John Loudon
La idea de asemejarse a un niño cuando se es ya adulto constituye una paradoja que muchos ensayistas han intentado resolver: ¿Cómo se puede llevar a término esta tarea sutil?, se pregunta John Laoudon. Pero su ensayo es mucho más que un intento de responder a dicha pregunta: presenta el contexto filosófico, espiritual y religioso de esta búsqueda, subrayando el hecho de que el proceso del desarrollo nos ocupa hasta el final de nuestras vidas. En cierto sentido”, comenta, “hacerse niño –alcanzar niveles, destrezas, orientaciones y todo aquello a lo que estamos llamados- es una tarea cuya consumación tal vez requiera toda la vida.”
Este pasaje se publicó originalmente en un número especial de la revista Parábola (Vol. IV, núm.3) dedicado al niño. Loudon es escritor y redactor y reside en el norte de California.
Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños
no entraréis en el Reino de los Cielos.
Mateo 18:14
Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño
Y razonaba como niño. Al hacerme hombre, dejé todas las cosas de niño.
1 Corintios 13:11
Las tradiciones religiosas, y en especial la cristiana, parece trasmitir una serie de mensajes contradictorios acerca de la infancia como un estado ideal. Por una parte, los evangelios afirman que si no cambiamos la orientación de nuestra vida (metanoia) y nos hacemos como niños, no entraremos en el Reino de los Cielos. En el más místico de los evangelios, Jesús dice, por boca de San Juan: “Quien no nazca de lo alto no podrá ver el Reino de Dios” (Juan 3:3). Por otra parte, Jesús rechaza repetidamente la rutinaria pasividad de la religiosidad pueril y Pablo nos exhorta a renunciar, como hizo él, a las cosas de la infancia. De manera más significativa, todos los evangelios son, historias cuyo punto álgido se concreta en la pasión, muerte y resurrección de Jesús, y en todos ellos se declara que sólo perdiendo la vida la encontraremos. ¿En qué consiste este estado ideal que se aparece a la infancia y que, sin embargo, advierte únicamente con la madurez, la muerte y el nacimiento a una nueva vida?
Es obvio que nos hallamos ante dos puntos de vista diferentes respecto a la infancia. Se trata de una paradoja similar, en mi opinión, a los aparentes conflictos que tanto abundan en las tradiciones vivas y que estimulan nuestra comprensión invitándonos a investigar más profundamente.
Una posible vía de resolución –que la mayoría de exégetas y teólogos tienden a seguir- consiste en estudiar concienzudamente los pasajes de apariencia contradictorias (examinando su lenguaje, contexto, función, fecha, etcétera) hasta dar con una interpretación sintética. No cabe duda de que ya se han llevado a cabo varios estudios de este tipo. Pero yo me resisto a eliminar el aguijón de la paradoja demasiado expeditamente. Existe aquí un desafío que merece la pena aceptar; un desafío auténtico y, de algún modo, central a lo que el Nuevo Testamento quiere expresar.
Sugiero, por tanto, un camino quizá más provechoso o, por lo menos, innovador, para tratar de acceder a la verdad contenida en el núcleo mismo de la paradoja: investigar el aparente ideal de la infancia a la luz de ciertas formas tradicionales y contemporáneas de entender las etapas de la vida. ¿Cómo se relaciona la exigencia de convertirse en niño con las fases tradicionales del crecimiento y con la floreciente investigación acerca de las distintas dimensiones y períodos discernibles del desarrollo humano? ¿Es el mandato bíblico anómalo, o una máxima en clave que refleja los primeros debates cristianos? ¿O contiene acaso una intuición más o menos accesible sobre el crecimiento y potencial humanos, sobre las leyes que rigen nuestro devenir y nuestra perfección?
Las distinciones más universales de las etapas de la vida que se observan en las religiones y sociedades tradicionales son, seguramente, las que se concretan en los ritos de paso. Según la explícita afirmación de cierta mujer apache:
Subdividimos la vida de una mujer en varias partes: niñez, juventud, madurez y vejez. Las canciones sirven para hacerla transitar de una a otra. Las primeras canciones describen el hogar sagrado y la ceremonia. Más tarde vienen las canciones que tratan de las flores y de las cosas que crecen. Éstas representan la juventud; y a medida que las canciones describen las diferentes estaciones, la joven va creciendo hasta llegar a la vejez.
