La Historia se articula como una serie de acontecimientos en el tiempo donde se proyectan, al igual que en la Geografía, las energías y potencias verticales. Así entendida, la Historia está jalonada de hechos significativos que suponen una ruptura del nivel temporal, ordinario y profano, que nada tiene que ver con las crónicas y estadísticas a que nos tienen acostumbrados nuestros contemporáneos, que sólo son capaces de fijarse en determinadas anécdotas debidamente documentadas (siempre con un propósito interesado, en particular en lo político, económico, racial o religioso). Como el espacio, el tiempo no es homogéneo, sino que tiene escisiones y fisuras por donde se revela lo suprahistórico. Por otro lado, el centro sagrado geográfico y espacial, simbolizado por la Tierra Sagrada, –y dentro de cada cual por su propio corazón– es también el centro del tiempo, de lo atemporal, donde se hace efectiva la comunicación con los estados superiores.
Es el mito el que hace significativa la historia de un pueblo; la creación de una cultura o civilización tradicional siempre parte de un acontecimiento mítico y suprahumano, en el que una entidad espiritual se manifiesta (casi siempre a través de intermediarios simbólicos, ya sean animales, vegetales, minerales, o gracias a determinados personajes humanos, como estamos viendo en los acápites sobre Biografías), dando origen al desarrollo de esa civilización. Como si se tratara de un sutil cordón umbilical, esta vinculación íntima que mantiene una cultura con lo invisible y atemporal es lo que posibilita la regeneración periódica y cíclica de los hombres que la integran. La verdadera historia de un pueblo, o de un ser humano, reside en su capacidad de comprender y sentir en toda su plenitud la presencia de lo sagrado, de estar reintegrado en Ello, como una unidad indisoluble entretejida de múltiples relaciones y de la que depende toda su vida. Por eso han existido culturas que no han tenido historia, tal como la entendemos hoy en día, porque para éstas lo único válido, lo único real, es lo que no está sujeto a las leyes implacables del devenir. Estas sirven, en todo caso, como soporte horizontal donde se cumple el destino histórico de esas culturas y civilizaciones. Pero para que este destino tenga sentido deben depender enteramente del orden que expresan las leyes universales, que son invariables y eternas.
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