La ciudad no era para él
Nació salvaje y libre como el viento que venía de las montañas. Creció y moldeó su espíritu con los libros abiertos de esos surcos que marcaban los ciclos imparables del tiempo en el ir y venir de las cosechas; del balido de celo en los rebaños; de la sangre derramada de las hembras, cuando de sus entrañas, brotaban como milagros los latidos hechos quejido y carne de unas nuevas vidas; del rayo, de la lluvia, del gusano que se vuelve mariposa...; de las flores, que abriendo su corola ofrecen lo que tienen -su frescura y su perfume- y se marchitan y mueren.
Así creció Daniel.
Los campos se alegraban, cuando con su presencia, pintaba de canciones aquellas soledades haciendo dúo con la alondra, el ruiseñor o la lluvia.
Tenía el alma grande, y tan inmaculada, que nunca la mancharon los grandes adelantos del progreso.
Aprendió a vivir en soledad cuando sus padres se fueron a vivir más allá de las nubes. Y esa soledad que al principio le mordía y le daba latigazos hasta hacerlo sangrar, se fue volviendo dulce hasta hacerse querida compañera.
Su hogar era pequeño, tan pequeño como un nido, que siempre estaba blanco y salpicado de hierbas trepadoras. Allá en su adentro, como un símbolo de fuerza y esperanza, palpitaba el corazón de un fuego siempre encendido.
Daniel vivía su soledad sin amigos como él; sólo tenía un perro, un borrico, un rebaño de ovejas y también tenía un libro.
Recordaba que cuando era niño fue por un tiempo a la escuela de esa aldea cercana que siempre lo llamaba con saludos de humo en sus tejados. Allí aprendió a leer, a escribir y a conocer los números. En una ocasión el maestro le regaló un libro que narraba la historia de un hombre muy sabio llamado Gulliver. A este hombre le ocurrieron cosas tan extraordinarias a través de los muchos viajes que hizo por el mundo, que a él, a Daniel, que nunca salía de aquel entorno suyo, le hubiera gustado parecerse un poquito a ese personaje. ¡Cómo mimaba su libro, y cómo lo iba desgastando de tanto usarlo!
De vez en cuando iba a la aldea a vender las hortalizas y los quesos que él mismo fabricaba con la leche de sus ovejas. Con el producto obtenido compraba panes, aceite, algunos cereales, legumbres y prendas de vestir. Un día vio una pequeña cajita de la que salía una voz de mujer y preguntó qué era aquello. Le dijeron que se llamaba radio y servía para oír noticias y música. Contó su dinero, y como tenía suficiente la compró.
Así Daniel empezó a llenar su alma virgen de cosas nuevas. Se enteró que en el mundo, que era muy grande, había guerras; que hombres malos se complacían en hacer daño a otros hombres que eran buenos; que había muchos niños que se morían porque no tenían nada que comer. ¿Cómo podía ocurrir una cosa así? ¡Él tenía tantas ovejas con tanta leche! ¡Tantas espigas! ¡Tantos racimos en su parral! ...., y todo para él solo. No era justo. ¡Cuánto hubiera dado por esos niños!, Más ¿cómo?
Otras veces escuchaba una música distinta a la del campo, ¡pero era también tan hermosa! Creía oír en ella a los pájaros y al agua; al trueno y al viento; el rumor de la montaña cuando por ella resbalaba la caricia de la lluvia; el crecer de la hierba en los murmullos infinitos de aquellas soledades... Era como cuando él tocaba su flauta de caña, o cantaba las canciones que le enseñó su madre siendo muy niño y en ellas le acompañaban la alondra, el ruiseñor o la lluvia. Pero aquella música estaba hecha por los hombres y estaba dicha por los hombres. Y Daniel pensó: “No son tan malos los hombres cuando saben decir cosas tan hermosas”.
Y así Daniel pasaba su vida en soledad, hasta que un día lo consideraron mayor de edad y recibió un papel en el que le comunicaban que tenía que ir a la ciudad para presentarse como recluta y sufrir un montón de formalidades para ser soldado y hacer su servicio militar.
¡Había llegado la hora de salir de su aislamiento, de salir de aquellas soledades y conocer el mundo! ¿Le ocurrirían cosas tan maravillosas como al doctor Gulliver?
Preparó algunas cosas para el viaje -pan, queso, fruta, una cantimplora llena de agua- y se apenó por los amigos que dejaba: los animales, la huerta, su casita, ¿quién cuidaría de todo aquello en su ausencia? Apartó esos pensamientos con una sonrisa y un gesto de la mano y se dijo: “Si sólo serán dos días, después Dios dirá”.
Al despuntar el alba montó en el burro, se despidió de su perro y se dirigió a la aldea con el corazón palpitante. Iba contento. Se consideraba feliz y empezó a silbar una cancioncilla que una vez aprendió del viento.
