangelios, habrá que ir a la plaza de Fernández de Madrid, donde se levanta
la casa de Don Benito, en la que podría vivir Fermina Daza.
Cualquier paseo lleva, tarde o temprano, a la plaza Bolívar, donde se encuentra el Palacio de la
Inquisición, que bien pudo servir de modelo para el colegio de la Presentación de la Santísima Virgen,
al que acudía la muchacha antes de ser expulsada por guardar una carta de amor. Mientras
la casa de Florentino se corresponde fielmente con la Casa de las Ventanas de la calle Landrinal.
Las escenas de los viajes en barco hay que materializarlas en el Magdalena, y sobre todo en la
ciudad de Mompox, a orillas de uno de los brazos en los que se bifurca este río. Mompox es u
na joya de la arquitectura detenida en el tiempo porque, en la realidad, los barcos con los que
trabajaba la compañía de Florentino Ariza cambiaron sus itinerarios y la ciudad perdió su
importancia comercial. Caminar hoy por sus calles es un viaje en el tiempo, no a los del cólera,
sino a los de un esplendor tropical que, por caprichos del destino, permanece intacto a orillas del río.
Con mucho cariño
Besitos
Athala