El concepto de vacío podría considerarse como un escalafón completo de niveles de significado, desde el más banal hasta el más trascendente, y en el que cada uno de extremos viene a ser como el opuesto aparente del otro. Entre sus acepciones más cotidianas, señala el diccionario: Falto de contenido. Vano, sin fruto. Hueco, falto de solidez. Fatuo, presuntuoso. Falta de una persona o cosa que se echa de menos, etc. En las ciencias físicas, el vacío alude a la ausencia de materia, y aún de aire mismo, lo que constituye un significado similar al del lenguaje común, esto es, a la ausencia de materia, a la oquedad, a lo que puede ser llenado o rodeado con materia, pero que en sí mismo no es más que ausencia, carencia, nada.
Las ciencias humanistas, y en particular la psicología, aplican el término vacío en dos formas generales que vienen a ser extensión de su sentido físico: por una parte, como se señala más arriba, para describir caracterológicamente al tipo humano fatuo, al que vive en la apariencia de sí mismo, al que construye meras fachadas de personalidad sin cultivar su contenido, sin arraigarse en las cualidades reales de su ser, que como tales permanecen inactivas y sin desarrollar. Por otra parte, se emplea para designar la carencia afectiva de lo ausente o perdido, de lo nunca tenido, de lo soñado y acaso nunca conocido, de aquello que podría constituir el sentido, el propósito o la dirección de una vida (por ejemplo, en el llamado síndrome del nido vacío, o en el sentimiento de vacío existencial). Designa ese algo que tan a menudo parece faltar para sentirse pleno con la propia vida, y que puede ser un ideal, una persona, un lugar, hasta pequeñas cosas como un libro, un lugar añorado o la nostalgia de un recuerdo infantil.
La pérdida repentina de una persona amada puede dejar una inmensa sensación de vacío cuando la vida era llenada por esa presencia, y ese vacío del otro, esa ausencia, se hace extensiva a todo lo que rodeara la relación: los lugares compartidos, los objetos que utilizaba, las fechas que conmemoraba, las ideas que expresara, los colores que prefería, la música de su elección, etc. No se reduce a la ausencia del otro, sino a la del otro más todo su mundo, todas sus interacciones con las personas, los objetos, consigo mismo y sus recuerdos, y a las experiencias en común. En este ámbito entonces, el vacío perceptual es infinitamente mayor que la simple falta de un cuerpo físico presente. El otro sigue ahí en todo, y sin embargo, no está. Es una presencia dolorosamente ausente. A dónde huir? dice Marguerite Yourcenar en Fuegos- Tú llenas el mundo. No puedo huir más que en ti. Este vacío no sólo se experimenta como físico, es un vacío simbólico de límites inmensos y omniabarcantes.
En todos estos casos el vacío viene a ser la carencia, el espacio por llenar, lo que falta para que un cuerpo o un ser pueda considerarse o sentirse completo. Así pues, puede designar tanto a una carencia física, material, como a una emotiva, anímica, o espiritual, y es palpable que la carencia vivida como falta de sentido, de propósito, de experimentar el significado de la propia vida, es casi una pandemia en nuestras sobre pobladas ciudades modernas. Los sentimientos de vacío pueden ser agudos, frente a una pérdida (un duelo, el nido vacío, el cese en las funciones laborales), o sin causa determinable. O crónicos, que pueden tener causa conocida pero fijarse en un tiempo prolongado, o bien no tener origen detectable por quien los experimenta, y que se perciben como la falta de algo vago e impreciso, como un anhelo difuso que permea de tristeza o ansiedad la existencia sin que se pueda establecer con claridad el objetivo deseado o la forma de conseguirlo. O bien éste parece completamente inalcanzable por su aparente distancia o por la sensación de la propia falta de herramientas para lograrlo.
Como contrapunto semántico a los sentidos tanto físicos como anímicos del vacío, encontramos la proposición taoísta que parece elevar al vacío a un nivel esencial, como la sustancia de la cosa misma y lo que en definitiva determina su sentido o propósito.
Treinta rayos convergen en el cubo de una rueda,
pero es de su vacío que depende la utilidad del carro.
Modelando la arcilla se hacen vasijas,
pero es de su vacío que depende la utilidad de la vasija.
Se horadan puertas y ventanas para hacer una habitación,
pero es de su vacío que depende la utilidad de la habitación.
En consecuencia,
así como nos beneficiamos con lo que es,
debemos reconocer la utilidad de lo que no es.
