Jueves 24 de Febrero de 2011
Mi vida en primera persona: "Crecí sin padre"
Por Claudia Aldana S. (chilena)
Ilustración por Francisco Javier Olea
El verano de 1987 fue particularmente seco en Lican Ray. Extrañamente, en mis días de vacaciones recuerdo que ese año hubo poca lluvia, y recuerdo tardes enteras en la playa del lago, con sol, aprovechando que el clima parecía haberse olvidado de mostrar su fiereza a los visitantes de la Novena Región. Una de esas tardes, de vuelta de la playa, recuerdo que corría por la calle principal -entonces sin pavimentar- con toda la torpeza de tener 11 años y fracción, las piernas más largas de lo que se puede controlar, y todo el ímpetu de ganarle al resto de mis hermanos en llegar a la cabaña, por el simple hecho de que a esa edad, esas cosas importan (y mucho). Evidentemente que terminé en el suelo, después de tropezarme con algo que no recuerdo, con las rodillas rotas, sangrando, la cara rasmillada, sintiendo la adrenalina de haber volado por el aire antes de caer, y el miedo al ver mi sangre me hacía gritar sin parar. Mi papá, que venía más atrás, llegó a levantarme, me tomó en brazos, me llevó a la cabaña, me metió a la ducha y lavó mis heridas, sacándoles toda la tierra. Me hizo curaciones con alcohol y el entonces temido metapío, mientras yo aullaba y chillaba, sabiendo lo difícil que esto era para él también, porque le tiene un asco crónico a la sangre. Hasta hoy tengo las cicatrices en las dos rodillas: las heridas se demoraron poco en sanar y seguramente el verano siguiente ya estaba corriendo por la misma calle de tierra. Lo que no sana, aunque pasen los años, es la incertidumbre de no saber qué pasó con ese papá, ese hombre cariñoso, preocupado, atento, el centro de mi mundo.
No sé nada de él, por opción personal. Suya y mía, porque supongo que si él quisiera saber algo de mí, me habría encontrado. Pero no está. Escribo mientras espero que mi hija de un año sea revisada por un doctor, porque sufrió su primera caída violenta en el jardín, y si bien sólo tiene un pequeño rasmillón en la cara, como madre neurótica que soy, preferí traerla para que alguien que sabe, la viera. La angustia y la culpa de no haber estado ahí cuando ella se cayó me comen. ¿Cómo puede entonces mi padre desaparecerse por años, y vivir sin que esta sensación de mierda le apriete la garganta? ¿Duerme tranquilo? ¿Se desvela pensando que me puede haber pasado algo? ¿Sienten los padres, a la distancia, cuando el hijo se mete en problemas?
Tengo 35 años, estoy casada, tengo una hija de un año y dos meses, y espero a mi segunda hija, la que sólo en tres meses más llegará a completar mi familia. Y no sé si mi padre sabe alguna de estas cosas. No sé si recuerda mi cumpleaños, si sabe que se perdió entrar conmigo caminando al altar, si sospecha siquiera que ahora soy mamá. Sé que la última vez que lo vi, yo caminaba por calle Lira, lentamente, llevando a mi hija que estaba a dos semanas de nacer, y que pasó por la vereda del frente, con su hijo menor al lado. Reconocí la forma de su cabeza, que es la mía, la mirada perdida de cuando él piensa en algo lejano e intenta que no se le note, la misma actitud que usaba cando yo le iba contando mis ideas y, al darme cuenta de que no tenía ningún tipo de feedback, le gritaba ¡papá! Y él siempre respondía, sobresaltado, ¡hijo!, sin filtrar si quien llamaba su atención eran mis hermanos o yo. Lo vi de lejos, un desconocido más que pasa por la calle, y me quedé ahí, de la mano de mi marido, hasta que me atreví a hablar y le dije ya sin emoción ni sobresalto, "ése es mi papá".
