EL PERDÓN. Por Armando Fuentes Aguirre,
"Catón"
Este día voy a escribir sobre mi tía Amelia, hermana
de mi madre, la mayor. Era una hermosa dama. Tenía los
ojos de un vago color indefinido que nunca
supe si era azul o verde, o azul verde, o verde azul. De tez muy
blanca, su cabello cano le daba distinción.
Era de fino porte la tía Amelia; su comedida compostura hacía
contraste
con el modo de ser de sus hermanas, sencillas,
espontáneas. En aquellos tiempos se decía que la última
educación de la mujer es la que le da el
marido, y en tanto que los esposos de mis otras tías tenían pasar
mediano, el de la tía Amelia era hombre
rico y de muy buena crianza. Se había educado en colegios de paga; había
viajado
por Europa y tal.
Mi tío Arturo era hombre apuesto; vestía
elegantemente; usaba reloj de bolsillo con leontina; fumaba puro.
Tenía en la sala de su casa una bella copia
de la Gioconda. Cierta vecina suya, nueva rica, le preguntó quién era esa
señora.
Mi tío le respondió, travieso: “Es mi abuela”. Tiempo
después la ricachona hizo el obligado tour europeo que los adinerados hacían entonces. A su regreso le contó a mi tío,
impresionada: “Estuvimos en un museo de París, Arturo, y ahí tienen a su abuelita”.
El matrimonio no tuvo hijos, pero su vida fue
feliz. Él atendía sus negocios y sus ranchos; ella hacía vida
social. No era iglesiera. Por las mañanas
cuidaba de su casa; por las tardes jugaba con sus amigas un novedoso
juego que se llamaba canasta uruguaya.
Vivían en una ciudad del centro del país. Su vida fue tranquila,
sosegada.
Y sucedió que un
día mi tío se murió. Eso sucede siempre, y no tarde o temprano, sino temprano o
más temprano. Y otra cosa sucedió de la
cual no me enteré por mi tía, sino por otras fuentes. O, más bien, por otras
Aguirre. Sucedió que la tarde en que el
cuerpo de mi tío estaba siendo velado la tía Amelia salió un momento al jardín a
respirar el aire fresco.
Al otro lado de la calle vio a una mujer que miraba
hacia la agencia funeraria sin atreverse a entrar. Vestía de
negro; la acompañaban dos niñas y un
pequeño. “Sólo con ver a esas criaturas --contaba después la tía Amelia--
supe quiénes eran”. Atravesó la calle y fue
hacia la señora, que hizo el intento de alejarse. Ella la detuvo. Le
preguntó señalando a los niños: “Son de
Arturo ¿verdad?”. “Sí, señora” -respondió la mujer bajando la cabeza,
avergonzada. Le dijo mi tía: “La única pena
que debe usted sentir es por la muerte de él. Usted le dio a mi esposo lo que no
pude darle yo. Venga conmigo a llorarlo, y
que estos niños lloren la muerte de su padre”.
Horas después, al despedirse de ella, la citó para encontrarse al día siguiente en la oficina
del notario de mi tío. “Licenciado -le dijo-. Entiendo
que soy la única y universal heredera de mi esposo”.
“Así es, doña Amelia” -confirmó el fedatario. “Muy bien --dijo mi tía--. Quiero que la mitad de todos sus bienes los
ponga usted a nombre de esta señora y de sus hijos”. “Doña Amelia -vaciló el abogado-, usted no tiene por qué...”.
Lo interrumpió mi tía: “Haga usted lo que le digo,
licenciado. Ésa es mi voluntad”. La madre de los
niños, confundida, le tomó la mano para besársela. Mi tía la
retiró y le dijo: “Le agradezco la
felicidad que dio usted a mi esposo. Y a Arturo le agradezco la felicidad que me
dio a mí.
No tengo queja de él. Lo que hizo lo hizo sin
lastimarme”. Y esto es todo lo que, sin merecerlo yo, quise
escribir sobre esta mujer tan mujer, la tía
Amelia.
Me equivoco: esto no es todo. Algo me falta por decir.
Ella, los hijos de su marido y la madre se siguieron
viendo hasta la muerte de mi tía. La señora
le decía “doña Amelia”, y los niños le decían “madrina”, pues lo
fue de primera comunión de los tres. Se
interesaba por saber cómo iban en la escuela; les hacía regalos
en sus cumpleaños y en la Navidad; los
llamaba “hijos”. La vecina aquella, la nueva rica, la tildaba de tonta.
Yo pienso que el
perdón jamás es cosa de tontos: es de aquellos que tienen el corazón lleno de
amor, y más cuando su perdón llega más allá
de la muerte...