En la quietud, siento la presencia amorosa de Dios.
En la quietud de una noche invernal, puede que me asome a la ventana y vea que la nieve cae suavemente. Un sentimiento de calma llena el silencio de la noche. En mi espacio tranquilo, encuentro una paz que me sana y rejuvenece. En la quietud, mi alma es restaurada.
Puedo encontrar un lugar tranquilo a cualquier hora del día o de la noche. Sólo necesito cerrar los ojos y pensar en Dios y sólo en Dios. Tomo un momento para aquietarme y respirar profundamente. Al sentir mi conexión con el Espíritu, el ajetreo y las distracciones se desvanecen. En el Silencio, contemplo la inmensidad del Espíritu —experimento Su presencia amorosa y protectora. Con una mente serena y un alma restaurada, siento gratitud por el amor divino.
Los resentimientos hacen que mi corazón se cierre como una flor que se marchita. El perdón es el agua que me nutre y que hace que mi expresión florezca de nuevo. Perdonar me libera para ser próspero, saludable, creativo y gozoso. Invoco al Espíritu en mí para que irradie amor sanador a través de mí. Dejo ir cualquier rencor. Al perdonar, me libero del resentimiento y puedo ser quien verdaderamente soy.
El perdón requiere conciencia, voluntad y dejar ir. Permanezco consciente de cómo me siento honestamente y me doy el tiempo necesario para sanar. Cuando esté listo, dejo ir y todo el bien que deseo, y más aún, llega a mi vida. Al perdonar, mi divinidad florece.
Pero tú eres un Dios que perdona; eres un Dios clemente y compasivo; no te enojas fácilmente porque tu misericordia es grande.—Nehemías 9:17