Hay ritos para el embarazo, el nacimiento, la infancia, el ingreso en la edad adulta, el noviazgo, el matrimonio, la iniciación al sacerdocio y la muerte como tránsito final. Lo que resulta particularmente significativo acerca de las faces identificadas en estos ritos es su relación con la noción de crecimiento, de desarrollo; son acumulativas y cada transición añade una nueva dimensión o nivel a la vida del individuo. De este modo, por ejemplo, las iniciaciones a la madurez implican, por lo común, la adquisición de un conocimiento especial, un desengaño simultáneo respecto a las creencias pueriles y una nueva responsabilidad. Algunas tradiciones diferencian las distintas etapas de la vida asociándolas a ideales religiosos específicos, cada uno con sus atracciones, riesgos y obligaciones. En el hinduismo, por ejemplo, el camino hacia el conocimiento se subdivide en cuatro etapas (ashramas): la del estudiante, la del cabeza de familia (familia, profesión), la del morador del bosque (ermitaño, asceta) y la del peregrino (santo, sannyasin). Si bien en cada etapa se alcanza una perfección relativa, la doctrina enseña que el desarrollo pleno, la consecución absoluta de moksha (liberación plena de todo lo finito) sólo llega cuando el ciclo se ha completado. Y, por lo general, en las divisiones tradicionales de la existencia humana por etapas, se asevera con firmeza que la infancia es una fase a superar si lo que se persigue es el conocimiento pleno, la vida, el ser. Aun así –y con esta observación empiezo ya a esbozar en parte lo que será mi solución al dilema aquí tratado- hay aspectos de la última etapa (naturalidad, una cierta dependencia, contemplación, etcétera) que, de algún modo, recuerdan al mundo de la infancia.
La psicología del desarrollo humano es, en gran medida, una ciencia independiente originada en el siglo XX y cuyas conclusiones se basan en datos empíricos. El psicólogo suizo Jean Piaget fue pionero de esta disciplina, a la que contribuyó con una serie de estudios basados en sus minuciosas observaciones del desarrollo intelectual y moral del niño, y con ingeniosos test para determinar las fases de crecimiento. Piaget identificó cuatro etapas básicas den el desarrollo del niño hasta la edad de doce años, cada una de ellas supone una expansión de los mundos infantiles iníciales (basados en respuestas egocéntricas de tipo sensación-acción) a un mundo más amplio, expansión facilitada por el lenguaje, la socialización y el pensamiento. Erik Erikson se basó en el trabajo de Piaget (y en el de Freud) para identificar ocho etapas en la totalidad de la vida humana, cuatro desde la infancia hasta la adolescencia y, después, adolescencia, primera edad adulta, mediana edad y madurez. En cada una de ellas nos encontramos nuevas esperanzas, nuevas posibilidades y nuevas responsabilidades, y el éxito o fracaso básicos resultante de cada desafío afecta a la plenitud de nuestro desarrollo a lo largo de la vida.
De esta manera, por ejemplo, en la etapa del lactante (aproximadamente el primer año de vida) se establece una sensación fundamental de confianza o de desconfianza que persistirá hasta la muerte. Por lo tanto, la “tarea” de esta etapa evolutiva consiste en arraigar en el niño la sensación profunda de bienestar, de ser aceptado, de pertenecer, de que el universo es su hogar. Otras subsiguientes son la “consecución” de autonomía, iniciativa, diligencia, identidad, intimidad, capacidad de crear (de productividad, en un sentido amplio) y plenitud (un sentido de satisfacción ante una vida cuyas partes forman un todo armónico). El fracaso en cada una de estas “realizaciones” psicosociales produce un declive análogo de la potencialidad humana. Así, por ejemplo, si una persona de mediana edad no consuma la “autorrealización” requerida por la dinámica del desarrollo, esta persona tiende a un “estancamiento” caracterizado por una regresión hacia satisfacciones infantiles y una interrupción del desarrollo de la personalidad y de las relaciones personales.
