Nos afanamos en desinfectar, esterilizar
y pasteurizar. hemos hecho de las bacterias
nuestro peor enemigo, pero esta actitud tal vez sea lo que nos enferma.
Los reporteros que el 4
de noviembre de 2011 se apiñaban frente a la Asamblea Legislativa de la
provincia canadiense de Ontario, en Toronto, esperaban ver a un hombre demacrado
cuando Michael Schmidt, granjero productor de leche, salió del edificio.
Entonces se cumplían 37 días de la huelga de hambre en que Schmidt se había
declarado cuando el Tribunal
de Apelaciones de Ontario lo halló
culpable de atentar contra la salud pública. Sin embargo, el que salió era un
hombre lleno de vitalidad.
La huelga de Schmidt, que terminó cuando
Dalton McGuinty, primer ministro de Ontario, accedió a recibirlo, fue la última
batalla de una guerra judicial iniciada en 1994 con la irrupción de la policía e
inspectores de salud en su granja. Desde entonces compareció incontables veces
ante el tribunal. ¿Su delito? Vender leche sin pasteurizar a clientes dispuestos
a comprarla, pues cree que la pasteurización (calentar la leche a una
temperatura que mata los microbios) destruye bacterias benéficas y produce un
alimento menos sano que la leche cruda.
El problema de Schmidt es que las
instituciones de salud de su país lo contradicen, e insisten en que pasteurizar
la leche es esencial para prevenir intoxicaciones agudas causadas por
Escherichia coli, listerias y salmonelas. La ley de pasteurización se adoptó en
1991, en respuesta a decenas de casos de males graves asociados al consumo de
leche cruda. Según la autoridad de salud de Canadá, el número de brotes cayó
desde entonces: entre 1998 y 2007 se registraron sólo siete. “Dados los
evidentes beneficios de salud y seguridad de la pasteurización, no hemos
previsto reforma alguna”, dice Christelle Legault, vocera de la autoridad de
salud.
Canadá no es un caso aislado: tanto
Australia como Escocia prohíben la leche cruda. En países asiáticos donde el
consumo de leche es muy antiguo, la leche cruda se ha comercializado
tradicionalmente por medios informales, como los mercados agrícolas. En Estados
Unidos, donde en muchos estados se vende leche cruda sin infringir la ley, el
asunto motiva un acalorado debate, y no pocos creen que los riesgos de tomarla
son grandes, sobre todo para los niños.
Aun así, Schmidt no cede: él asegura que
casi cualquier alimento entraña peligro de intoxicación. De hecho, la
Administración de Alimentos y Medicinas de Estados Unidos calcula que cada año
1,600 norteamericanos, en promedio, contraen listeriosis por comer carnes frías,
en comparación con sólo tres casos debidos a leche sin pasteurizar. Schmidt
sostiene, además, que es imposible prever las consecuencias de erradicar las
bacterias que están presentes de modo natural en la leche, y que han
evolucionado durante milenios junto al ser humano. La leche cruda, por ejemplo,
contiene lactobacilos útiles que la pasteurización destruye. Estas bacterias
ayudan a descomponer la lactosa en azúcares simples, de fácil digestión, lo que
hace digerible la leche para quien padece intolerancia a la
lactosa.
Schmidt no es médico ni bacteriólogo;
sin embargo, investigaciones recientes indican que su postura podría ser
acertada. Los científicos han dirigido su atención al “microbioma”, la variada
comunidad de microorganismos que nos pueblan por dentro y por fuera. Los
estudios ya asociaron las alteraciones del microbioma con padecimientos tan
dispares como los trastornos mentales, la obesidad y el cáncer. Por ahora el
concepto de microbioma no se enseña a fondo en las facultades de medicina. De
hecho, la medicina occidental considera la relación entre bacterias y humanos
más una guerra que una búsqueda de equilibrio. Se nos advierte que el peligro
acecha por doquier: en verduras de hoja mal lavadas, hamburguesas poco cocidas,
baños públicos, manijas de puertas, manos de colegas... Puede ser que nuestro
afán de lavar, hervir, cocer, restregar y desinfectar haya evitado incontables
enfermedades, pero también ha simplificado en exceso nuestra concepción de las
bacterias.
La idea de que
purificarnos de microbios puede enfermarnos no es nueva. En 1989 el científico
David Strachan propuso su “hipótesis de la higiene” en el British Medical
Journal. Sentía curiosidad por el bajo índice de fiebre del heno entre los hijos
de familias numerosas, y lo atribuyó al hecho de que, a más hermanos, mayor
contacto con los microbios. La hipótesis de Strachan motivó a los epidemiólogos
a explorar el vínculo entre la explosión de los trastornos autoinmunitarios en
los países desarrollados y la obsesión por la higiene. Un estudio estadounidense
publicado en 2007 reveló que entre los niños que tenían contacto con animales y
tomaban leche de granja había menos casos de asma y otras afecciones alérgicas
que entre los que tomaban leche pasteurizada y se criaban en la
ciudad.
