LA CASCADA DE LOS HECHOS
El coche derrapó. El choque fue inevitable. A duras penas los viajeros salen por la puerta trasera, entre los cortes producidos tras la explosión de las ventanas.
Están aturdidos, en estado de shock. Luego, en el hospital, más serenos, recuerdan la secuencia de los hechos. Es entonces cuando duelen esas decisiones, esos momentos, que llevaron al desastre. Quizá incluso duelen mucho más que las heridas, porque habría sido necesario poco, muy poco, para no terminar el día en un accidente grave.
Recuerdan la mañana, cuando las discusiones dejaron un mal ambiente en la familia.
Recuerdan el momento en que decidieron el lugar de paseo, cuando ella prefería ir al pueblo y él impuso su idea de ir al bosque.
Recuerdan la hora de ir al coche, cuando el hijo mayor preguntó si estaba bien el aire de las ruedas y nadie le hizo caso.
Recuerdan aquel cruce, cuando la hija avisó que había que girar a la derecha y no la escucharon.
Recuerdan una nueva discusión que puso nervioso al conductor, y al final pasó lo que pasó.
Los hechos se suceden como una cascada inevitable. El resultado final parece encadenado a leyes de hierro: la gravedad, la inercia, la química. Pero a ese resultado se llegó desde opciones más o menos conscientes y libres, desde mentes y corazones que orientan las ideas, las decisiones y los volantes.
Nos duele reconocer que no habíamos pensado bien nuestros actos. Nos causa pena señalar que la culpa estaba en las prisas, o en la pereza, o en la irreflexión, o en el capricho. Nos corroe el corazón ver que habría bastado poco, muy poco, para que el día hubiera brillado por la convivencia y la sana diversión en vez de haber terminado en la zona de urgencias del hospital más cercano.
Pero los hechos son inmodificables. El pasado queda escrito con tinta de hierro. Ya no podemos dar marcha atrás para prevenir peligros y para evitar heridas en el cuerpo o en el alma.
Lo que queda ante nosotros es un presente abierto. Tenemos un “ahora” y unos corazones desde los que podemos dirigir nuestros pasos.
Serán errados si dejamos, de nuevo, que nos domine el egoísmo y el atolondramiento. Serán certeros, al menos en lo que depende de nosotros, si pensamos bien las cosas, si nos dejamos guiar por la prudencia. Sobre todo, si nos dejamos guiar por Dios y buscamos aquello que pueda hacer sanamente felices a los seres más cercanos y a tantas personas que encontraremos en los mil cruces del misterioso camino de la vida.
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