Huelga decir que el trabajo de Piaget y Erikson es a menudo técnico y bastante complejo y ha sido incorporado a un amplio programa de investigación práctica y teórica aún en curso. Lo más significativo para nuestro propósito es saber que las etapas del desarrollo humano se pueden delimitar científicamente con bastante precisión y que dichas etapas no constituyen simplemente una secuencia automática por la que se va pasando por el mero hecho de hacerse mayor. Más bien existe una dinámica de desarrollo –energía interna y condiciones exteriores- que nos impulsa de una etapa a otra etapa y cada una de ellas comporta el cumplimiento de una serie de tareas básicas y el descubrimiento e integración de ciertas dimensiones de nuestra humanidad, requisitos necesarios, todos ellos, para el logro de la plenitud personal. En cierto sentido, pues, puede decirse que el yo es un proyecto que dura toda la vida, siempre y cuando recordemos que se trata de un proyecto que precisa de tanta pasividad como actividad (por usar los términos de Teilhard), de abandono y sujeción, de yin y de yang.
Dado que lo que nos interés es la infancia en tanto que ideal religioso, merece la pena atender a otro aspecto de la psicología del desarrollo, esto es, el análisis de las fases de la evolución moral y religiosa. A finales de los años cincuenta, Robert Havighurst y Robert Peck describieron cinco tipos de personalidad a través de los cueles la gente podía evolucionar: el amoral durante el período de lactancia; el oportunista durante la primera infancia; el conformista (que sigue una norma externa), el irracional-escrupuloso (que sigue normas internas propias) durante los últimos años de la infancia y el racional-altruista (que toma decisiones objetivas) durante la adolescencia (aunque la capacidad del adolescente de encarnar este tipo se concreta en contadas ocasiones). Según estos autores los adolecentes y los adultos podrían encontrarse en cualquiera de estas etapas, aunque muchos permanecen en la segunda. Durante las dos últimas décadas, Lawrence Kohlberg ha diseñado test para discernir seis etapas de actitudes morales relacionadas secuencialmente. En realidad Kohlberg habla de tres niveles de desarrollo moral, cada una de las cuales se subdivide en dos etapas. Estos tres niveles son (siguiendo las distinciones sugeridas por John Dewey): el preconvencional, el convencional y postconvencional. La mayoría de los niños pequeños (hasta los diez u once años) se encuentran en el primer nivel, donde se procura seguir las reglas establecidas por figuras de autoridad; en l primera etapa de este nivel( entre los seis y los siete años), las reglas se obedecen para eludir el castigo; en la segunda etapa (ocho y nueve años), el proceder correcto se identifica con la satisfacción de necesidades personales, como la aceptación, la recompensa etcétera. Los niños más mayores pueden acceder al segundo nivel; en éste, la tercer etapa –orientada hacia el niño bueno/la niña agradable-, uno se comporta de forma tal que pueda obtener la aprobación del grupo; en la cuarta etapa –orientada hacia la ley y el orden-, comportarse correctamente significa obedecer la ley, respetar la autoridad y mantener el orden social. El tercer nivel supone la autonomía y la existencia de principios, y puede alcanzarse sólo cuando uno tiene la capacidad de tomar decisiones razonadas (es decir, con el despertar del pensamiento abstracto en la adolescencia); la quinta etapa se orienta hacia el contrato social, con principios de conducta estimados en función de su contribución al bien máximo (que podría ser contrario a las convenciones predominantes relativas a la ley y el orden) y la sexta etapa exige juicios morales basados en principios morales universales(y universalizables), etapa ésta que, según Kohlberg, se alcanza raras veces. Es importante advertir que el progreso en la evolución moral depende del desarrollo psicológico e intelectual.
Desde el punto de vista religioso, Lewis Sherrill (en The Struggle of the Soul, 1951) estableció paralelismos entre el desarrollo religioso y las etapas descritas por Erikson relativas al desarrollo psicosocial. De acuerdo a Sherrill, existen coyunturas vitales críticas en las que produce un conflicto entre la regresión hacia un tipo de fe y de compromiso más primitivo y simple, por un lado, y el desafío de pasar a una fase más madura y evolucionada, por otro. Estos momentos decisivos son fundamentalmente cuatro y tienen lugar al pasar del período de lactancia a la niñez, y al ingresar en la madurez, en la mediana edad y en la vejez.
