Siempre me ha parecido espectacular la caída de una hoja.
Ahora, sin embargo, me doy cuenta que ninguna hoja “se cae” sino que llegado el otoño, inicia la danza del soltarse.
Cada hoja que se suelta es una invitación a nuestra predisposición al desprendimiento.
Las hojas no caen, se desprenden en un gesto supremo de generosidad y de sabiduría: la hoja que no se aferra a la rama y se lanza al vacío, sabe del latido profundo de una vida que está siempre en movimiento y en actitud de renovación.
La hoja que se suelta comprende y acepta que el espacio vacío dejado por ella, es la matriz generosa que albergará el brote de una nueva hoja.
La coreografía de las hojas soltándose y abandonándose,traza un bucle de libertad y supone una constante y contundente demostración de confianza para todos y cada uno de los árboles humanos que somos nosotros.
Cada hoja al aire me está susurrando al oído del alma ¡suéltate!, ¡entrégate!, ¡abandónate! y ¡confía!
Cada hoja que se desata, queda unida invisible y sutilmente a su propia entrega y libertad. Con este gesto la hoja realiza su generoso movimiento de creatividad ya que con él está gestando el vacío para una próxima primavera.
Reconozco y confieso públicamente,que soy un árbol al que le cuesta soltar muchas de sus hojas.
Tengo miedo ante la incertidumbre del nuevo brote.
Me siento tan cómodo y seguro con estas hojas predecibles, con estos hábitos perennes, con estas conductas fijadas, con estos pensamientos arraigados, con este entorno ya conocido…
Quiero, en este tiempo, sumarme a esa sabiduría, generosidad y belleza de las hojas que “se dejan caer”.
Quiero lanzarme a este abismo otoñal que me sumerge en un auténtico espacio de fe, confianza y esplendor.
Sé que cuando soy yo quien decide soltarse, desde su propia consciencia y libertad, el desprenderse de la rama es mucho menos doloroso y más hermoso.
Sólo las hojas que se resisten, que niegan lo obvio, tendrán que ser arrancadas por un viento más agresivo e impetuoso y caerán al suelo por el peso de su propio dolor.