Revelación de otoño
Arturo Rosales, 48 años, era músico, primera viola de la Filarmónica. Su mujer, Renata, 43 años, profesora de Literatura. Llevaban veinte años de casados, pero no tenían hijos. Llegó un momento en que ambos coincidieron en la sensación de que su trayectoria estaba incompleta; sin niños, su vida familiar era apenas la asunción de dos soledades contiguas.
Si nunca habían llegado a los mutuos reproches, era por dos razones: la primera, que se querían con sinceridad, con ternura, y, last but not least, que en la cama funcionaban más que aceptablemente; la segunda, que eran conscientes de que nadie era culpable.
A última hora de la tarde siempre coincidían en casa, salvo cuando Arturo tenía ensayo o concierto (las obligaciones docentes de Renata concluían más temprano). En su nomenclátor muy privado, aquel espacio figuraba como "la hora del brindis": él tomaba uno o dos whiskies y ella un par de martinis, pero era sobre todo el momento de la comunicación intelectual, profesional, artística, ideológica. O sea, el mejor trozo de la jornada.
Arturo solía decir que ejercer de primera viola era una cura de modestia, algo así como ser ciudadano de segunda. El ciudadano musical de primera era sin duda el primer violín. Era a él que el director de orquesta estrechaba la mano cuando la sala estallaba en aplausos.
No obstante, Arturo estaba conforme con su papel secundario, pero imprescindible, y trataba de desempeñarlo lo mejor que podía. Después de haber recorrido con su arco a tantos notables compositores, jugaba a hallar para cada uno de ellos una definición sintética. Por ejemplo: Bach era la exactitud; Vivaldi , la gracia; Beethoven, la nobleza; Brahms, la profundidad; Mozart, la alegría; Mahler, el rigor; Haendel, la devoción; Paganini, el desafío; Stravinsky, la sorpresa.
Por su parte, Renata se divertía con aquella distribución de etiquetas y su contribución al juego consistía en encontrar equivalentes literarios, algo así como complementos al fichero de Arturo. Y como era sólo un pasatiempo personal e irresponsable, no buscaba coincidencias cronológicas ni estilísticas sino más bien espirituales. A Bach, por ejemplo, le asignaba a Goethe; a Vivaldi, Torcuato Tasso; a Beethoven, Cervantes; a Brahms, Shakespeare; a Mozart, Voltaire; a Mahler, Dante; a Haendel, San Juan de la Cruz; a Paganini, Moliere; a Stravinsky, Apollinaire.
Tenían amigos, con quienes en general compartían posiciones políticas, pero en cambio discutían ardorosamente sobre arte. Vale decir, que llevaban una vida estimulante y plena. Y sin embargo, algo les faltaba.
El día en que el matrimonio Posadas, que tampoco tenía hijos, decidió adoptar un niño y finalmente llevó a cabo ese propósito, los Rosales llegaron a su "hora del brindis" con el tema de la adopción en el orden del día. Durante tres horas bordaron todo un entramado de riesgos y ventajas. Antes de la cena, la adopción fue aprobada por unanimidad: dos votos a favor, ninguno en contra.
No les fue fácil. Hubo varios intentos, pero a menudo acababan en frustraciones. Además, , no siempre había suficientes garantías sanitarias. Por fin surgió la posibilidad esperada. Una joven soltera, muy sana, proveniente de la alta clase media, había quedado embarazada, y, pese a las presiones familiares, no había aceptado abortar. El padre, guardián celoso de un honor estrecho, aceptó al fin la decisión por razones humanitarias, pero con la condición de que la criatura fuera dada en adopción a un matrimonio sin hijos, de aceptable currículum, pero con un segundo, inexorable requisito: que jamás se restableciera ni se conociera el vínculo entre criatura adoptada y su madre biológica.
A los rosales la niña les encantó (fue bautizada como Florencia) y en la adopción se cumplieron todos los requisitos legales. Verdaderamente a Arturo y Renata la incorporación de Florencia les cambió la vida y nunca se arrepintieron de su sabia decisión. Por su parte, Florencia se sentía querida, estimulada y cuidada.
Fieles cumplidores del compromiso contraído, Arturo y Renata nunca le dijeron la verdad. A veces lo discutieron, porque un psicólogo amigo les dijo que, por la salud física y espiritual de un niño adoptado, no era aconsejable que anduviera interminablemente por la vida con la carga de una falsa identidad. Los Rosales comprendían y hasta admitían el planteo, pero tenían un miedo cerval a que semejante revelación se volviera contra ellos y acabaran perdiendo a Florencia. No soportaban un futuro sin ella y hasta encontraban que la muchacha tenía claros rasgos de Arturo y también de Renata. Por lo pronto, le encantaban la música y los libros.
A través de los años, Florencia había ido avanzando limpiamente en su educación. Tanto en la etapa primaria como en la secundaria, siempre había sido una estudiante aprovechada y brillante.
La víspera de sus quince años, estaban los tres en el living del décimo piso, con toda la arboleda del Prado que el amplio ventanal les entregaba. Arturo pensó que nunca había conocido un otoño tan espléndido y en el que se pudiera respirar hondo con tanto disfrute. Todavía no se veían muchas hojas secas, pero las que había parecían de oro. Además, era evidente que también los árboles respiraban hondo. Por si todo eso fuera poco, Arturo estaba dispuesto a convertir este otoño en una metáfora de su presente, ya que tanto él como Renata, con sus 63 y 58 años respectivamente, estaban bien instalados en el otoño de sus vidas. Y para colmo, en el ensayo de hoy, la Filarmónica la había emprendido con el luminoso otoño de Vivaldi.
Mientras Arturo disfrutaba con su otoño, Renata se ocupaba de los preparativos de la fiestita de cumpleaños. Cuando Arturo se extrajo a sí mismo del éxtasis otoñal, Florencia fue a sentarse junto a él. Arturo se sintió afortunado como nunca. La acarició con ternura sinceramente paternal y le anticipó que mañana tendría una linda sorpresa.
De pronto Florencia se levantó, y enfrentándose a Arturo y Renata con una sonrisa sin tapujos, dijo lo inesperado:
- Hace cuatro días me enteré de algo que ignoraba acerca de mí misma. Ahora que ya soy grandecita, puedo hacerles una pregunta? Cómo era mi mamá? Eh? Cómo era?
Arturo y Renata se miraron, como buscando un imposible socorro en el otro. El no pudo evitar que, muy dentro suyo y a pesar de su pánico, y aunque allí no tenía lugar ninguna primera viola, sintiera los fraseos de Muchachas en el jardín, de Mompou. Ella, en cambio, como en un entresueño, se vio leyendo La sirena varada, de Casona.
Pero la pregunta se había instalado para siempre en las tres vidas y volvía a sonar con implacable insistencia:
- Cómo era mi mamá? No me van a decir cómo era mi mamá?
Mario Benedetti en "Buzón de tiempo"