Cuando los años sesenta iniciaban su último tercio de vida, vivíamos en un apartamento alquilado en la calle Juan Hurtado de Mendoza de Madrid. En ese entonces comencé a realizar giras por América, especialmente por México y si bien al principio mi esposa me acompañaba nuestra alborada económica exigía algunos sacrificios que evidentemente yo como protagonista no podía realizar. Es decir, que “ella” tuvo que quedarse alguna vez en casa sin acompañarme. Preocupado por la soledad que mi ausencia provocaría y para que la espera de mi regreso no le resultara tan penosa, se me ocurrió hacerle llegar una rosa cada mañana para que al menos al despertar no se encontrara tan sola. Me puse de acuerdo con un florista de la vecindad que aceptó divertido convertirse en mi cómplice “Cyrano” para esta “ romántica operación”. Cuando llegué de regreso ella me confesó que las rosas habían cumplido el cometido de acompañarla durante todos los días desde la mañana. Las conservaba a todas y antes que el tiempo como es natural terminara quitándoles el brillo y aroma y peor aún, su significado, escribí la anécdota en forma de canción y así, de ese modo, aquellas rosas siguen vivas en su corazón y en el mío.