Dejó al animal en un lugar seguro y muy de mañana tomó un destartalado autobús que le fue llevando a través de sus queridos campos hasta ese mundo desconocido para él.
El vehículo saltaba alegremente salvando los baches de la accidentada carretera, y Daniel veía por primera vez en su vida cómo los campos se movían y cambiaban de forma, unos al irse quedando atrás, otros viniendo a su encuentro como para recibirlo y después quedar rezagados en la lejanía.
Al fin llegó al ansiado destino y Daniel abrió sus ojos cuanto pudo y también abrió su alma en estado puro preparándose para llenarla de experiencias y sensaciones nuevas. ¿Le ocurrirían cosas tan maravillosas como a Gulliver? ¿Qué encontraría en la ciudad? ¿Quizás un mundo fantástico muy distinto del suyo? Allí estaba, y ahora lo vería.
Bajó del coche con el cuerpo dolorido por el continuo traqueteo del viaje pero con una sonrisa radiante que le iluminaba su rostro tostado por el sol. Le palpitaba el corazón, el pulso, la mente..., todo en él palpitaba, ¡estaba en la ciudad! Y vio lo que era la ciudad. Él nunca se la pudo imaginar así. Las casas eran tristes y oscuras, y tan altas que no dejaban ver el sol. El aire estaba espeso y una neblina negruzca manchaba el azul del cielo. Un ruido continuo de motores y sirenas rompía el silencio sagrado de la mañana. La gente andaba muy deprisa sin mirarse ni saludarse.
Una cosa advirtió Daniel que le dejó asombrado. Todas las personas de la ciudad, tanto hombres como mujeres y niños, iban hablando solos con una mano cogiéndose la oreja. Unos reían; otros gesticulaban como si estuvieran enfadados; otros, incluso, lloraban. ¿Qué les ocurría a las gentes de la ciudad? ¿Por qué eran tan extrañas? Vio que se aproximaba un señor con cara de mal humor, con la mano en la oreja y, como todos, hablando solo. Daniel venció su timidez, se acercó a ese hombre y le preguntó:
Perdone, señor ¿con quién habla?
Y el hombre, con cara furiosa, le contestó:
Y a ti ¿qué te importa?
Daniel, con un nudo en la garganta le contestó:
Ya comprendo, señor, pero como va hablando solo...
Y el hombre, más furioso todavía respondió:
¡No voy hablando solo, hablo con mi mujer! ¡Déjame en paz muchacho!
Y siguió su camino dejando a Daniel confuso y triste. “Aquel pobre hombre estaba muy mal”,-pensó-.
Más tarde se cruzó con un joven de su misma edad que, como todo el mundo, también iba hablando solo con la mano cogiéndose la oreja, pero este se reía. Iba extrañamente vestido. Llevaba unos aros en las orejas, igual que Raquel, aquella muchacha de la aldea que siempre le sonreía cuando iba a comprarle quesos, y a él, siempre tan sereno, le latía muy fuerte el corazón, le temblaban las manos y la cara le ardía como si el sol la quemara. Se fijó en la cabeza del chico, completamente rapada. Sólo tenía pelo en la parte superior y este crecía hacia arriba, como las púas de un cactus. Daniel sonrió, pues le recordaba al erizo que vivía en un agujero que había bajo su establo.
Sin pensarlo dos veces se acercó a él y le preguntó:
Oye ¿con quién hablas?
¾Con mi madre. − respondió el otro -.
¿Con tu madre? ¿Dónde está tu madre? -contestó Daniel mirando a su alrededor-.
El joven siguió hablando, y como Daniel no se movía sin dejar de mirarlo le dijo:
Sí, con mi “vieja”, que está muy lejos, ¿qué pasa,” tío”?, y le estoy pidiendo que me mande más “pelas”.
Daniel sintió pena por él.
¿Murió tu madre y hablas con su alma?
El muchacho rompió a reír a carcajadas retorciéndose y haciendo grandes aspavientos dijo:
—¡Tú alucinas colega! ¿De dónde sales “pringao”?
—De allá del campo –le respondió el pobre chico haciendo grandes esfuerzos para que no se le escaparan las lágrimas de humillación–.
—¡Pues ponte las pilas, “tronco” o lo tienes “chungo”! –y se fue con la mano puesta en la oreja–.
¡Qué extraña era la ciudad y las gentes que en ella vivían -pensó Daniel con tristeza-.
Más tarde vio a otros muchachos que iban haciendo movimientos extraños con los brazos, la cintura y la cabeza mientras de sus orejas salían unas cuerdecitas negras que se metían en un bolsillo de sus chaquetas. Ya no quiso preguntar, pues iban como ausentes y seguro que se enfadarían con él si les molestaba.
