ATRAPAR A UN LADRON
El robo internacional de obras de arte
—uno de los mercados negros más grandes del mundo— pone a un grupo de
investigadores y abogados a luchar contra maleantes y dueños de lujosas
galerías. Hasta el momento, los delincuentes van ganando.
Paul Hendry—alias Paul Walsh, Turbo Paul
o “el Turbocompresor”— nació en Brighton, Inglaterra, en 1964. Me contó que su
madre biológica lo dio en adopción a una familia
de las afueras de esta ciudad turística. Se crió allí
como un miembro más de la clase baja, que servía en los hoteles, tiendas y
restaurantes donde los ricos pasaban los meses del verano. La familia de Paul
vivía en una casa de tres habitaciones construida para los soldados ingleses
durante la Primera Guerra Mundial.
Paul abandonó la escuela, y su futuro
era incierto. Tenía una formación académica limitada, pocas aptitudes y ningún
contacto; sin embargo, se sentía atraído por la riqueza que veía a su alrededor,
en los bolsillos de los turistas que inundaban su ciudad.
“Yo quería dinero, y en mi barrio había
forma de ganarlo de manera honrada… o rápida”, recordó. “A mí me atraía mucho
más ganarlo de manera rápida. Hay que conocer la historia del vecindario para
saber que el ambiente delictivo estaba ahí mismo, por todas partes, esperándome.
Así es como ocurrió”.
En el centro de Brighton se encuentra
Churchill Square, un enorme centro comercial de estilo norteamericano.
Antiguamente, había allí un mercado al aire libre con cientos de puestos, adonde
los residentes acudían para comprar productos frescos. El mercado, sucio y
ruidoso, daba servicio a una comunidad necesitada, y ofrecía también una forma
de vida para los vendedores y sus familias. Pero a medida que Brighton fue
creciendo y haciéndose cada vez más comercial, el ayuntamiento empezó a hacer
ambiciosos planes para la ciudad. En 1964 se votó a favor de cerrar el mercado
para construir Churchill Square.
Durante los meses siguientes, un sonido
reverberaba por todo Brighton: el de los puños tocando a las puertas de las
casas. Los comerciantes recorrían las calles y ofrecían frutas y verduras de
puerta en puerta.
“Después, los vendedores de fruta se
dieron cuenta de que a algunas personas, más que comprar productos frescos, les
interesaba vender los cachivaches que habían acumulado en sus casas durante más
de un siglo”, contó Paul. “Platos desportillados, piezas de metal, un par de
sillas antiguas, adornos de plata oxidados y todo tipo de
baratijas”.
Los comerciantes listos se adaptaron a
los nuevos tiempos y crearon el predecesor de eBay, rudimentario pero eficaz.
Las reliquias familiares cambiaron de manos rápidamente en la entrada de las
casas, y los residentes obtuvieron dinero en efectivo. Para muchos de ellos
resultó algo muy cómodo: una forma de limpiar sus armarios, cajones y alacenas,
y obtener una ganancia al mismo tiempo.
Ni siquiera necesitaban sacar objetos a
la calle para los recolectores de basura. Los comerciantes (o “tocadores de
puertas”, como se les conocía) se los llevaban. Luego los vendían a anticuarios
experimentados, quienes, entre esos objetos encontraban mercancías
increíblemente valiosas.
“Pero algo más estaba ocurriendo”,
continuó Paul. “La información se movía también por círculos más insidiosos,
desde los estafadores hasta los delincuentes, que vivían a tan sólo unas casas
de distancia”. El llamado a las puertas se convirtió en un juego astuto que
permitía a los ladrones ojear en los inventarios de las casas pertenecientes a
la clase media-alta.
En los años 60, el robo de obras de arte
se consideraba un tipo de delito estrafalario. La policía de Sussex, bajo cuya
jurisdicción se encontraba Brighton, creía que se trataba simplemente de un
incordio que se podía contener fácilmente. El movimiento estaba haciéndose
fuerte cuando, en 1979, Paul se unió a la fraternidad de los estafadores que
trabajaban en las calles de Brighton.
Paul tenía todas las aptitudes
necesarias para realizar ese trabajo: era relajado, divertido y parlanchín. Era
un muchacho muy listo que disfrutaba reuniéndose con los extranjeros mayores y
solitarios, haciéndolos reír para que así se sintieran a gusto con él. Sin
ningún remordimiento, los convencía para que le vendieran sus objetos de valor a
un precio bajo. “No era un acto ilegal, pero tampoco digno de elogio, ¿verdad?”,
comentó.
Paul se percató rápidamente de que, si
llamaba a las puertas de los hogares, podía obtener dos tipos de cosas para
vender en un día de trabajo: una, los cachivaches que había comprado ese día;
dos, la información que había conseguido en las viviendas en las que había
entrado. “Me hice amigo de un hombre que me compraba bebida o la cena y me hacía
un montón de preguntas sobre lo que había visto cada día”, me decía Paul. “De
repente, me di cuenta: ¿por qué regalar esa información cuando yo podía
contratar directamente a los ladrones?”