(Tao Te King, XI. Lao Tsé.- s. III a.C).
Se puede notar aquí la casi inversión del significado, por cuanto el vacío no es ya la carencia, lo que falta para ser completo, sino lo que otorga el propósito, en este caso, de los objetos señalados. Se podría hacer extensiva esta versión del concepto más allá de los objetos materiales o utilitarios? Por ejemplo, al vacío existencial, o al vacío de algo o alguien en particular? Lo intentaremos dilucidar un poco más adelante.
Antes, destacar que el vacío taoísta sigue siendo lo que no está, la oquedad, el espacio en un sentido físico, pero que constituye sin embargo un espacio dinámico y lleno de propósito, casi se podría decir, de posibilidades de creación, de sentido. No es igual el vacío dentro de la vasija que aquel que la rodea. El vacío interior no es la nada, sino lo que otorga la cualidad al objeto. Es muy interesante el énfasis oriental en el sustrato espacial aparentemente vacío que es el que le otorga sentido a lo que es más rápidamente evidente, especialmente a nuestros ojos occidentales, esto es, la materia visible que conforma el objeto.
Esta visión de lo manifiesto en constante juego con lo inmanifiesto, en el que no es más importante la cosa que el espacio del que surge o que lo rodea, es una constante en el taoísmo, en gran parte del arte oriental tradicional y, si nos extendemos un poco más, en casi toda la música. Las notas musicales son las sonoridades que parecen surgir de un espacio vacío, detenerse, volver a él, dispersarse o concentrarse en él, y no tienen sentido sin el espacio en el que se manifiestan y con el que se alternan. El silencio, en la música, viene a ser como el espacio que le da el sentido, el carácter, a la música misma. Las notas vienen a ser como la voz del vacío. Y del mismo modo las pinceladas en la pintura oriental tradicional, nunca ocupando todo el espacio, de modo de darle semejante protagonismo a lo manifiesto tanto como al espacio en blanco del que surgen, como en un equilibrio dinámico entre lo que es y lo que no es. A veces pareciera que otras formas quieren aparecer en alguna parte sobre el papel de arroz, y en otras, parece que ciertas formas quisieran sumirse en el vacío para desaparecer.
En el budismo, el vacío o vacuidad viene a ser la misteriosa vivencia central motivo de búsqueda de todas las prácticas. Aunque no todos los autores parecen coincidir en los detalles, sí parece haber consenso en considerar a la Vacuidad como la realidad última de la que surge todo lo manifiesto, vacuidad inmutable pero de la que el practicante perseverante puede ir obteniendo experiencias de diverso grado. A través de la meditación el discípulo comienza con el entrenamiento de vaciar su propia mente individual de contenidos, a fin de ser capaz de reflejar la vacuidad mayor, y, si avanza en su práctica, llegar a tener experiencias de gradual participación con la vacuidad absoluta, muchas veces considerada como sinónimo de Nirvana. Se indica que, cuando es alcanzada, desaparece toda dualidad sujeto/objeto, experimentándose como una identidad de la forma y la vacuidad.
Aunque esta sea una experiencia no transmisible y que sólo pueda ser alcanzada por la consciencia, la vivencia de aquellos que la han experimentado parece coincidir entre sí. La vacuidad no como vacío, como nada, sino como sustrato de lo que lo vacío y la forma surgen, en el que lo manifiesto y lo inmanifiesto desaparecen como dualidad. La forma es vacuidad y la vacuidad, forma, dice el Sutra del Corazón. Se alcanza así un sentido de lo vacío como lo absoluto, el sustrato del que el todo surge o es potencialmente creable, la fuente original del que emergen el ser y el no ser, el vacío y la forma.
Estos conceptos, más allá de la lógica racionalista, enriquecen particularmente la visión occidental de tendencia sesgada que privilegia la forma, lo manifiesto, lo desplegado, por sobre el sustrato creador, el vacío, el absoluto sin atributos que genera la totalidad de la manifestación, incluyendo el vacío material. Para el budismo toda forma es un fenómeno transitorio sin existencia independiente pues, al surgir de la vacuidad es, en esencia, la vacuidad misma. En esta visión, finalmente no hay distinción entre realidad y apariencia, entre lo que crea y lo creado, entre lo uno y lo múltiple, excepto en la consciencia del que contempla, que es la que genera la distinción o dualidad, de acuerdo a su nivel de realización. Una vez más, y a diferencia de la acepción materialista, el vacío viene a ser lo opuesto de la nada.
