La ley de la jungla
Veo al león, tumbado sobre la hierba alta y parda.
Junto a un árbol seco y leñoso, cuyas ramas se extienden a lo ancho,
paralelas a un horizonte lejano, liso, llano. Y lo veo mirar a la nada. Y
no se qué piensa. Probablemente nada. Tal vez sólo espere que su
estómago le dicte la natural orden de volver a llenarlo.
Me fascinan los animales. Siempre lo han hecho. No de
ese modo bohemio y de estudiante de biología pasado de tuerca para el
que matar una mosca o un insecto que está en condiciones de pegarte un
picotazo y amargarte la tarde es un delito, y que si lo intentas delante
de ellos, te miran mal, muy mal, casi olvidando que también eres un
animal. De otro tipo, pero al fin y al cabo, de la ganadería global.
Me fascinan por esa sensación de paz que me transmiten
cuando los veo en los documentales, a parte la sensación de calma que
dan las voces que los narran y la bonita música que siempre acompaña a
los no menos bonitos paisajes. Me transmiten paz por la sencillez de sus
vidas. Duras y difíciles siempre, pero con la
recompensa de una vivencia al día, sin más avatares en la memoria o
predicciones constantes sobre el porvenir, o consideraciones de las
miradas de unos y de otros, de las palabras que nos rodean por todas
partes e impactan contra nosotros como un barco contra un iceberg.
Sencillamente viven.
Cazan lo que pueden, comen si les dejan, crían si se ganan su puesto en la manada, ven el amanecer y el atardecer sobre las llanuras de África o los escarpados picos del Himalaya, sin más consideración sobre los mismos. Para ellos quizá no sean bellos ni horribles, simplemente son. Los animales proporcionan una base,
ayudan a pisar con los pies la tierra, a naturalizar la vida, a dejar
de lado maquinaciones absurdas, juegos mentales sociales y complejos, a
simplificar el estado de las cosas.
La ley de la jungla, que sólo exige que cumplas tu
función en esta obra que es la vida, sin más recompensa y sin más
sorpresa. Puedes ser cazador o cazado. Comer o ser comido. Y nada de
esto es extraño, nada es funesto, nada se acoge con el más mínimo
asombro. Sencillamente es así.
Y quizás tanta queja, tanto malestar, depresiones, sorpresas desagradables, envidias, iras, odios, luchas por nada,
se deban a que algún día olvidamos lo que era el mundo. Nos hicimos
ególatras de nuestra propia condición de superioridad intelectual. Nos
hicimos los reyes del mundo, y quisimos reescribir sus reglas. Y cada
día chocamos con las que ya estaban ahí. Las que nunca se irán.
Y nos enfadamos. Maldecimos nuestra suerte. Renegamos de nuestra
condición animal. Hacemos de nuestros pensamientos vida, y de nuestra
vida una queja. Olvidamos el sentido de todo esto. Que no es otro que vivir y dejar hacerlo (D.A)