En su nuevo papel, Paul no era ni un
simple estafador ni un simple ladrón. Era un organizador del crimen y un
marchante de arte robado. Abajo de él estaban los gorilas a sueldo; y, por
encima, los marchantes y la red comercial legítima. Él era el puente en un gran
sistema que giraba en torno al mercado del arte, que en todo el mundo estaba en
auge. En vez de ponerse a beber alcohol como cualquier otro adolescente, Paul se
iba a su hogar a estudiar los catálogos de las casas de subastas y a leer sobre
la historia de arte y las antigüedades. “Estaba aprendiendo acerca del producto
que iba a comercializar”.
Con el tiempo, Paul se fue interesando
cada vez más en los objetos de alto valor. También expandió su red de
comerciantes, por necesidad. “Yo llamaba a los objetos identificables ‘objetos
pegajosos’”. Los cuadros, normalmente, entraban en esa categoría. Reservaba
algunas cuantas cosas para vendérselas a los compradores extranjeros. Al mismo
tiempo, adquiría otros objetos identificables con otros organizadores y ladrones
que sabían que yo los podía colocar. Se los pagaba baratos. El material
identificable se vende tan sólo a una parte de su valor.
“Mis clientes extranjeros sabían si algo
era robado. Yo se los decía. O si no, doblaba el dedo de una manera determinada;
ésa era la señal. Deshonesto. Un dedo doblado. ¿Entiende?”
Los compradores extranjeros ayudaban a
distribuir los objetos robados por todo el mundo. Los grupos con los que trataba
Paul eran en su mayor parte estadounidenses, holandeses y alemanes, en algunas
ocasiones italianos y en muy pocas, portugueses. “Eran el lazo de unión con los
coleccionistas del mundo,” puntualizaba Paul. “En esos tiempos, no teníamos
Internet. Cruzar las líneas internacionales significaba realmente blanquear las
obras robadas”.
En 1981, Paul había conseguido ahorrar
10,000 libras. “Me volví muy bueno en una profesión muy mala”, afirmaba. “En
realidad me convertí en una persona despiadada. Margaret Thatcher llegó al poder
en Gran Bretaña en 1979, y su Partido Conservador preconizó una forma agresiva
de capitalismo. Eran los años 80. Fue una época de excesos y yo era un
capitalista puro, salvaje. Éramos una sociedad insustancial. Si hubiera nacido
en una familia obrera de Londres y me hubiera formado a mí mismo, habría sido
uno de esos agentes de bolsa agresivos que hacen cualquier cosa por ganar un
dólar. Pero como nací en Brighton, me convertí en un marchante de obras de arte
robadas. Verdaderamente, todo es cuestión de política y
geografía”.
Richard Ellis tiene unas espaldas anchas
y fuertes, lleva la cabeza afeitada y su mirada es tranquila, pero sus ojos
están alerta. Su número de teléfono acaba en 007, y cuando contesta una llamada,
responde: “Cero, cero, siete”.
Como detective, Ellis se ha visto
envuelto en una serie de casos conocidos, entre los que se incluye la
recuperación de un Vermeer, tras de-sencadenarse una cacería que duró siete años
y se extendió a una docena de países. Mucho antes de eso, su primera experiencia
con el robo de obras de arte tuvo una conexión muy personal.
Ellis entró a formar parte de la Policía
Metropolitana de Londres en 1970. Una mañana, un año y medio después, su madre
lo despertó. Le dijo que habían entrado en su casa a robar. Le faltaban objetos
de cerámica, plata y dos cuadros. Ellis llamó a la policía, informó del robo y
después fue a trabajar en su turno del jueves por la noche. Terminó a las 6 de
la mañana del viernes. En vez de irse a la cama, se fue a buscar los tesoros de
su familia. Su primera parada fue el Mercado de Bermondsey, donde solía llevarlo
su padre a recorrer los puestos y estudiar los trebejos y las miles de
antigüedades que estaban en venta. El mercado sólo abría los viernes, así que
era lógico pasar por allí ese día.
A Ellis no le falló el instinto. Hacía
menos de media hora que estaba en Bermondsey cuando divisó a un comerciante
poniendo en venta los objetos de su familia. “Instantáneamente supe que se
trataba de plata, porque durante muchas malditas horas me había pasado
limpiándola cuando era chico. De inmediato, arresté al propietario del
puesto”.
Los dueños del puesto confesaron la
existencia de un misterioso proveedor y admitieron que estaban esperando otra
entrega pronto. Como era de suponer, el proveedor llegó con otro grupo de
objetos de plata y también fue arrestado. Se llamaba Henry Wood, y estaba a
punto de cumplir 65 años. El nuevo lote resultó ser una vajilla de plata de una
casa de la misma calle que la de los Ellis.