LA NUEVA DROGA
DEL DISEÑO - TELEFONOS INTELIGENTES
Entré a un edificio,
pasé por el lobby y corrí al ascensor
que marcaba que estaba en ese piso. Cuando piqué el botón, automáticamente se
abrieron las puertas y allí, parado, con la cabeza sumergida en su smartphone, un hombre me miró
como perdido. “Hum...” pensé al subirme, cómo es que está ahí metido en un
ascensor que ni sube ni baja, luego entendí.
Cuando piqué al piso
que iba, el hombre, completamente despistado, marcó al piso que iba él y hasta
me miró con pena, se dio cuenta que me di cuenta que, por andar apen... en su celular,
no se dio color de que el elevador no estaba subiendo. Cuando el ascensor se
abrió en su piso, el hombre seguía pegado de su teléfono, tuve que decirle que
habíamos llegado, subió los ojos y, otra vez, con pena, se bajó del
elevador.
Otro día
iba manejando. El semáforo se puso en verde y de la nada, una mujer pegada a su
celular cruzó la calle sin siquiera darse por enterada de que el semáforo ya no
la favorecía. Yo, como ya opté por no andarme peleando en las calles, sólo le di
un pitidito para que levantara la cabeza y se diera cuenta de la luz del
semáforo. La mujer me miró mal y volvió a sumergir la cabeza en su celular, otro
carro, que venía en contraflujo, le tocó el claxon largo y tendido, entonces, la
mujer se dio cuenta de su bestialidad y apuró el paso; eso sí, sin quitar los
ojos de su chat.
En un
restaurante, un niño de unos cinco años no paraba de gritar y portarse mal.
Todos los comensales mirábamos a la mesa con ganas de colgar a la madre que no
podía controlar a su criatura. Entonces, la señora sacó de su cartera un mini
iPad y se lo dio al niño. No hubo llamada de atención, no hubo nada que tuviera
que ver con educarlo para que se comportara, solamente, como por arte de magia
tecnológica, el niño se pegó al aparatito y así, la madre comodina pudo
disfrutar de su comida en compañía de su amiga.
Tres
chicas en una cafetería, era claramente un caso de: “Vámonos a echar un café”,
en ningún momento las vi convivir, hablaron dos que tres cosas y el resto
estuvieron pegadas de su celular, por momentos, me preguntaba si estarían
chateando entre ellas.
Y
hablando de chatear cuando tienes a la persona enfrente: una vez salí a tomarme
una copa con una amiga. Hace tiempo que, por cosas de novios y rumbos de vida,
no nos habíamos sentado a platicar. Esa noche, dejé a mi novio para irme con
ella, que, cuando uno anda en los tres primeros meses, comprenderán que es todo
un reto. Pedimos nuestros martinis y en menos de un segundo, ella pegada a su
chat con el novio. La sangre me hirvió, pero más me hirvió cuando llevaba más de
20 minutos en que mi plática se veía interrumpida por su incesante
chat.
Entonces,
agarré mi celular y, por el mismo chat, le escribí: “O dejas de chatear o me
paro en este momento y me voy”. Se quedó fría, apagó su celular y por fin
pudimos tener una conversación adulta.
Y me
pregunto, ¿será que estamos destinados a nunca más tener la atención puesta en
lo que estamos haciendo? ¿Cuál es la bendita necesidad de estar pegados al
celular cuando tenemos que estar concentrados cruzando una calle o manejando o
conviviendo con una amiga que sacó tiempo de su tiempo para irte a
ver?
Toda la tecnología
con la que hoy cuentan los celulares nos ha convertido en robots: robots que
caminan por la calle sin darse cuenta ni para dónde van, robots que ya no se
toman un café a solas admirando un parque, robots que no pueden despegarse de
su smartphone.
¿Será el smartphone la nueva droga de
diseño?