Por contraste, para una gran mayoría del mundo occidental, el vacío, asimilable, como se dijo, a la carencia, a la falta, a lo que necesitaría para (ser feliz, sentirse completo, tener paz, éxito, etc.), es casi sinónimo de dolor y sufrimiento. Probablemente de ahí nuestro énfasis en la forma, en lo tangible, en lo manifestado, al estar tan fuertemente arraigado el que la carencia es sufrimiento, en que el vacío produce dolor. Nos cuesta mucho más percibir la unidad esencial detrás de las apariencias, y buscamos huir del dolor como de la plaga y la muerte, aferrándonos a la forma, a lo que llena el vacío, a lo que ocupa el espacio, e ignorando la plenipotencialidad del espacio mismo, ya sea físico, anímico o espiritual.
Como ejemplo, la pintura occidental clásica no deja lugar al vacío, llena la tela hasta los bordes, la enmarca bien, se asegura de que no quede ningún espacio, ningún dolor, ningún sufrimiento, que la ilusión de lo representado sea total, que quedemos inmersos hipnóticamente en la escena y nos olvidemos del sufrimiento. Una hermosa escena bucólica o palaciega de un Watteau, por ejemplo, no deja ningún espacio a la realidad, nos sumerge en su belleza compacta que niega toda otra posibilidad. Por ese mismo proceso nos ayuda también a ignorar la realidad que es forma y vacío, en su danza de surgimiento y disolución cíclica y constante. Queremos siempre olvidar el dolor y la muerte, tratamos de anestesiarnos a través de llenar los sentidos de forma para olvidar el vacío, para no experimentarlo, para alejar la muerte y la ausencia; los llenamos así de sustitutos. Parece sólo un punto de vista estético, pero que configura nuestra visión de mundo y nuestras ansiedades en una magnitud cuantiosa.
Es difícil estar sereno y en paz cuando la propia visión ignora al menos la mitad de la realidad, que puede ser mucho más de la mitad según la perspectiva desde la que se contemple. Algunas filosofías podrían considerar que la gran mayoría de nosotros intenta ignorar la realidad completa, al aferrarnos sólo a fenómenos transitorios, de la vacuidad absoluta. Hasta los físicos podrían coincidir en lo mismo: cuánta materia hay realmente en un simple átomo? En un sistema solar?
Volvamos entonces a Lao Tsé, y a su declaración de que la esencia de las cosas está en el vacío que contienen. Está pendiente el asunto de si se podría extrapolar esta afirmación a algo más que los objetos. Vamos a arriesgar una hipótesis con pretensiones unificadoras de los diferentes aspectos del vacío hasta aquí considerados. No se trata de una hipótesis científica, sino de una interpretación simbólica, y por tanto, irracional, y acaso translógica.
Uno de los más socorridos símbolos del vacío es el espacio, tanto en su versión visible, representada en el cielo a nuestro alrededor, como en su versión invisible, el espacio metafísico. El cielo como espacio no es un vacío absoluto, pero se nos representa como el vacío en el que lo manifiesto, lo visible, se muestra suspendido ante nuestros ojos como objetos, astros, planetas, nubes, constituyendo su trasfondo. En la representación jeroglífica egipcia, el vacío es el lugar que se produce por la pérdida de la sustancia necesaria para formar el cielo, y de tal manera se asemeja también al espacio. En nuestra tradición judeo-cristiana el cielo es el espacio simbólico en el que podemos ser plenos, eventualmente unos con el Uno, por tanto sin vacío, sin no ser, sin ausencia ni dolor, sin principio ni fin. Curiosa dicotomía, al ser el vacío sinónimo de dolor y carencia en la vida concreta, y análogo a la plenitud en la vida ultraterrena.
La propuesta es que si logramos ser capaces de convivir con el vacío en la vida concreta, con la carencia, con la ausencia, si aceptamos que la existencia del vacío es cuando menos la mitad de la realidad, si no la negamos ni intentamos huir de ella, podremos aquilatar el germen de plenitud que es capaz de aportarnos. A menudo pensamos que el vacío es un espacio que debe ser llenado, que si fuera llenado con aquello de lo que creo carecer, las penurias acabarían. Pero qué hay de la fuerza impulsora del vacío por sí mismo, en su relación con lo manifiesto? De su capacidad de movilizarnos, de impulsarnos a ir más allá de nuestra mitad aparentemente llena (lo que ya creemos tener)?
