Ocho o nueve de cada diez personas que lean este
artículo tienen motivos suficientes para creer que la vida, o por lo menos una
parte de ella es, en mayor o menor parte, dramática. Tenemos acumulados dolores viejos o recientes,
alguna rabia que aún no hemos conseguido domesticar, alguna pena que se ha
enquistado en el alma, y una retahíla de incomprensiones; tenemos dudas, miedos,
inseguridades… Casi todos hemos pasado por experiencias
trágicas que hubiéramos evitado gustosamente, hemos maldecido aunque sea sin
palabras, o hemos pensado que la vida a veces es dura y difícil.
Todos nos hemos sentido víctimas en alguna
ocasión.
Y todos tenemos razón al pensar que
la vida no es fácil, ni perfecta, ni juega exclusivamente a nuestro favor.
Pero convertirla por ello en un drama es un gran error.
Digamos que la vida es una sucesión de experiencias, unas más
duras y otras más comprensibles, unas livianas y otras punzantes, que en la
mayoría de las ocasiones son casi inevitables, y por ellas tenemos que ir
pasando para aprender a estar aquí -o para evolucionar espiritualmente según
otras teorías-.
Lo que sí es cierto es que
estancarse en la rabia de la incomprensión, en la pataleta infantil, en el dolor
que ancla al pasado y provoca una inmovilidad que no ayuda a salir del mal
momento, no es una buena solución.
Vivir la vida
implica pagar el precio de tener que pasar por diferentes situaciones, algunas
de las cuales son realmente duras.
No voy a entrar
a valorar quién es el culpable de que sucedan, si el destino o uno mismo, ni en
si se podrían haber evitado o no. Lo cierto es que suceden o sucedieron y nos
están afectando de algún
modo.
Y no siempre es cierto si decimos que pasaron y que
las hemos olvidado. En alguna parte quedan, agazapadas y dispuestas a darnos
otro momento de disgusto, la incomprensión de lo que sucedió y la rabia por lo
que tuvimos que sufrir. La reflexión que ha de
hacer el corazón –no la mente- es que sólo se han de recurrir a los momentos
dramáticos si vamos a extraer de ellos una porción de sabiduría para que no
vuelvan a suceder si no son imprescindibles. Y nada más.
Quedarse en el lamento de lo desgraciado que es uno,
en la queja por la dureza de algunas experiencias que se han vivido, o pasarse
el resto de la vida reprochando a quien sea que uno lo pasó mal, no ayudan a
seguir, no permiten ver la cara brillante y mágica de la vida, ni la delicia de
los otros momentos que son mayoría.
Hay que
desdramatizar la
vida.
Entender que todo son lecciones, aunque algunas nos
cueste trabajo terminar de comprenderlas o pensemos que eran innecesarias, o que
hubiéramos sido capaces de aprender de otro modo más sencillo.
Y hay que creer en la generosidad del Creador.
"No es conveniente alargar esa mala costumbre
de la queja continua, de la queja ya atrasada, de la queja inmovilizadora, de la
queja que acaba convenciéndonos de que la vida es dramática.
Sí es conveniente aprender –u obligarse- a ver los miles de
lados buenos de la vida, las maravillas que nos tiene reservadas, el milagro que
es amanecer cada mañana, la satisfacción que nos aporta estar con la gente
querida, el gozo de la música que nos gusta, de las sonrisas que se nos ofrecen,
de las conversaciones entre almas, de un paseo solos o acompañados, de cuidar
una planta…
Engancharnos al dramatismo, como
una mala droga, y conformarnos lastimosamente con su presencia en vez de iniciar
una Cruzada contra todo lo que atente contra nuestro optimismo, nuestra
vitalidad, el ánimo limpio y libre… eso sí que es una tragedia.
Es bueno tener la fe actualizada, sentirse cuidado
por Lo Superior, tener confianza en que todo tiene un sentido que alguna vez
se comprenderá, asumir el derecho a lo bueno, intuir que en cada momento de
dolor se esconde un futuro mejor, y descubrir que no son malos los malos
momentos: simplemente son distintos, duran poco, y se los lleva el tiempo.
No cuesta tanto ponerse una sonrisa en la boca.
Es cuestión de intentarlo una y otra vez, mejor frente al espejo para notar la
diferencia. Los problemas, que seguirán estando, se ven menos
dramáticos con la sonrisa y la esperanza puestas.
Hay que vivir, y hay que vivir lo mejor que se pueda. Instalarse en un luto trágico, en una pena inconsolable, en una
tristeza funesta, o en una vida sin ilusión ni calma, en vez de ayudarnos va a
hundirnos en una depresión en que la única luz que veamos estará apagada.
La vida sigue... y va a seguir la tomemos como la
tomemos.
En el mejor acto de amor propio que
nos podemos ofrecer, desdramaticemos la vida y afinemos el modo de verla con
confianza y vivirla con convicción en lo bueno."