LA LUNA EN LA MEDIANOCHE
Escribe: María Luz Crevoisier, periodista
Dormía, acunada por el traqueteo del caballo y envuelta en la hermosa manta de Castilla que la tía Clotilde le había obsequiado el día de su matrimonio. Se sentía bien, cálidamente abrazada por su esposo, y casi ni notaba el vientecillo helado que soplaba allá por los páramos juliaqueños. Victoria abría los ojos y su adorado se los cerraba, sonriente, con un beso. Hacían solamente dos días que se había casado en la iglesia de la Virgen de Belén, en su Cusco natal, siendo casi una niña pues apenas si frisaba los quince años.
Todo empezó en los carnavales, ella acababa recién el quinto de secundaria en un colegio de monjas y no sabía aún que iba a hacer con su vida. La tía Cloti, como llamaba cariñosamente a la hermana de su madre, a quién no llegó a conocer pues había fallecido cuando venía al mundo, la reemplazó con todo el amor y la ternura de una verdadera madre. En esas celebraciones que después iba a recordar con tanta amargura, apareció Armando como salido de una historieta de cuentos, delgado, alto, gentilísimo, medio poeta y un poco músico.
Era el baile de disfraces en casa de su su prima Anatolia Estrada Gamio, tres años mayor que ella y con permiso de la tía, asistía a su primera fiesta. “Hasta cuándo Vicky no vas a ir a una fiesta, de repente encuentras tu príncipe azúl”, le decía riendo Anatolia. La jovencita tímidamente y soñadora asintió con gusto ¿Por qué no?, le dijo, después vendrían los estudios para ser maestra, como le había prometido a su tía Cloti.
Victoria estaba vestida de princesa, con un albo traje rodeado de rosas frescas y él lucía como los jóvenes del apenas acabado siglo XIX, con chistera y frac. Verse y enamorarse, fue todo uno. Desde aquella tarde de febrero, Armando no dejó de pasear un solo día por la calle de Belén esperando que Victoria saliera al balcón, casi todas las noches le ofrecía serenatas, y enviaba inspiradas cartas de amor, además de poemas, que copiaba de un libro anónimo y hacía pasar como suyos.
A la tía Clotilde no le gustaba el joven,”es muy atrevido hija, además es kayma”. “Tía, creo que es buenito”, contestaba ella, perdidamente enamorada. Poco a poco con regalos y palabras almibaradas venció la resistencia de la tía, que no dejaba de sentir una punzada en el pecho cuando el joven “hacendado” llegaba a la casa. Pero, viendo a su adorada Victoria tan feliz, le dijo sí cuando se la pidió en matrimonio. Cómo habría de maldecir después ese momento.
Los acontecimientos se sucedieron como en un ensueño, la confección del traje, la torta, los partes, el arreglo de la iglesia, las visitas de las amigas, la fiesta del matrimonio en la casa de campo de Anatolia en San Jerónimo. El día tan ansiado, una mañana de soleado mayo, cuatro meses después de haberlo conocido Victoria Meneses Gamio, se casó con Armando Mendoza Choque, dueño de la hacienda “Waman wasi”, según afirmó y que estaba ubicada en un paraje de Juliaca, Puno y se sintió la mujer más feliz del mundo.
Seguramente su “mamicha” Juanita la estaba mirando desde el cielo y la virgencita de Belén, llamada cariñosamente ”Mamacha” por sus devotos, iba a velar por ella, por ellos, se corrigió en el rezo y todos serían muy felices, junto a la mamá de Armando,”una santa mujer” como él la llamaba. La nota triste la puso la tía Cloti, que no cesaba de llorar ¿presentía tal vez algo su corazón?, “ya se acostumbrará a vivir sin ti” la consolaba su Armando, “además vendremos siempre a verla y si no mandamos un propio de la hacienda para que venga a vernos”, prometió.
El lento cabalgar del caballo cesó de pronto y el esposo le susurró “llegamos”. Victoria se despertó del todo, bajó de la acémila y lo primero que vio fue una casa grande, la casa hacienda seguramente, compuesta de dos pisos, y el gris de un paisaje desolado. Lejos se veían algunas llamas y más allá, las ovejas, al fondo, los cerros pelados y la vegetación hirsuta. Sintió frío, Armando la abrazó y se fueron caminando hasta un portón solitario, por un camino lleno de ichu. Todo allí era silencio, un pájaro chilló y Victoria se sobrecogió,”ojalá nunca te arrepientas del paso que vas a dar, hijita”, recordó las palabras de la tía.
