Una Mujer Dolida
Aunque terminé
casándome con él, Pedro jamás me inspiró confianza. Acepté ser su novia, pero
pensaba que me pintaba los cuernos con todas mis compañeras del Colegio. Y no me
equivocaba, pues al final de cuentas me enteré de que cuando estuve de
vacaciones en Los Ángeles se fue varias veces a la cama con Doris, mi mejor
amiga; y de que cuando estuve en Cancún, se acostó varias veces con Rosaura, mi
hermana mayor.
Pedro vivía obsesionado por el sexo, a cada rato me pedía
que lo hiciéramos, pero yo me negaba. Me decía que no tenía nada de malo, que,
total, terminaríamos casándonos de todas maneras, que sus intenciones eran en
serio, y yo le creía, de veras, pero mis principios morales eran más fuertes, yo
no solamente sabía que tenía que llegar virgen al matrimonio, también quería
hacerlo. "Nada hay mejor que tener un solo hombre en tu vida, descubrir el amor
con él", me decía mi tía Tere, la que se quedó soltera. Por eso yo me resistí
hasta mi noche de bodas.
Pedro era muy guapo, tenía un cuerpo precioso,
pero sobre todo era muy fogoso. Por supuesto, como resultado de nuestra luna de
miel, quedé embarazada de Pedrito, mi hijo mayor; luego vinieron Lucecita,
Carmencita, Teresita y Benignito.
Pedro nunca falló a sus deberes de
esposo, ni de padre, ¿para qué lo voy a negar?, sin embargo era de un
parrandero, que siempre me tenía con el Jesús en la boca, pues a veces pasaba
todo el fin de semana sin aparecerse por la casa, y yo me preocupaba, aunque
sabía muy bien que en el banco yo podía disponer de todo el dinero que nos
hiciera falta a los niños o a mí, que éramos, por cierto, bastante caprichositos
en ese sentido.
Todos los sábados y domingos nos íbamos mis cinco hijos y
yo a Unicentro, y nos dábamos gusto comprando ropa para todos; juguetes para
ellos, perfumes, chucherías y alguna que otra joya para mí. A Pedro le gustaba
el desmadre y de alguna manera tenía que compensarnos, ¿no?
A mis papás
les encantaba Pedro, a ellos les bastaba el hecho de que nos tuviera bien
económicamente, que me cambiara el carro cada año y que les pagara el mejor
colegio a mis hijos ¿lo demás?, pues eran cosas de hombres, me decían. Según
ellos yo no debería preocuparme, pues mientras yo fuera la esposa ¿qué podrían
importarme las demás pelanduscas que se revolcaban con él?
Durante muchos
años he sido una de las mujeres mejor vestidas de Cali y eso se lo debo,
definitivamente, a la fortuna de Pedro.
Claro que desde que me casé,
todas mis amigas, mis vecinas, mis primas y hasta las empleadas del salón de
belleza me venían a contar que sí habían visto a pedro con fulanita en San
Andrés, me preguntaban porqué no me llevaba con él a Cancún, en fin, me llenaban
la cabeza de ideas que al principio me hacían rabiar, hasta que llegaba a la
conclusión de que el bienestar de mis hijos, el mío propio y mi palaciega casa
en Ciudad Jardín valían mucho más que un marido fiel. Prefería ser una esposa
engañada con la vista muy gorda, que una divorciada a la que no tardarían en
rechazar hasta mis propias amigas, por temor a que les quitara a sus
esposos.
Hasta ahí todo iba muy bien, pero un día Pedro llegó de un viaje
de negocios muy nervioso.
Estaba pálido y las manos le temblaban, sudaba
copiosamente a pesar del aire acondicionado; y me pidió que nos encerráramos en
mi cuarto pues tenía algo muy importante que decirme. Tranquila, le serví un
trago para que se calmara y yo me llevé una Coca Cola light. Sentado en la cama,
con la voz entrecortada, me dijo que un médico en Alemania le había sugerido que
se hiciera la prueba para saber si tenía el VIH, pues una serie de erupciones en
la piel, una tos constante y otros síntomas; además de su disoluta vida sexual
lo hacían sospechar sobre su estado de salud.
"Gordita, tú también te
tendrás que hacer la prueba", me dijo y yo casi me quise morir, pues por lo
general teníamos relaciones sexuales dos veces por semana.
"Yo tan casta
y tan bien portada, tan fiel a ti, y ahora tengo que hacerme la prueba del
SIDA", le reclamaba llorando, pero en cuanto me pasó la primera impresión,
comprendí que lo mejor sería practicarnos el examen.
Con lentes oscuros y
ropa sumamente discreta nos presentamos a los laboratorios. Nos tomaron las
muestras de sangre y nos pidieron que regresáramos en dos días... Al salir de
ahí nos fuimos a desayunar a la cafetería del hotel Dann, y ahí, deshecho, sin
probar siquiera sus huevos revueltos, mi marido me dijo que si las pruebas
salían positivas, se pegaría un tiro.
"No me extrañaría, siempre has sido
un cobarde. Muy macho para irte con mujeres, pero, al fin y al cabo, un
cobarde".
Bajó la cabeza, casi no volvió a hablar y así estuvo hasta el
día en que fuimos a recoger los resultados.
"Yo no me atrevo... ábrelos
tú...", me dijo cuando nos subimos al coche.
Tomé el sobre que venía a su
nombre y después de abrirlo, con voz trémula, pero clara, le dije: "Positivo...
ya sabes lo que tienes que hacer".
Después destapé el mío y le dije que
era una suerte que no me hubiera contagiado a mí, pero que de todas maneras iría
al médico para que me revisara, pues quería estar segura de que no había
problema.
Llegamos a la casa y yo me quedé en la cocina ordenando a la
empleada la preparación de la comida y Pedro subió a nuestro cuarto. Le pedí a
la cocinera que pusiera a marinar unas pechugas de pollo y a desamargar unas
cebollas. Después le ordené que llamara al jardinero pues quería darle unas
instrucciones, cuando escuchamos un fuerte estallido que provenía de mi
recámara. Subimos corriendo las dos y nos encontramos a Pedro con la cabeza
destrozada: se había dado un balazo en la boca.
Durante los funerales fui
la viuda más elegante que se haya visto en Cali durante los últimos años. Mi
vestido negro era un Prada auténtico y, como el velorio fue en la casa, que
tenía aire acondicionado integral, pude ponerme medias negras y zapatos Blanik
de tacón alto.
Lo que sí me resulto pesado fue la cremación, por lo que
fingí un desmayo y mi chofer me trasladó a mi hogar antes de que todo terminara.
Cuando llegué, el cuarto ya estaba limpio y ordenado, me quité la ropa de luto y
me puse un camisón de algodón. Me tiré en un reposet pues todavía no había
llegado la cama nueva, y desde ahí contemplé los dos sobres del
laboratorio.
Tomé el de Pedro y lo volví a abrir. Leer la palabra
"negativo", me hizo sentir culpable, mi marido jamás contrajo el virus del SIDA,
pero tarde o temprano tenía que pagar por sus infidelidades, por poner en riesgo
a su mujercita santa ¿no?.
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