Quizás crecer sin padre suene habitual, porque estamos en un país donde muchos hombres embarazan mujeres y desaparecen, y los niños crecen, con trancas más o trancas menos, sin figura paterna, o reemplazándola por la siguiente pareja de su madre, o simplemente, haciéndose cargo del tema. Lo que a mí más me duele es que siempre me sentí a salvo de esas preocupaciones. Con la arrogancia que dan la niñez y la adolescencia, vi cómo mis compañeros tenían padres que se separaban, presencié de cerca esos fines de semana compartidos que los convertían en niños llenos de regalos y a la vez, de resentimientos, y me sentía a salvo. Completamente. Mis padres se llevaban increíble, se reían juntos, mi familia era indestructible. Mi papá viajaba mucho por su trabajo, impidiéndome verlo todos los días, pero siempre sabía que el fin de semana estaría ahí, con su eterno bolso negro de cuero, con los bototos llenos de barro y los jeans celestes que hasta hoy cuando los veo en una tienda, me recuerdan a él. Mi papá siempre llegaba. Así hubiese temporal en el Canal de Chacao, o problemas en la Carretera Austral, entonces en construcción, mi papá se las arreglaba, lo que ante mis ojos sólo le daba más características de superhéroe: mi papá vence a los elementos de la tierra por llegar a verme. Siendo la única hija entre dos hombres, cultivamos un lazo que me enorgullecía. A los dos nos gustaba leer, nos reuníamos sin acordarlo cada mañana frente a la mesa de comedor a compartir el diario, sabiendo que él siempre empezaba por el cuerpo A y yo por el C, orden que hasta hoy respeto, aunque no esté. Mi padre era un perfeccionista, odiaba el desorden de mi pieza, me retaba cuando le mostraba con orgullo un 6,5, porque me decía que estaba seguro de que yo podría sacarme sólo 7. Odiaba que dijera eso, pero secretamente agradecía esa fe sin límite en mis capacidades. Pasaron los años, los padres de mis amigos se siguieron separando, y mi relación con el papá tuvo nuevas ramas. Los dos éramos sibaritas, así que cada sábado nos levantábamos temprano y partíamos al supermercado. Y entre luces artificiales y música orquestada, probábamos quesos, inventábamos picadillos, planeábamos un asado. Hablábamos mucho, aunque ya no recuerde de qué. Le contaba mis cosas, las historias del colegio, a quién molestaban y porqué, y él siempre lo celebraba como si estuviera conmigo en la sala. Mi papá era casi mi mejor amigo. No me imaginaba la vida sin él. Pensaba en buscar un hombre como él para casarme, y me aterraba la sola idea de que un día no iba a estar para escucharme. Hoy vivo sin él, desde hace siete años, y ya sé que se puede.
Cuando tenía 17 años, un sábado, nuestro paseo matutino al supermercado fue reemplazado por una visita al Parque Arauco. Mi papá, como siempre, estaba con la cabeza en otro lado. Me invitó a tomar un jugo en el entonces Café del Parque, cerca de Falabella, y me contó que estaba enamorado. Que había conocido a alguien en la oficina, que se sentía feliz, que quería que yo la conociera y que todo iba a estar bien. Yo sentí que el mundo se venía abajo. ¿Y mi mamá? ¿Y la familia perfecta? ¿Y quién es ésta que llega a robarme lo más importante que tenía hasta ahora? Mis ganas de complacerlo callaron todas las preguntas. Escuché, sin decir nada, y sentí que entonces el mundo se partió en dos. Vinieron meses turbulentos que tengo borrados, donde sé que mis padres pelearon, que hubo gritos, llantos, que mi papá echó pie atrás y pensó en quedarse, pero finalmente se fue. Y con su partida de la casa vino un alivio temporal, ya que no se escuchaban gritos. Sólo el llanto callado de mi madre. Me rebelé, odié lo que estaba pasando, pero mi padre cuidó con pinzas nuestra relación. Nos