Es esta constante impotencia la que nos obliga a las personas a refugiarnos en un mundo de ensueño dónde nos es posible alcanzar aquello que en la vida real no nos atrevemos ni siquiera a desear. Recientemente he descubierto que en el mundo todavía hay personas incapaces de ello. Gente que, por algún motivo u otro, jamás aprendieron a soñar. Quizás porque no se atrevieron o no lo creyeron necesario, tal vez porque no encontraron a la persona adecuada que les supiera enseñar. Es por esto que me he aferrado a la absurda idea de construir una fábrica de sueños. Sonará estúpido e infantil pero, ¿que sería de esta vida sin los sueños? Protagonizaríamos una vida sin sentido pues ésta carecería de un mundo donde poder refugiarnos de vez en cuando e intentar ser felices. Gracias a esta fábrica de sueños la persona más desgraciada de la faz de la tierra lograría sentirse por primera vez afortunada. Aquella persona cuyo estómago apenas conoció qué es la comida, nunca más volvería a pasar hambre. Aquél que se vio obligado a observar la vida desde su silla de ruedas, como si de un mero espectador se tratase, se pondría en pié y nunca más se volvería a sentar. Aquél anciano que con tristeza y añoranza observaba a los niños correr, abandonaría su bastón para correr junto a ellos como antaño: como si sus piernas desconocieran que es el cansancio. Aquél que tan sólo se atrevió a soñar con alguien con quien poder hablar, olvidaría por completo el significado de la palabra soledad. Algún día, cuando descubra la manera exacta de cómo hacerlo, construiré una inmensa fábrica de sueños para que aquellos a los que la vida les ha dado la espalda encuentren refugio en ese mundo de ensueño y puedan, por fin, ser felices.