Roque Dalton Garcia
LUNES
La seis de la mañana
partiendo a gritos del reloj: de nuevo la catedral de luz derribará sus muros sobre mi caminante corazón que descansaba. Odio como a un burgués la fuga de las sábanas.
No es por el frío, que no existe. No es por el miedo al ojo agazapado donde el farol, anoche, crucificó la sombra. Ni siquiera es por ti, ni por tu sexo que estalla en las manos, tu descubierta gruta recién muerta en el agua.
Es —oh indeterminación que un año azul y roto se merece— la sensación antigua como mi puño izquierdo o mi añorada comprensión de los pájaros: el ojo junto al hombro, sin suplicar siquiera, la mano hacia la cara de nueva piedra que alzo, la vida que me pide, la miserable savia que reconozco en mí.
Habría tenido, digo yo, que venir, —no al mundo de los títeres, costureros de seda, rudas botellas de ginebra como hospitales de la sed, no al mundo que me das o al te doy, pan deleznable, campo para el cuchillo de la mermelada— habría tenido que venir, repito, como un desnudo incendio hasta el reseco bosque donde me aterro sin gritar, como un rudo torrente para la arena débil, como aquel árbol que exige sangre de la tierra dormida, reclamo de preñez contra la fuga, contra la inmóvil lágrima y la potente desesperación…
Pero, tempranamente, vine como soy, con manos desangrables, con miedo, con amor, con cuatro lunes cada mes. Y creo que de no ser por este corazón, por este palpitante planeta musical, ya me habría marchado a tratar de morir. Con todo, no querría olvidarme de la risa… |