Existe una natural y lógica relación entre imagen y símbolo. Cuando se trata de símbolos cuyo marco de expresión es el espacio, como por ejemplo los geométricos, arquitectónicos e iconográficos, su vinculación con la imagen es obvia. Y cuando se desarrollan en el tiempo, como la música ritual y sagrada, la poesía y los relatos orales de los mitos, éstos generan, simultáneamente a su audición, imágenes y visiones simbólicas. Y ello es así porque, como decía ya Aristóteles, el hombre conoce por medio de imágenes, es decir que su naturaleza anímica e intelectual está especialmente capacitada para comprender a través de las representaciones simbólicas. Asimismo el lenguaje sintético y universal de las imágenes simbólicas libera a la psiquis de la dualidad de toda dialéctica existencial, donde lo puramente mental y cerebral prima sobre la verdadera intuición intelectual que reside en el corazón, lo que equivale a una purificación regeneradora cuyo fin es devolvernos la pureza mental y la inocencia virginal de los orígenes; una transmutación de la conciencia tal que armonice perfectamente con el ser del mundo y de las cosas.
El hombre tradicional ve también en el universo, y en todo lo que le rodea, una exteriorización de sí mismo, una imagen del mundo que habita en su interior. Esto se debe a que ambos, cosmos y hombre, están hechos de igual substancia vivificada por el mismo Espíritu. Esta certeza conduce a una identificación con las fuerzas invisibles y las energías numinosas que animan la materia, a la que imprimen una forma o estructura inteligible, que devendrá el símbolo o el signo de esas potencias creadoras. De ahí el error moderno de considerar el mundo como algo chato y homogéneo, cuando en verdad encierra dentro de sí una variedad inagotable de posibilidades de ser que constantemente manifiestan la realidad de los atributos divinos. De manera velada o evidente, todo conserva la huella de lo sagrado, pues como dice el Zohar: "el mundo subsiste por el misterio".
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