Si la realidad se compone de forma y vacuidad, la forma viene a ser como la representación de lo estático, lo ya creado, constituyéndose en una suerte de polo pasivo. La dinámica, la interacción con lo circundante, el movimiento, la vida, surge de la atracción de lo vacío sobre lo lleno, del espacio sobre la forma, siendo el vacío, en tal caso, el polo activo de la manifestación.
Todo parece sugerir que está en los engramas del ser humano la no-completitud, la búsqueda, la necesidad, la carencia, características agudamente acentuadas en los occidentales, tan movilizados por la competitividad y la ambición, y mucho menos expresadas en un verdadero taoísta, por ejemplo.
Así como el taoísta tiene permanentemente ante sus ojos lo pleno y lo vacío, si no prioriza ni rinde culto a ninguno de los dos, la tendencia predominante en un occidental es a apoderarse de la forma para llenar un vacío del que normalmente no es consciente, excepto que se vuelva agudo. De aquí, de la falta de consciencia del permanente vacío que coexiste con todo lo manifiesto, parece que naciera toda compulsión. La mayor parte del tiempo nos dirigimos hacia la posesión de objetos reales o simbólicos para llenar el vacío porque no mantenemos presente justamente al vacío en nuestra consciencia como contrapunto constante de la forma, y es la razón por la que nos posee el afán de llenarlo, de ocultarlo, de ocuparlo, para evitar esa carencia, ese dolor.
Volviendo al ejemplo de la pérdida de un ser amado, tanto como de cualquier cosa extremadamente apreciada – concreta o simbólica – de la que podamos vernos abruptamente privados, se podría decir que es una de las circunstancias que nos vuelve dolorosamente conscientes del vacío, de la ausencia presente, del verdadero espacio que ocupaba lo perdido en nuestras vidas, de la falta que nos hace. Como queremos evitar el sufrimiento, deseamos que vuelva, recuperar lo perdido, retroceder como sea a la unidad anterior, para no sentir la escisión de la fractura. Por más doloroso que sea el sufrimiento, y contrariamente a nuestra sensación de sentirnos fracturados, incompletos, es en esos momentos que estamos más cerca de la realidad, al volvernos inevitablemente conscientes de lo que la costumbre y los hábitos habían adormecido: la realidad es presencia y ausencia, forma y vacío, y hasta que no seamos capaces de experimentar la unidad total, la vacuidad última en la que se esfuman esas distinciones, no habrá paz profunda en nuestra mente ni en nuestros corazones.
Tal sea, probablemente, el sentido del sufrimiento humano, y tal su lección. Sólo a través del sufrimiento, del vacío, de la carencia, ya sea de lo perdido o de lo anhelado, es que somos conscientes de una realidad más completa que incluye tanto la forma como la no forma, lo presente como lo ausente. Cuando se rompe una relación y experimento la falta de todo aquello que parecía llenar mi vida, obtengo una visión mucho más real de la esencia de la relación, de la esencia de lo que yo tenía en esa relación, y de la esencia de esa persona perdida. Me queda el vacío de ella, y el conocimiento de lo que creo necesitar para volver a ser pleno, que en definitiva es lo que ya soy más lo que aún me falta para ser. Es de su ausencia, de su vacío, que puedo obtener (o no) la utilidad en un sentido metafísico – es decir, la comprensión. Si de la dolorosa experiencia se concluye que lo perdido es insustituible, la vida entera puede adquirir el propósito de recuperarlo, de siquiera merecerlo, lo que lleva a depurar en sí mismo todo aquello que pudo contribuir a su pérdida o provocarla, transformándose así en un camino de purificación y refinamiento.
Esto constituye por sí mismo un sendero de perfeccionamiento y ascenso espiritual, ya sea que se logre el objetivo o no. Si por el contrario, sólo se busca evitar el dolor y llenar el vacío con cualquier otra presencia u objeto anestesiante, con un sustituto meramente analgésico, la oportunidad se habrá perdido, y probablemente se repita el resultado.
El vacío sólo puede equipararse a la nada en un sentido estrictamente físico. En el territorio anímico, moral o espiritual, el vacío puede constituirse en la fuerza impulsora, el contrapunto de tiraje que tensione a lo manifiesto, de vacío en vacío, hasta la vacuidad primordial.
Isabel De Veer