El 4 de enero de 1906, día de lluvia y tristeza, las campanas de las iglesias cusqueñas doblaban a muerto y un cortejo fúnebre se detuvo en el cementerio de La Almudena, llevaban a enterrar a una joven desposada, apenas un año y medio antes había partido, y regresaba ahora, muerta. El triste cortejo estaba compuesto por sus amigas y las buenas religiosas que fueron sus maestras, el padre, recién llegado de Europa con la esposa, la tía Clotilde, la prima Anatolia y otros parientes. La fallecida no era otra que Victoria. ¿Qué había sucedido durante ese tiempo”.
“Su vida con el esposo y la suegra fue de un verdadero infierno”-me cuenta mi amiga Olga- ni siquiera la hacienda era de ellos. Su madre, doña Hilaria Choque a quién apodaban la “paya charqui” y él, eran arrendatarios de “Waman wasi”, perteneciente a la familia Aramayo. La señora, que un tiempo fue profesora en el pueblo de Azángaro, tenía un carácter insoportable. Terca, cruel y mandona, no trataba bien a nadie y la única compañía era la de su hijo a quién adoraba de manera exagerada. Cuando llegó Victoria, la odió desde el primer momento, pues la veía como una rival, no aceptó sus regalitos, los tiró al suelo y pisoteó, maldiciéndola. Esa misma noche, la obligó a dormir sola, sobre un pellejo junto al fogón, mientras se llevó a su adorado hijo, mudo e indiferente, al dormitorio. A la mañana siguiente, muy de madrugada, la obligó a buscar agua hasta el río, preparar los alimentos y llevarle el desayuno a la cama. Armando no aparecía por ninguna parte, cuando al fin lo hizo le dijo que no se preocupara, que todo iba a cambiar.
Más nada cambió, y las cosas empeoraron, pues la madre le quitó los zapatos, obligándola a caminar descalza, cortó su bellísima cabellera negra. Victoria debía lavar la ropa con el agua helada de la puna, matar los cuyes, pelarlos y prepararlos, todos los domingos para el almuerzo de sus “amos”, mientras debía contentarse con comer chuño o mote. Cuando la señora Hilaria se enteró que esperaba un hijo, la golpeó hasta hacerle perder el sentido. Una noche don Eustaquio el capataz de la hacienda, quién la viera llegar a la hacienda, la encontró tirada cerca de la acequia era noche de luna y pudo reconocerla pese al terrible cambio que se había operado en ella, le faltaba un incisivo, el otro estaba partido, las manos maltratadas, y en la mejilla tenía un corte muy notorio, además de verse más flaca que un huiro.
Apenas despertó, Victoria le suplicó sacarla de ahí, faltaba poco para que naciera su hijo y sabía que se lo iban a matar, su estado de salud era lamentabilísimo. Don Eustaquio preguntó por Armando, “está durmiendo…en la misma cama que su madre”, el buen hombre no sabía qué hacer, María Luz, en esos tiempos las carreteras eran infames, no había teléfonos, así que como pudo buscó un caballo, arregló una silla y teniéndola abrazada todo el tiempo, pues se caía la pobre niña, pudo llegar a un poblado, donde felizmente un cura los cobijó.
Cuando por fin llegaron al Cusco, ya era tarde, por el camino la jovencita murió, llamando a su tía Cloty, quién casi muere de la pena por la pérdida y porque le tocó la triste suerte de vestir el cadáver, un verdadero Cristo yacente, por las innumerables cicatrices que mostraba. Nunca más se supo nada de la “paya charqui”, quién junto a su hijo huyó, unos dicen a Bolivia y otros a la selva donde habitaban unos parientes.
Solamente quedó de aquella casa maldita el reflejo de la luna, como mudo testigo del martirologio de Victoria Meneses Gamio. Nadie quiere aventurarse por aquellos parajes desde entonces, pues se cuenta que cuando la luna brilla en todo su esplendor a media noche, de aquella casa parten ruidos como golpeando el suelo o moliendo interminablemente en el viejísimo batán, además de gritos y el llanto de una joven mezclados con la risa histérica de una vieja y los gritos de un hombre. También se dice, que en el aniversario de la llegada de Victoria a la hacienda, se pasea por los restos del jardín hirsuto, la figura de una muchacha de largos cabellos negros que termina perdiéndose en el páramo de la puna.