Preguntando, con el papel en la mano, logró encontrar la dirección que éste ponía, y allí vio a muchísimos jóvenes que, como él, también habían sido llamados para las formalidades y trámites del servicio militar. Todos fueron muy amables y no se sintió tan solo. Muchos venían también del campo, de aldeas y de otras ciudades más pequeñas.
Unos señores de uniforme le preguntaron muchas cosas a las que él respondió con toda la sinceridad que le era habitual. Lo midieron y lo pesaron como hacían con los cerdos en la aldea, y después, un doctor con una bata blanca, que llevaba en las orejas unas cuerdecitas negras como las de los chicos que se retorcían por la calle, le estuvo observando el pecho con mucha atención. Después le miró los ojos, los oídos y también su forma de andar.
Cuando terminaron con él, y al cabo de muchísimo rato, le dijeron que podía volver a su casa y que ya le avisarían.
Daniel salió a la calle más tranquilo. La prueba había pasado y añoraba su hogar.
La mañana estaba muy avanzada. Ya era mediodía. Deambuló por varias calles largas y anchas y llegó a una plaza muy grande con muchos árboles y flores y sentándose en un banco miró a su alrededor. Había figuras de hombres y de mujeres en varios puntos de la plaza, pero aunque querían hablarle y contarle quién sabe qué cosas, permanecían mudos, con la mirada perdida en el vacío. Incluso querían andar y danzar, pero no podían, estaban quietos, apresados en la piedra con la que estaban hechos. Una gran balsa redonda dejaba escapar mil chorros de agua que iban hacia arriba, buscando quizás a los pájaros que volaban cerca de ellos para después caer alegremente entre risas y burbujas salpicando de frescura los macizos de flores que había a su alrededor. En el centro de la balsa había tres peces grandes, con forma extraña, de un color verde oscuro que parecían querer volar en el aire entre los chorros de agua, pero no, no podían moverse, también estaban quietos, como atrapados en el tiempo.
¡Cuántas experiencias tenía vividas en tan solo unas pocas horas! Gulliver fue a tierras de gigantes y de pequeños hombres. Le ocurrieron muchas cosas pero, ¿es que él no estaba viviendo también hechos extraordinarios? De pronto un ruido ensordecedor lo dejó paralizado. Miró hacia arriba y vio en el cielo, casi rozando las altas palmeras, una cosa grande y brillante que desapareció al momento de su vista.
¿Qué es eso −preguntó con la cara pálida por el susto− .
No te asustes, muchacho,-le dijo una señora que advirtió el miedo del joven-, es un avión que acaba de despegar. El aeropuerto está muy cerca. ¿Nunca has visto un avión?
No, señora. Los he oído cuando van por el cielo, muy arriba, y dejan una estelita blanca, pero yo nunca creí que fueran tan grandes y rugieran de esa forma.
¿De dónde eres, hijo?-preguntó la mujer-.
Vengo de allá, del campo, donde todo es silencio y paz. Vivo con mis ovejas, mi perro y mi burro y es la primera vez que vengo a la ciudad..., y todo es tan extraño para mí...
¿No tienes familia?
No, señora, mis padres murieron, pero siempre estoy acompañado, ¡tengo tantos amigos en aquellas soledades que todos llenan mi vida!, desde el pájaro a la liebre; desde la oveja a la oruga; desde la lluvia a la espiga; desde el sol a la cascada..., desde la pena a la risa.
Y Daniel quedó por unos momentos como ausente. Enseguida volvió la sonrisa a su semblante y preguntó:
Señora, ¿qué es esa casa tan grande que se ve allí al frente?
¿Allí al frente? -preguntó la mujer algo sorprendida- esa es la Catedral-. La Catedral es el templo más grande de la ciudad, ¿quieres verla?
Me gustaría mucho, señora. El templo de la aldea es tan chiquito...
Pues ven conmigo -le dijo resuelta cogiéndolo de la mano-.
Daniel la siguió y llegaron a un edificio tan enorme que el muchacho pensó que era tan grande como toda la aldea. Dos torres muy altas, como dos gigantescas flechas, subían al cielo hasta tocarlo, y estaban adornadas con preciosos encajes de piedra. Como esos encajes que hacía su madre en las veladas de invierno y él guardaba como un tesoro en el cajón de la cómoda. Las puertas eran tal altas como para que pasaran por ellas los gigantes que viera Gulliver. En la fachada había tantas figuras de piedra..., tantos adornos..., tantas ventanas de cristales que aquel templo no parecía de este mundo.
La señora lo cogió del brazo y entraron al interior.