llamó, nos fue a buscar una tarde en días de semana y los sábados temprano, para estar el día juntos. Comencé a tomar. Comencé a mentir. Aprendí a decir lo justo para tenerlos a todos contentos. Y en esa falsa normalidad, tuve que acostumbrarme a que mi papá era ese adolescente patético y enamorado de una mujer común, con un teñido rubio mal hecho, que decía "chis, había cualquier copete", cuando quería decir que había alcohol disponible, que se hacía la chistosa sin que le resultara, que amaba el color dorado como sólo puede hacerlo un nuevo rico, y que intentaba ganarse mi confianza, sin saber que yo la aceptaba cerca sólo mientras buscaba la manera perfecta de matarla. Nuestra casa se desintegró, comenzamos a cambiarnos de un departamento a otro, y mi odio por esta recién llegada crecía. Luego tuvieron una hija, un hijo, se instalaron en el departamento peor decorado de la historia, donde convivían muebles que parecían ser una copia barata de los de mi casa, con los detalles de dudoso gusto que aportaba ella. Vi a mi padre convertido en un tipo que la mujer lo manda a lavar platos, lo apura, le pedía cambiar de modelo de auto "por los niños". Vi la manipulación en su peor forma, desde cerca. Y su imagen empezó a caerse. Ya no era Superman, ahora era un tipo con crisis de los 50, que se compraba una tremenda camioneta que no podía ni manejar bien, que perdía el pelo y la vista, que intentaba ser joven viviendo con los recursos económicos que no tuvo mientras nos criaba, y que de alguna manera, siempre terminaba viéndose ridículo. Desadaptado. Lo vi de cerca, lo compadecí, pero quería seguir ahí, esperando que se diera cuenta de sus errores y volviera a ser el hombre íntegro que me enseñó a ser responsable hasta sufrir de úlceras por tratar de cumplirles a todos. Mi papá me parecía un patético. Pero era mi padre, la persona por quien sentía más cariño, así que a hacer vista gorda a los gustos de su pareja y a la mala educación de sus nuevos hijos. Quise quererlos, pero no pude.
Y un buen día me encontré con que cada vez que hablábamos por teléfono, tenía menos cosas ciertas que decirle.
Quería decirle que era un imbécil. Que había mandado todo a la cresta por nada, que ella ni siquiera era guapa y que le sacaba la plata del bolsillo con argumentos bien falsos. Quería decirle que estaba aburrida de que se atrasara en pagar la pensión de alimentos, porque veía a mi mamá hacer malabares para que nada faltara, y en su casa, el refrigerador siempre estaba lleno. Quería sacarle en cara que nosotros nos íbamos cada vez a un departamento más chico, mientras él y su nueva familia redecoraban su casa en Maitencillo. Quería pedirle a gritos que no me llevara donde estuviera su mujer y su familia, porque me daba vergüenza ajena. Quería pedirle que no me entregara la mesada al final de cada tarde en su casa, porque yo sabía que la cantidad de plata que recibía era proporcional a las horas que estuviera y a la forma en que tratara a su nueva mujer, y eso me caía pésimo. Quería decirle que cada vez que lo veía con sus hijos, me sentía más lejos de él. Que odiaba cómo trataba a mi hermano menor. Que la admiración que alguna vez sentí por él, se transformó en pudor. Que, mirándolo, me daba cuenta de todas las cosas que yo jamás haría en la vida. Y que cada vez estaba más orgullosa de ser hija de mi madre y de vivir con ella. Quería decirle que no tomara tanto. Pero me callé, hasta hoy. De un día para otro decidí borrarlo de mi vida. Sacarlo para siempre. Mi papá me llamó dos veces sin recibir respuesta, y nunca más intentó contactarme. No preguntó por mí a través de mi hermano mayor. Aceptó que estaba fuera, sin pelearla o pedir razones. Como un niño chico ofendido, taimado.
