La loca
Me gusta pensar que la vecina está loca aunque, seguramente, ella piense eso mismo de mí. Su locura es simpática, no obstante, mucho más que la mía. Por las noches maúlla con los gatos que vienen a rondarla, ahítos de arrumacos. Los espabila en su embeleso con una manguera larga, sinuosa y verde (que da más miedo) hasta que los felinos, desorientados y elitosos, se vuelven a perder en la noche o el pasado. Mi hijo dice que la vecina tiene una risa de plata y yo me imagino el instrumental de mi dentista perfilado en purísima plata atravesando mis oídos. Así es la risa de la vecina. Una risa que viene de más allá de lo gracioso, una risa -alegre al fin y al cabo- que es la única risa que ella no percibe. Nunca reparó en ella. Nunca la exhibió ni la ocultó. Ambas -la mujer y la risa- son una y la misma cosa. Porque mi vecina no está loca ni sabe aullar ni escarmienta a los gatos. Los habla, los besa, los hace compañía. Y así se pasa las horas muertas: llena de vida. Y en los éxtasis de su felicidad esquiva, ella aroma con restos de pescado el patio, y riendo -siempre riendo- se esconde tras el árbol, feliz y curiosa, feliz... a mirarlos comer.
Esta misma tarde, tras el partido de España, mi vecina ha salido al patio a compartir la algarabia reinante en otros patios, la alejada alegría de los que sienten suya la victoria. No creo que a ella le importe un bledo el fútbol pero, cuando ha estallado el primer cohete de la noche, ella espontáneamente ha gritado, con toda el alma: ¡Oleeeeee!
Y su voz era de plata.
(de autor desconocido)