Más recientemente, James Fowler ha desarrollado una serie de test y análisis, basados en el trabajo de Kolhberg, a fin de distinguir seis etapas en el desarrollo de la fe: 1) fe infantil/indiferencia –basada en los sentimientos y en la magia 2)fe mítica/literal –dependiente de las aplicaciones religiosas ofrecidas por figuras de autoridad 3) fe sintética/convencional –cuando se comparten los significados y valores vigentes en el hogar, la escuela, la iglesia o los compañeros 4) fe individual/reflexiva –cuando uno mismo, por sí solo, define el o los significados de la vida 5) fe polar/dialéctica –que consiste en una reapropiación de la propia tradición personal y 6) fe completamente integrada -que es una actitud a la vez personal y universal-. Para Fowler, como para otros teóricos del desarrollo, es posible que una persona se detenga en cualquier etapa, o que regrese a alguna de las anteriores. Por consiguiente, alcanzar una fe madura no es tanto una cuestión de encontrar algo apropiado en lo que creer, como lo que John Dunne denomina una “aventura espiritual”, una odisea de descubrimiento cuyo trayecto discurre por escalas distintas a las que nos ofrece la fe convencional. El desarrollo –psicológico, moral, religioso, e incluso fisiológico- supone compromisos continuos, avances decisivos hacia nuevos niveles y, en este sentido, “las conversiones”, las metanoias propias de cada etapa, no son más frágiles realizaciones.
Es hora de volver a nuestra pregunta inicial. ¿En qué sentido se nos exhorta a hacernos como niños y, sin embargo, a renunciar a las cosas de la infancia? Teniendo en cuenta nuestra breve reseña de las ideas tradicionales y modernas acerca del desarrollo humano, se diría que la infancia misma implica varias etapas y que éstas forman la base para etapas subsiguientes que se suceden hasta la muerte. La infancia es un período de la vida en el que se deben cumplir ciertos fines básicos al objeto de facilitar la plenitud del desarrollo humano. Parece evidente, además, que los conflictos del crecimiento durante este período continúan a lo largo de la vida; en cierto sentido, pues, hacerse niño –alcanzar niveles, destrezas, orientaciones y todo aquello a lo que estamos llamados –es una tarea cuya consumación tal vez requiera toda la vida. Sin embargo, creo que hay una manera más enriquecedora de comprender la paradoja que nos concierne. Como sugiere el comentario de la mujer apache citado anteriormente, las diferentes etapas a las que acabamos de aludir pueden reducirse a las cuatro más comunes, es decir, infancia, adolescencia, etapa adulta y madurez. En este esquema, tal como ocurre en los análisis más elaborados, cada fase presenta dos caras, una de promesa y otra de peligro, una de esperanza y otra de desesperación. La infancia, tanto desde una perspectiva general como desde una perspectiva psicológica, se percibe como un ideal; en esencia, lo que nos resulta atractivo es el potencial puro y, por lo tanto, incorrupto, del niño. Exento de responsabilidades molestas y de exigencias comprometedoras, el niño da la impresión de vivir en y desde la plenitud, la simplicidad, la espontaneidad y la integridad, atributos a los que aspira el adulto y que, sin embargo, por grande que sea su esfuerzo, no parece poder alcanzar (o recuperar). El niño tiene el don de simplemente ser, como una flor o un animal, sin necesidad de hacer nada, transformándose en cualquier cosa a fin de ser plenamente lo que es. Este tipo de idealización de la infancia ha prevalecido sobre todo en Occidente, especialmente a partir del Renacimiento y el Romanticismo. El niño representa la inocencia, el asombro, la capacidad receptiva, la frescura, la espontaneidad, la falta de ambiciones y de objetivos mezquinos. En ocasiones se diría que el niño tiene la singular aptitud de vivir conforme al ideal hindú consistente en “actuar sin perseguir los frutos de la acción”, de seguir el camino del wu-wei (no-acción), de vivir el Tao.
