Es sorprendente cómo todos los seres humanos albergamos la necesidad de sentirnos especiales. Queremos ser el centro de la Creación. Si por nosotros fuera el mundo giraría alrededor de nuestro, que somos el espejo en que todos se reflejan (de hecho algunos creen que la lógica del universo funciona así, yo "estoy" el centro de todo).
Resulta que nos pasamos la vida preocupándonos por destacar. No importa en qué, es decir, no todos pretendemos sobresalir en lo mismo: algunos ansían destacar por su belleza, otros por su inteligencia, otros por su aptitud para un deporte o para comer pirecas...
Los hay que se pasan la existencia tratando de llamar la atención por su voz, por su forma de escribir, por su manera bailar haciendo el pino con un pepino en cada oreja... en fin, que hay muchas maneras de resultar diferente, de llamar la atención de los demás, de que nos miren, aunque sólo sea durante unos minutos. La cosa es no perdernos en esa masa homogénea de personas con las que convivimos: no queremos ser como los demás.
No obstante, a pesar del amplio abanico de cualidades y capacidades personales que pretendemos hacer llamativas hay una forma de ser especiales a la que todos y cada uno de nosotros, sin excepción, aspiramos desesperadamente. Y es aquí donde entra en juego ese pequeño hijo de putillas que es el amor.
Educados en la cultura del amor romántico, estamos convencidos de que la única manera de ratificar que somos verdaderamente especiales es encontrar a ese alguien que nos quiera con locura, mientras sus ojos bizquean y suena la banda sonora de El Guardaespaldas en nuestra perturbada cabeza (tenemos un canal de radio incorporado que nos manda melodías según la situación: pierden el sentido del tiempo y espacio y somos FM, la banda sonora de su vida). Que alguien nos elija y se enamore perdidamente de nosotros es, precisamente, lo que más especial nos hace sentir: no hay nada como convertirse en el centro de la vida de otra persona para que nos engorde el ego una barbaridad... esto... para sentirnos así de especiales. Es así.
Porque el don de la especialidad posee una característica muy curiosa: no podemos atribuírnoslo porque sí. Necesitamos que alguien, otra persona, nos lo dé. Dependemos de los otros para sentirnos especiales. El don de la especialidad no nos llega porque de repente aparezca nuestra hada madrina en el salón de casa y nos pegue con una varita mágica en la frente con el fin de llenarnos de magia y talento. No.
El don de la especialidad hay que ganárselo porque procede del juicio externo. Piénselo bien: competiciones, concursos, certámenes, realities, partidos, carreras, becas, oposiciones... todo ello no es más que un sistema institucionalizado para reconocer el talento basado en una premisa básica que avala la competitividad: los más especiales, los mejores, conseguirán ganar el reconocimiento a su mérito. Conseguirán certificar que son especiales.
O sea, que con nuestra capacidad deductiva de sabedores del tema, si utilizamos el cerebro (en caso de que tengamos uno), nos daremos cuenta de que la necesidad de sentirnos especiales no ha de ser malo por sí mismo: de hecho, saca lo mejor de todos nosotros. Es lo que nos hace prosperar, querer ser mejores, avanzar, superar obstáculos, vencer el miedo y la desidia, seguir intentándolo, sacar fuerzas de donde sea humanamente posible.
El don de la especialidad nos hace ambiciosos. Uno de los motivos principales que mueve al ser humano a querer prosperar o avanzar es, simple y llanamente, sentirse bien consigo mismo y obtener reconocimiento ajeno: ser especiales. Esto, queridos amigos, ha sido una de las bases sobre la crítica al altruísmo: no pocos consideran que se llevan a cabo obras benéficas con la intención primordial no de ayudar a los demás (que es lo que se dice para quedar bién), sino de sentirnos bien con nosotros mismos y causar buena impresión en quienes nos rodean. Muy fuerte ¿verdad?. Y tú creyendo que le dabas una moneda al pobre hombre que te limpia el vidrio del coche en los semáforos porque eres muy solidario.
Sin embargo, en el terreno del amor las cualidades que hacen a una persona candidata a ser especial para otra no están tan bien definidas como en otras competiciones. Aun a pesar de los esfuerzos de esas grandes revistas que desbordan de palabrería científicas en las que según un test obtienen que los hombres ideales son los morenos, simpáticos, agresivos, ambiciosos, altos, fornidos, comprensivos y bla, bla, bla, a la hora de la verdad uno se enamora de quien se enamora, sin más. Es decir, los criterios que las personas utilizamos para otorgar el don de la especialidad a otras y amarlas varían enormemente de una persona a otra y de un caso a otro. Por esta razón, cuando alguien nos hace sentir especiales es lo mejor del mundo: es un reconocimiento casi mágico que extendemos mentalmente a la totalidad de nuestra persona, ya que no se circunscribe a ninguna cualidad en particular, sino al conjunto. Cuando alguien se enamora de nosotros es porque somos fantásticos, maravillosos, geniales y simplemente macanudos. Lo más de lo más.
En cambio, cuando se nos rechaza se produce una hecatombe, es lo peor que puede pasarnos: no se debe a una característica de nosotros en concreto, sino al conjunto, razón por la que nos desquiciamos y nos llenamos de inseguridad. ¿Pero qué tiene ese que no tenga yo que me dejas por él? ¿Porque él tiene novia y yo no? ¿Porque todos se fijan en él y a mí ni "ahí te pudras" me dicen? ¿Qué es lo que tengo que hacer para que me quieran? ¿Qué es lo que me falta que no quieres estar conmigo? Y es que la necesidad de sentirnos especiales, miren ustedes por donde, no sólo saca lo mejor: también extrae lo peor de todos nosotros.
Nos volvemos irracionales cuando se trata de lograr reconocimiento y hacemos auténticas barbaridades en pos de conseguir sentirnos únicos. Nos frustramos, nos peleamos con el mundo, mentimos, arañamos, nos dopamos... lo que haga falta con tal de lograrlo.
Nos aterra que nadie se dé cuenta de lo especiales que somos. Nos aterroriza caer en el olvido más completo. Nos frustramos, se nos va la vida tratando de llamar la atención. Hay que tranquilizarse, no hay que angustiarse tanto por caer siempre en gracia. Hay una parte no tan bonita en esa idea de la especialidad que se nos vende que siempre se nos oculta, pero que es fundamental para nuestra salud mental: todos, absolutamente todos, somos susceptibles de ser considerados especiales y extraordinarios, pero también todos, absolutamente todos, somos susceptibles de ser considerados banales, insulsos, comunes, ordinarios e incluso desechables. Esto no es malo; es simple y llanamente normal.
Y lo normal es tan necesario y honorable como lo extraordinario. (D.A)