La vuelta a casa: El regreso a sí misma
Hay un tiempo humano y un tiempo salvaje. Cuando yo era pequeña en los bosques del norte, antes de aprender que el año tenía cuatro estaciones, yo creía que tenía varias docenas: el tiempo de las tormentas nocturnas, el tiempo de los relámpagos, el tiempo de las hogueras en los bosques, el tiempo de la sangre en la nieve, los tiempos de los árboles de hielo, de los árboles inclinados, de los árboles que lloran, de los árboles que brillan, de los árboles que sólo agitan las copas y el tiempo de los árboles que sueltan a sus hijitos.
Me encantaban las estaciones de la nieve que brilla como los diamantes, de la nieve que exhala vapor, de la nieve que cruje e incluso de la nieve sucia y de la nieve dura como las piedras, pues todas ellas anunciaban la llegada de la estación de las flores que brotaban en la orilla del río.
Las estaciones eran como unos importantes y sagrados invitados y todas ellas enviaban a sus heraldos: las piñas abiertas, las piñas cerradas, el olor de la podredumbre de las hojas, el olor de la inminencia de la lluvia, el cabello crujiente, el cabello lacio, el cabello enmarañado, las puertas abiertas, las puertas cerradas, las puertas que no se cierran ni a la de tres, los cristales de las ventanas cubiertas de amarillo polen, los cristales de las ventanas salpicados de resina de árboles. Nuestra piel también tenía sus ciclos: reseca, sudorosa, áspera, quemada por el sol, suave.
La psique y el alma de las mujeres también tienen sus propios ciclos y estaciones de actividad y soledad, de correr y quedarse en un sitio, de participación y exclusión, de búsqueda y descanso, de creación e incubación, de pertenencia al mundo y de regreso al lugar del alma. Cuanso somos niñas y jovencitas la naturaleza instintiva observa todas estas fases y nuestros estados de conciencia y actividad se producen a los intervalos que nosotras consideramos oportunos.
Los niños son la naturaleza salvaje y, sin necesidad de que nadie se lo diga, se preparan para la venida de todas estas estaciones, las saludan, viven con ellas y conservan recuerdos de aquellos tiempo para grabarlos en su memoria: la hoja carmesí del diccionario; los collares de semillas; las bolas de nieve en la despensa; la piedra, el hueso, el palo o la vaina especial; aquel caparazón de molusco tan curioso; la cinta del entierro del pájaro; un diario de los olores de aquella época; el corazón sereno; la sangre ardiente y todas las imágenes de sus mentes.
Antaño vivíamos todos estos ciclos y estas estaciones año tras año y ellos vivían en nosotras. Nos calmaban, bailaban con nosotras, nos sacudían, nos tranquilizaban, nos hacían aprender como criaturas que éramos. Formaban parate de la piel de nuestras almas, una piel que nos envolvía y envolvía también el mundo salvaje y natural, por lo menos hasta que nos dijeron que, en realidad, el año sólo tenía cuatro estaciones y la mujeres sólo tenían tres, la infancia, la edad adulta y la madurez. Y eso era todo.
(fragmento del libro "Mujeres que corren con los lobos") de Clarissa Pinkola Estés.