No obstante, las apariencias engañan y, hasta cierto punto, en nuestras idealización de la infancia proyectamos nuestras esperanzas y nuestros temores de adulto. Porque la infancia, de acuerdo con Piaget y a otros autores, es un período de desarrollo intenso y vital –un período en el que no sólo se es, sino que se deviene y se actúa- y, en la medida en que sus cometidos permanecen inconclusos, la vida del niño se vuelve más más problemática. El niño habita el mundo de lo inmediato (donde lo real e importante es lo que se prueba, se toca, se ve, etcétera), depende de los valores y los significados de otras personas, es egocéntrico por constitución, y vive en mundos de fantasía y magia escasamente relacionados con lo que ocurre en la realidad. Por ello, la religiosidad infantil -como observó Gordon Allport- es muy dependiente y se asienta en creencias mágicas y en una fantasía descontrolada. Si el individuo no supera esta etapa de su desarrollo religioso y sigue todavía en ella cuando adulto (cosa que ocurre a menudo), otros aspectos de su desarrollo se ven afectados y sufren un retraso. Además, esta persistencia de la religiosidad infantil en la edad adulta es uno de los factores que contribuyen a desprestigiar la religión, el mito, la contemplación, etcétera.
En la última fase de la infancia, el niño incorpora los valores y significados convencionales de la sociedad. Y si bien es necesario para la autoestima, la sensación básica de orientación y el orden social, lo cierto es que el desarrollo de muchos de nosotros puede quedar detenido en esta fase y nuestras vidas serán entonces “heterónomas” (según la terminología de Paul Tillich), puesto que será algo ajeno a nosotros lo que determine nuestras prioridades y nuestros juicios acerca de lo que tiene sentido o valor.
El ingreso en la adolescencia resulta al mismo tiempo liberador e desalentador. Con esta etapa llegan las dudas, las distinciones, el cuestionamiento, las complicaciones, las ansiedades (en relación al sexo y a las muerte), la responsabilidad del aprendizaje y el trabajo, las rebeliones y reconciliaciones, el sufrimiento; y todo ello nos inicia en el camino hacia la autonomía y la autodeterminación. Se trata de un período fundamental de cara a la elección de valores y significados personales y al descubrimiento de la propia identidad. Pero los peligros abundan y las poderosas corrientes que empiezan a fluir y refluir amenazan con arrastrarnos. En muchas áreas de nuestra vida tendemos a seguir siendo adolescentes; nuestro cuestionamiento puede degenerar en un tipo de nihilismo funcional, nuestros desafíos a la autoridad en rebeliones sin causa y nuestro auto-descubrimiento en un viaje egocéntrico. Resulta fácil rendirse ante el trabajo del desarrollo, eludir nuestras “noches oscuras” o quedar presos en ellas y, una y otra vez –cuando las crisis se presentan- buscar refugio en el hedonismo, en el egocentrismo o en la regresión a la infancia.
Pero si nos entregamos al proceso de crecimiento, si emprendemos la búsqueda de la plenitud y aceptamos el desafío del conocimiento como exploración (más que anhelar la certidumbre), nos ubicamos en una vía que no conduce a una infancia nostálgicamente idealizada, sino que se dirige hacia delante, hacia una plenitud y una integración auténticas. Si no acometemos está búsqueda seguiremos siendo niños; sin comprometernos realmente con el crecimiento, como hijos pródigos que nunca vuelven a casa. Y de este modo se presentan los desafíos de la edad adulta, por los cuales los impulsos y necesidades juveniles se satisfagan en el logro de la intimidad, la identidad personal y la creatividad. Esto no significa que simplemente crecemos y nos convertimos en personas que aman, que tienen convicciones, que se valoran por lo que son, que contribuyen al depósito universal de significado, belleza, valor o vida; se trata más bien de que, a medida que nos enfrentamos a las “tareas” de la edad adulta, nos “hacemos” a nosotros mismos. Cuanto más nos apartamos de las exigencias, los sacrificios y los esfuerzos, menos somos nosotros mismos y más nos reducimos, convirtiéndonos en “hombres huecos”, en símbolos vacíos. Como dijo Tillich: vivir es cosa de atreverse.
Sin embargo, es también posible ensimismarse en las labores cotidianas y reducir la vida al mero cumplimiento de una serie de obligaciones convencionales, es decir, soportar la lucha sin transformarse a sí mismo. Podríamos pensar que lo que realmente cuenta son los frutos tangibles de nuestras acciones, y valorar así nuestra vida en función de resultados externos (mientras que, en última instancia, lo que verdaderamente importa es en qué clase de persona uno se convierte en el curso de todas las actividades). Esta actitud constituye, a fin de cuentas, un tipo de regresión a los principios de dolor y de placer y a la conducta convencional de la infancia. Se diría que, en la fase intermedia de la vida, uno necesita de alguna manera mantener los ideales potenciales de la infancia y los impulsos de la adolescencia.
