Cristián Warnken
Jueves 31 de Marzo de 2011
Esperanza
No es mi hija, pero es nuestra madre, aunque me hubiera gustado tener una hija que se llamara Esperanza. Sobre todo ahora, cuando el nivel radiactivo supera tres mil 335 veces el límite admisible en el mar cercano a Fukushima, y las tropas de la OTAN bombardean las ciudades libias usando el loable objetivo de la libertad, que ya todos sabemos a estas alturas sólo encubre sed de petróleo. Sí, sobre todo ahora en que no hay un día en que no aparezca un nuevo psicópata, un nuevo sicario, un nuevo pedófilo, nuevos negociados, nuevas redes de poder, nuevas matanzas. No es que quiera dar vuelta la página, pero más letal que cualquier radiactividad o guerra o mafia, es la ausencia de esperanza.
Podrán caer y deberán caer todas las estructuras podridas de las instituciones en las que depositamos alguna vez nuestra ilusión y bajo las cuales alguna vez nos sentimos seguros, pero lo que no puede desmoronarse nunca es la esperanza. Que se abran todas las alcantarillas que haya que abrir, para que salgan a la luz del día todas las mentiras y el pantano sobre el que caminábamos pensando que era tierra firme. Pero que entre todos los cadáveres y caídos de la gran catástrofe de la confianza de este tiempo, levantemos y hagámosle respiración boca a boca a una sola de las palabras malheridas entre todas, la única sola que basta para seguir viviendo, y esa es "esperanza". Tal vez las demás palabras gastadas habrá que dejarlas a la vera del camino. Habrá que caminar hacia el horizonte más ligeros de equipaje, con menos certezas y seguridades, sólo con la esperanza, que no pesa y que no exige más que espera.
Sí, es cierto que hay locos que guardan arsenales en sus casas y un día salen a matar a quien se les cruce por delante. Hay países comidos por el narcotráfico, y en Afganistán la amapola es la única flor que da esperanza a los hombres y mujeres con la mirada más bella del planeta, porque esa flor bella y maldita produce la heroína que consumen los adictos de las potencias "desarrolladas". Y esos adictos de esas sociedades satisfechas son los que, teniéndolo todo, perdieron la esperanza. De Irak, en la vieja Mesopotamia donde nació la civilización humana, sólo quedan ruinas, y ya nadie habla de las armas de destrucción masiva que nunca se encontraron, porque ya nadie se avergüenza de mentir en el mundo.
Pero yo quiero que vuelvan la verdad y la esperanza, juntas, como hermanas mellizas de un cuento de infancia. Aunque parezca clisé, aunque suene cursi. ¿Quién me puede negar que me dé ese gusto en este jueves de otoño del hemisferio sur, en esta mañana hermosa y fría? ¿Es que no puedo salir con ella a la calle, y bailar con ella, como lo hacen los niños en las plazas, como un loco? El mundo está cada vez más loco, y hay locos que gobiernan y son reelectos por inmensa mayoría. Hay primeras damas que se divorcian para repartirse el poder con sus caudillescos esposos, hay parlamentarios de la República que les roban el agua a los campesinos asediados por la sequía.
La estupidez, la maldad, la avidez desbocada parecen no tener límite. Sí. Pero yo insisto en hablar de ella. Me dirán: "¿Y hasta cuándo nos va a machacar usted con la muletilla esa de la esperanza, y en qué tiene usted esperanza, por Dios?". Yo en esto no hago cálculos ni tengo respuesta, porque la esperanza es la única acción que no sufre las fluctuaciones de la bolsa. No se mide en el Simce y no está en el IPSA.
Pero la esperanza, cuando quiere, estalla. Cuando la vean venir algún día de estos no lo podrán creer, cuando limpie como un tsunami en cámara lenta y agua limpia toda la estupidez, la miseria moral, y los malos vaticinios del calendario maya.
Cuando la esperanza vuelva, los quiero ver. Ahora no los veo, porque estamos como extraviados en la niebla. Pero a la esperanza sí la veo: todavía está ahí. Intacta. Y brilla. Es un milagro que esté ahí. ¿Quién quiere ir conmigo a encontrarla?