Cristián Warnken
Jueves 23 de Diciembre de 2010
Un niño en la noche
De pronto vuelvo a mirar el pesebre de mi casa, lo miro como un extraterrestre podría haber mirado esa noche, hace dos mil años, al recién nacido, perplejo al darse cuenta de que el Dios de este hermoso y extraño planeta era un niño. Un niño, sí, un niño. Por pocos pero decisivos años (los más cruciales de cualquier hombre) Dios fue un niño.
¿Y qué hizo y qué sintió ese Dios en la piel de un niño? En sus primeros meses habrá llorado, buscado con sed de mamífero la leche materna, habrá despertado y desvelado a sus padres en las noches. Esa criatura primero no fijó los ojos, luego comenzó a mirar. Y en algún momento rió. ¿Cómo habrá sido la primera sonrisa de este niño-Dios? ¿Tuvo pataletas? ¿Cuál fue la primera canción que aprendió y balbuceó? ¿Jugaba como todos los niños? ¿Hacía esas maldades necesarias que nos hacen ser niños de verdad? Sí, porque era un niño, no un ángel. ¿Cómo dio sus primeros pasos? ¿Quiénes estaban ahí? ¿Se enfermó? Su madre habrá sufrido como todas las madres al verlo abrasado por alguna fiebre de invierno. Le habrá rezado a Dios por él, por su niño expuesto a la intemperie del mundo, como todos los hombres que han nacido en esta tierra. Este niño tuvo uno, dos años. La edad gloriosa. Los primeros balbuceos, las primeras palabras aprendidas con asombro, con sensación de milagro por los sonidos que dicen el mundo. Él, del que se diría más tarde "el Verbo que se hizo carne", él también tuvo que aprender las primeras palabras, repetir con gozo sus primeras rimas. ¿Qué dijeron de él los rabís, sus maestros, cómo enfrentaron su hiperkinesia divina? ¿O creen ustedes que Dios no saltó, no jugó, no bailó cuando fue niño? Yo sospecho de las verdades que no se bailan, de las verdades cansadas y pétreas enunciadas por adultos que mataron al niño que fueron. Por eso creo más en la verdad de "El principito" o en la del pequeño niño que jugaba en el jardín del "Príncipe egoísta" de Wilde que en la de cualquier doctor o administrador solemne de "La Verdad" (así, con pretenciosas mayúsculas).
En la India, Krishna también fue un niño travieso, un bailarín, un Dios que tocaba la flauta y les robaba las ropas a las muchachas que se bañaban en los ríos. Las travesuras de Krishna son deliciosas. Sabemos, en cambio, muy poco de la infancia de Jesús. Los Evangelios son parcos en este punto. Los niños en esos tiempos prácticamente no existían. Tendría que ser el mismo Jesús el que los colocara por primera vez en primer plano, como protagonistas, cuando dijo "dejad que los niños vengan a mí". Nadie nos ha contado la infancia del Dios hecho hombre en esta tierra. Pero habrá jugado y reído mucho, habrá perseguido al viento y a las hojas, les habrá tirado la cola a los gatos, habrá sentido celos y miedo en las noches, habrá llorado alguna vez de impotencia, como casi todos los niños del mundo. ¿Habrá visto ángeles en las copas de los árboles como los vería el niño y después gran poeta William Blake? ¿Qué historia del Antiguo Testamento habrá encendido más su imaginación todavía virgen: la de Jonás tragado por una ballena o la de David derrotando al gigante Goliat con la piedra de su honda? ¿Tuvo la conciencia de ser Dios desde pequeño, o simplemente fue un niño que abrazó la existencia con toda inocencia y espontaneidad, lanzado a lo abierto? Imagino al niño Jesús caminando solo por algún camino polvoriento sin que sus padres se percataran, distraído, subiendo por un cerro, a punto de caerse a un pozo. Unos milímetros lo separan del abismo. ¿Qué hubiera sucedido si ese niño -como millones de niños curiosos de la historia- hubiera muerto en un absurdo accidente en medio del desierto? ¡Qué frágil fue la encarnación de Dios en la Tierra, qué precaria, delicada y azarosa como lo es la infancia!
Por eso me sorprende que el Dios que celebramos sea un niño, tan tierno como un jilguero, y frágil como el rocío. Y a veces cierro los ojos y lo siento en la noche llorar, llorar muy hondo, como llora en la noche un niño perdido.