En una calle llena de baches de Cali,
Colombia, tras la modesta fachada de una tienda, Patricia Restrepo está
guardando tesoros en cajas para enviarlos lejos. Los preciosos objetos se hallan
sobre mesas largas, protegidos con guata de algodón. A primera vista, parecen
adornos: pequeñas esculturas primorosamente talladas, con un ganchito o hilo
para colgar. “Ésta es como una joya”, dice Patricia, de 58 años de edad,
mientras un reluciente capullo dorado resbala entre sus dedos. La joya es, de
hecho, la crisálida de una mariposa exótica, diseñada por la naturaleza para
colgar de una rama de árbol, no de un collar.
Patricia la mete dentro de una caja de
poliestireno con docenas de otros especímenes. Dentro de unos días la caja se
abrirá en un museo de ciencias de Chicago, donde las ocupantes de los capullos
emergerán y alzarán el vuelo para posarse sobre los hombros de los encantados
visitantes: mariposas morfo azul gigantes, mariposas isabela, mariposas con
lunares...
Mujer menuda, de cabello cobrizo, trato
afable y una sonrisa contagiosa, Patricia es copropietaria de Alas de Colombia,
una de menos de 20 empresas en todo el mundo que exportan mariposas vivas
(Patricia también vende estos insectos en su país para soltarlos en bodas y
otras celebraciones). Su socia es su hija, Vanessa Wilches, de 33 años, una
versión más alta y morena de mamá.
Alas de Colombia es la única empresa
exportadora de mariposas de esta nación. Con más de 11 años en servicio, es
también única en otro aspecto: su misión es mejorar la vida de sus proveedores,
en su mayoría mujeres trabajadoras que habitan una de las regiones más pobres y
más devastadas por la guerra del país.
“Así como una oruga se transforma en una
bella mariposa”, dice Patricia, “queremos ayudar a quienes trabajan con nosotras
a transformarse, y a que transformen sus comunidades”.
Para lograr su objetivo, madre e hija
han experimentado también una metamorfosis personal. Han renunciado a la riqueza
y las comodidades, y algunas veces arriesgado la vida. Pero, contra todo
pronóstico, su sueño ha remontado el vuelo.
Cali es la capital del
departamento de Valle del Cauca. A 50 kilómetros de allí, en el distrito de
Palmira, se extienden las boscosas estribaciones de la Cordillera Central.
Mientras Patricia conduce su vieja camioneta por un camino de tierra, las casas
de fin de semana de los urbanícolas prósperos se alternan con las humildes
chozas de los campesinos.
No tardamos mucho en llegar a la granja
de mariposas: un grupo de cabañas con techo de lona y paredes de malla de
alambre que abarca dos hectáreas de terreno en una ladera. La vista del valle
quita el aliento. Algunas mujeres, vestidas con camisetas de Alas de Colombia,
dejan de recoger composta para charlar con Patricia y con Vanessa. Otras se
encuentran dentro de las cabañas, ocupándose de su “ganado” en
miniatura.
Las “productoras” de la empresa, como
las llaman aquí, son trabajadoras independientes que laboran en equipos de tres
o más mujeres. Cada grupo se encarga de una cabaña en la granja, donde se
mantienen insectos adultos para la cría. Tras recoger los huevecillos, una
productora se los lleva a su casa o al hogar de una compañera, donde los
conservan desde la eclosión hasta la fase de crisálida. Patricia luego les
compra los capullos, a precios que van de 1,200 a 2,500 pesos colombianos (de
0.7 a 1.5 dólares) cada uno, dependiendo de la especie, y los lleva a Cali para
enviarlos a Estados Unidos y Europa. Las pocas mariposas que llegan a morir
también se comercializan, convertidas en adornos por artesanos locales o por las
propias productoras.
“Cuanto más trabaja una productora,
tanto más dinero gana”, afirma Patricia. A la mayoría de estas mujeres les va
mejor criando mariposas que limpiando casas, cuidando niños o trabajando en el
campo; algunas ganan más del doble del salario mínimo general. Alas de Colombia
les abre cuentas de ahorro (porque pocas de ellas tienen experiencia con los
trámites bancarios), les enseña a utilizar las chequeras y los cajeros
automáticos, y les brinda apoyo para que puedan obtener un
crédito.
Sin embargo, los beneficios no son sólo
económicos. “La cultura colombiana es muy machista”, dice Vanessa. “Las mujeres
no tienen las mismas oportunidades que los hombres. Además de un buen sueldo, el
trabajo les aporta el respeto de la comunidad”.
Dentro de una de las cabañas de la
granja, Liliana Pérez, de 41 años y madre de dos hijos, está preparando platos
con fruta y jarabe para una docena de mariposas Heliconius moteadas. Su esposo,
quien trabaja en una tienda en la ciudad de Palmira, no le permitía trabajar
fuera de casa. “Siempre tenía que pedirle dinero”, dice Liliana. Entonces empezó
a criar mariposas. “Mi primera experiencia como mujer independiente fue cuando
mi hija menor se abrió un labio al sufrir una caída. La llevé en taxi al
hospital y pude pagar todo. Me sentí muy orgullosa. Esa noche, mi esposo se dio
cuenta de que algo en mí había cambiado”.
La belleza y el horror
han estado vinculados estrechamente en Valle del Cauca desde hace décadas. La
ciudad de Cali era famosa por sus traficantes de cocaína hasta que la peligrosa
banda fue desmantelada a finales de los años 90. Y en las montañas que rodean la
granja de mariposas se han escenificado algunos de los combates más cruentos de
la guerra civil colombiana, que actualmente se encuentra en una etapa de
tregua.
En 1985, cuando Patricia Restrepo,
abogada de profesión, y su entonces esposo, un pediatra, compraron una finca
centenaria cerca del pueblo de Arenillo, en el campo había una calma relativa.
Junto con sus hijos —Vanessa y Cristián, quien hoy día tiene 31 años—,
habitaban una casa confortable en las afueras de Palmira, y pasaban los fines de
semana y las vacaciones en la finca. La forma de vida de la familia era muy
diferente a la de la gente pobre de la zona. Pero Patricia, que había crecido en
un hogar humilde, quería hacer algo significativo por sus vecinos. Amante y
defensora de la naturaleza, también deseaba contribuir a preservar el frágil
medio ambiente de su país.
En julio de 2000, durante unas
vacaciones en Florida, la familia visitó una exposición de mariposas tropicales.
“Cuando el director de la exhibición se enteró de dónde éramos”, recuerda
Vanessa, “nos dijo: ‘Colombia tiene más mariposas que ningún otro país del
mundo. ¿Por qué nadie las exporta?’”
De regreso en casa, Patricia descubrió
que en Colombia había casi 50,000 especies endémicas de mariposas. La venta
ilegal de estos insectos a coleccionistas extranjeros era un problema creciente
y ecológicamente devastador. Patricia entonces se dio cuenta de que una granja
de mariposas podría ser una fuente de ingresos para las familias pobres de la
zona y una manera de proteger la biodiversidad. “Pero no teníamos ni la menor
idea de cómo hacerlo”, refiere.