La madurez consiste, pues, en consumar una síntesis; no se trata únicamente de una etapa cronológica de la vida. Como síntesis, representa una especie de segunda infancia –una plenitud, una cierta perfección y culminación, una alegría de ser-, pero una infancia “consumada”, en la cual los ideales iníciales, e incluso los sueños, han sido integrados en el acto real de vivir. Uno se siente lleno de asombro sin ser ingenuo, reverente sin ser cándido, humilde sin ser sumiso. La madurez implica una concentración, una integridad, una sabiduría y una compasión que llegan sólo si se recorre el camino completo, el via crusis de las crisis (Erikson) en el itinerario de la vida. Entonces, uno se encuentra con la objetividad y el conocimiento real, uno se maravilla ante los auténticos misterios y confía en la auténtica bondad del ser.
Las grandes tradiciones espirituales y filosóficas conocen perfectamente esta última etapa de plenitud, es la de los ancianos de la tribu: el staretz ruso que culmina una larga vida de desarrollo interior cuando se convierte en guía espiritual; el verdadero maestro y el gúru; el pensador genuino que conoce su campo de estudio no sólo por sus datos sino también en su esencia; el creyente maduro que ha vivido el consuelo y resistido las noches oscuras hasta desembocar en una fe atemperada; el crítico que se muestra sensible a la literatura y reacciona con instruido deleite, con “ imaginación educada” (Northrop Frye); el buscador que encontró su camino con corazón y aprendió a concentrar su voluntad. Y resulta que las virtudes del niño en que uno aspira a convertirse son –creo que ésta es la respuesta de Jesús a nuestra pregunta- las de las bienaventuranzas del sermón de la montaña: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mateo 5:3).
Cuando se estudian los escritos de los místicos y de los guías espirituales, y las vidas de quienes alcanzaron la auténtica madurez, se constata la presencia de un objetivo común: la plenitud, que abarca la totalidad del potencial humano y que es, al mismo tiempo, natural, sabia , alegre e incluso lúdica. Uno puede pensar en Gandhi, en Merton, en Einstein, en Juan XXIII, o en alguien más próximo a nosotros por capacidad y circunstancias, como Dag Hammarskjold, en cuyo libro autobiográfico, Markings, se pone de manifiesto una admirable sensibilidad ante los rigores y satisfacciones del pleno desarrollo humano. Dag Hammarskjold sabía que “El viaje más largo/ es el viaje hacia el interior”, y describió un aspecto de la etapa final del viaje del siguiente modo:
Hay un punto a partir del cual todo se vuelve sencillo y ya no es cuestión de elegir, porque todo lo que invertiste se perderá si miras hacia atrás. Madurez; entre otras cosas, la serena felicidad del niño que juega y da por descontado que está de acuerdo con sus compañero de juego.
Y la consecución de la madurez no debería tomarse como fin de trayecto. Se trata más bien de un nuevo principio, en cierto sentido el principio, que se origina en el momento en que inicamos la búsqueda y nos decidimos a vivirla. Como lo expresa John Dunne en The Reasons of the Heart: “Emprender la aventura espiritual es…`volver a nacer´, `ser engendrado por el Espíritu´”. Y en el mismo libro:
El individuo surge a una vida…en el que la profunda soledad…que normalmente ni el amor, ni el trabajo, ni la vida comunitaria pueden paliar, se vuelve tan intensa que empieza a socavar las relaciones humanas normales haciéndolas parecer insatisfactorias; cuando ya no parece posible hallar satisfacción ni plenitud en el amor, el trabajo o en la vida comunitaria. Cuando esto ocurre, la vida espiritual…puede comenzar.
“Las personas mayores deberían ser exploradoras”, nos dice T.S. Elliot, y todas las etapas de la vida son también jornadas decisivas en el camino a la vocación definitiva; un viaje a lo desconocido análogo al aventurado ingreso del recién nacido en la vida.
Titulo original: RECLAIMING THE INNER CHILD, 1990 Jeremiah Abrams, de la primera edición española 1993 Editorial Kairós, S.A. RECUPERAR EL NIÑO INTERIOR, Biblioteca de la Nueva Conciencia. Pág. 307-320