Schmidt se pregunta cuánto tiempo
seguiremos ignorando estas pruebas. No deberíamos preocuparnos sólo por el
peligro de intoxicaciones alimentarias, dice, sino “por establecer principios
nutricionales en la primera infancia”.
También el escritor estadounidense
Sandor Katz se dedica a difundir el mensaje probiótico. Cree que la
fermentación, un proceso bioquímico usado como arte culinario desde hace
milenios, no sólo da nuevos sabores y texturas a las frutas y verduras, sino que
transforma los alimentos en un potente coctel de enzimas, vitaminas y bacterias
benéficas.
En su libro Pura fermentación, Katz
afirma que, como nos pasamos la vida quitándonos las bacterias del cuerpo
(principalmente con los jabones antibacterianos y los antibióticos), los
alimentos fermentados que ayudan a reponerlas resultan vitales para fortalecer
el sistema inmunitario. “Cuando ciertos factores atacan sin cesar la flora del
organismo, las personas se vuelven más vulnerables a las infecciones, y no al
contrario”, dice.
El principio en que se basan las ideas
de Schmidt y Katz es simple: no estamos en guerra con las bacterias; estamos
hechos de bacterias. Casi 1,500 especies de ellas habitan el cuerpo humano,
superando 10 veces en número a nuestras propias células. Estos microorganismos
nos ayudan a digerir nutrientes, regular la transpiración, convertir la glucosa
en músculo, mantener a raya los gérmenes patógenos y reparar las células. En
conjunto, las bacterias representan el órgano más importante, hasta hoy
ignorado, del cuerpo. “Se puede vivir con un corazón artificial o una máquina
que supla a los pulmones, pero no sin bacterias”, señala Gregor Reid,
microbiólogo de la Universidad del Oeste de Ontario y eminente investigador en
probiótica.
Este campo de estudio está cambiando
nuestra concepción del efecto de las bacterias en la salud humana; por ejemplo,
en lo que respecta a la obesidad, los científicos estudian la posibilidad de
“curar” esta alteración reorganizando el ecosistema bacteriano. Además, como el
microbioma de cada persona es único, Reid imagina un futuro en que los médicos
aplicarán a cada paciente una terapia probiótica individualizada. “Los microbios
son el futuro de la salud, y apenas ahora estamos obteniendo las herramientas
para explorarlos”, dice.
Las bacterias florecían
ya en el planeta 2,000 millones de años antes de que apareciera el primer
organismo pluricelular, y casi 4,000 millones de años antes de que existiera el
Homo habilis. Pueden vivir en los medios más hostiles: cráteres volcánicos,
hielo antártico, desechos tóxicos... Algunos científicos afirman incluso que
cuando el hombre apareció en el mundo microbiano, les fue útil a ciertas
bacterias que adoptaron nuestro cuerpo como casa; bacterias que habrían muerto
de no ser por el medio que les facilitamos. “En cierto modo existimos porque
ellas quieren. Somos una trivial idea biológica de último momento”, opina Bruce
German, químico alimentario de la Universidad de California en
Davis.
Hace más de 15 años German se propuso
descifrar la nutrición. Creía que, si estudiaba un alimento que había
evolucionado para nutrir al hombre, podría desentrañar los secretos del
bienestar alimentario y erradicar enfermedades como la insuficiencia cardiaca y
la diabetes. La selección natural suele favorecer a las plantas y los animales
capaces de evitar ser comidos; sin embargo, la leche materna humana tiene el
único fin de nutrir a los recién nacidos.
German, quien después fundó el grupo de
investigación International Milk Genomics Consortium (“consorcio internacional
de genómica de la leche”), empezó a estudiar la composición de la leche materna
para saber por qué es tan buen alimento para el hombre, y no tardó en descubrir
algo desconcertante: además de las vitaminas, minerales y proteínas que nutren a
los lactantes y fortalecen su inmunidad, la leche materna es rica en azúcares
complejos que los niños de pecho no pueden digerir.
Cuando el equipo de German terminó la
investigación, había hecho un hallazgo asombroso: la presencia de esos azúcares
estaba vinculada con la proliferación de un potente probiótico, el
Bifidobacterium infantis. Dicho de otro modo, la función de la leche materna no
es sólo nutrir al bebé, sino educar su aparato digestivo.
“Con estos azúcares complejos las madres
determinan la flora intestinal de los hijos”, explica German. Así como un
orangután hembra dedica años a enseñar a su cría qué alimentos de la vasta
jungla puede comer sin peligro, la leche materna humana le enseña al intestino
del bebé qué bacterias son benéficas.