Lo primero que desconcertó a Daniel fue aquel inmenso bosque de columnas que se alzaban hacia un techo inalcanzable para abrirse en las alturas como ramas caprichosas de palmeras. Era como un bosque encantado, pero todo de piedra. Conforme iba avanzando en el interior vio que una luz brillante, de miles de colores, entraba a raudales por las paredes del templo. ¡Las paredes eran casi enteras de cristal!, mostraban a través del sol que entraba por ellas las más extrañas figuras que nunca pudiera imaginar, desde hombres y mujeres ataviados con raras vestiduras, a flores, árboles, enseres domésticos, animales, soles, lunas y estrellas. Daniel no daba crédito a lo que estaba viendo. Había muchas personas rezando y advirtió que un señor cura se disponía a decir la misa en un altar que había justo en el centro. Se arrodilló con sumo respeto y de pronto oyó algo. De alguna parte venía una música jamás oída por él. Parecían voces de personas que cantaban a la vez. Pero..., ¿eran personas o acaso estaba en el cielo y eran los ángeles quienes cantaban? Se recogió en sí mismo y rezó. Hubo un momento en el que no pudo resistir tanta belleza y su alma sensible se desbordó en llanto. Lloraba como cuando era un niño.
La mujer que estaba junto a él cogiéndole la mano preguntó:
¿Te sientes mal? ¿ Por qué lloras?
No, señora, me encuentro bien, ¿estamos acaso en el cielo?, ¿son ángeles los que cantan?
No, hijo, no estamos en el cielo, quienes cantan son personas como tú y como yo. Mira hacia atrás y los verás.
Daniel volvió la cabeza y pudo ver a un grupo de hombres y mujeres, e incluso niños, que con sus voces hacían posible aquella maravilla dentro de aquel mundo mágico que era la Catedral.
Cuando terminó la misa salieron al exterior, se despidió de la señora dándole las gracias y nuevamente se sentó en un banco de la plaza. Sacó de su zurrón un pedazo de pan y un buen trozo de queso y los comió rápidamente. No había tomado nada desde que salió de su casa estando el día recién amanecido. Cuando terminó su bocado pensó qué haría. Tenía toda la tarde por delante y hasta la mañana siguiente no salía el autobús para la aldea.
Deambuló por calles y plazas hasta que se hizo de noche. Entonces la ciudad cambió totalmente. Eran tantas las luces que había encendidas que parecía de día. Los comercios mostraban tras los cristales de sus escaparates iluminados las más diversas mercancías que soñarse pudiera. Unos grandes letreros apagaban y encendían sus luces de colores y los coches, con sus faros como enormes ojos sorprendidos, corrían rápidos quien sabe a donde. De algunos locales salían ruidos estridentes mezclados con un denso humo con olor a tabaco y a frituras.
Daniel se sentía agotado. Ese día de nuevas experiencias fue como un atracón para él. Torció hacia una calle estrecha, donde las luces y ruidos se amortiguaban, y llegó a una plazoleta arropada por grandes árboles donde el silencio le recordó su hogar. Se recostó en un banco y pronto se quedó dormido vencido por el cansancio.
Se despertó con los pájaros cuando el día empezó a despuntar. Al principio no sabía en donde estaba. Miró a su alrededor y todo era extraño para él, ¿estaba soñando? Pero no, no soñaba, ya lo recordaba todo, estaba en la ciudad.
Se levantó, estiró las piernas, cogió su zurrón y despacio fue buscando su punto de partida mientras mordisqueaba un trozo de pan y una manzana.
Subió feliz al destartalado autobús pensando en el regreso. Conforme iba avanzando por la carretera veía que los campos que había dejado el día anterior lo recibían y lo saludaban dándole la bienvenida.
Llegó a la aldea, recogió a su burro dándole un sonoro beso en el hocico y emprendió el camino hacia su casa. Éste se deslizaba entre olivos y flores rojas..., amarillas..., azules ..., blancas..., moradas..., que crecían sobre un ondulado lecho de hierba verde tierno. Eran los mismos colores de las paredes de la catedral, pero todavía más bonitos y brillantes porque en ellos latían prendidos los rayos del sol y el fresco rocío de la mañana. Oyó cantar a los pájaros que acompañaban al rumor alegre del río. ¿Era un canto como el que escuchó en la catedral? No, éste era mucho más hermoso, porque no enaltecía hasta hacer llorar, sino que acariciaba, dulcificaba hasta hacer sonreír; porque no venía de los hombres ni de sus técnicas, sino que venía directamente de la pura Naturaleza que era la mano de Dios.
Alzó los brazos al cielo y aspiró profundamente hasta llenar sus pulmones de aire húmedo y fresco. Ya estaba en su casa. Ya estaba en su hogar que eran aquellos benditos campos. La ciudad no era para él.