Pasó el tiempo y la ausencia de mi padre fue un dolor que se fue anestesiando. Lo recordaba siempre, porque es mi papá, pero estaba obsesionada con no volver a verlo. Hasta que recibí un llamado telefónico de mi hermano, explicando que la empresa de mi papá pasaba por un mal momento, que mi papá tenía un par de cheques que no podía cubrir, y que lo habían tomado detenido. Mi hermano me pedía que fuera a verlo, mientras él arreglaba todo con el abogado, pero que ahora necesitaba que alguien fuera al terminal de buses, donde llegaría él custodiado por tres gendarmes, que los llevara a tomar desayuno y me asegurara de que el papá estaba bien. De golpe estaba de vuelta, pedía ayuda, y ahí estaba yo, con ganas de mandarlo a la cresta como se insulta a un amigo que mete la pata. Sin embargo, nos sentamos en una fuente de soda de la Alameda, con los tres gendarmes, mi hermano chico y yo, a tratar de hacer pasar este pésimo rato como algo normal. No se habló de cómo llegamos a este extremo. Hablamos del viaje en bus, de lo linda que es la Alameda los domingos sin autos, del clima. La situación era bizarra, y como somos expertos en no ponerle nombre a las cosas, ignoramos las circunstancias. Al día siguiente lo fui a visitar a Capuchinos. Pasé por el proceso de ser registrada por una gendarme, tuve que dejar toda tarjeta con banda magnética en un locker, escuché cómo lo llamaban por parlantes en el gimnasio del lugar y lo vi aparecer, compungido. Nos sentamos en una mesa donde le entregué un kilo de pan, un queso de esos que nos gustan a nosotros, y muchas cosas ricas. Luego fui a juntarme con su abogado, que vería su libertad en la Corte de Apelaciones, y esperé fuera de la sala, para escuchar que este tipo con cara de comadreja y aire de mentiroso me decía que estaba todo listo, que hoy saldría en libertad, que esa ley ya no corría y que todo fue simple mala suerte. Me alegré, me enteré que a las tantas horas estaría afuera, y cuando llegué a esperarlo, me encontré con su mujer que tomaba el crédito de las gestiones y se lo llevaba con aire de salvadora. Volví a mi casa, para recibir una llamada de mi padre diciendo que tenía el bolso que le llevé y que quería devolverlo. Lo tomé como un nuevo comienzo. Nos juntamos a la mañana siguiente, me lo entregó entre bromas, y partió.
Y no volví a verlo por un año.
La siguiente vez que nos encontramos fue en un tribunal de familia, en enero del año 2006. Entre niños que lloran, parejas que se pelean, matrimonios que se desarman, medidas de protección por violencia intrafamiliar, carabineros, abogados de poca monta y abogados serios, estábamos frente a frente. Mi madre, sus amigas, nuestra abogada; y a diez metros, mi padre, el mismo abogado que lo sacó de Capuchinos, y en medio un vacío inmenso. Nunca me saludó. Nunca me miró a los ojos. Nunca me explicó porqué decidió demandar a mi mamá para pedirle el divorcio, sin siquiera avisarle a mi hermano chico, a quien vio la tarde antes que llegara la citación a la casa. Nunca me ha explicado por qué es tan canalla. Nos vimos frente a un juez, el odio me comió las palabras, y supe que no querría volverlo a ver. Supe que esa persona que estaba al frente ya no era el padre que me crió. Que se parece físicamente, tiene los mismos gestos, pero, o nunca lo conocí o la gente sí se puede dar vuelta como un guante. Mi papá es la prueba viviente de que la gente cambia. Y no para bien. Lo vi de espaldas irse, y pensé que me debía una explicación. En su lugar, no recibí nada. Me queda la rabia y la pena, que ya pasaron. Me quedan los buenos recuerdos, que no sé si hoy valen de algo, porque a veces creo que mi imaginación de niña convirtió a mi padre en una persona que tal vez nunca fue. Me quedan las preguntas, las ganas de saber si pudo borrar su primer matrimonio y actuar como si sólo se hubiese casado una vez. Me queda la duda de si le importaría saber que fue mi hermano mayor quien me llevó al altar y me entregó en su lugar, o si esos gestos que a todos los padres les importan, para él no valen nada.
Pero mi papá no está. Y prefiero no saber la respuesta a todas esas preguntas.