Llegan los viajeros.
Allí está el hombre que buscaban.
Una agitación leve zumba en los pechos de los recién llegados. En sus miradas, tremola una ansiedad incontenible.
Hay mucho para atender: la curva azulada del cielo, los blancos cabellos de las nubes, que se descuelgan sobre la frente de la altura, los pájaros y su música serena y discontinua. Y los árboles. Y las plantas que exhalan aromas de húmedo frescor.
Hay mucho para atender.
Pero una cuerda ansiosa empuja el carro del tiempo, para que las ruedas de los segundos avancen hacia el futuro con más rapidez.
Todos quieren que Buda hable ya.
Y Buda contempla, caviloso, las cercanas ramas de un árbol.
Un remolino de ansiedad quiebra la espera. Ya imposible. Y alguien pregunta:
¿Cómo llegar a Dios?
Buda escucha. No contesta. Se aviva la luz de sus ojos. En sus manos brilla el aire tibio de la mañana. Sus dedos acarician una flor.
El discípulo repite la pregunta.
Buda dice: esta es la respuesta.
Y muestra la flor.