LA PASTILLA NEGRA
Era el primer día que la veían. Entró en la sala del comedor con un ajustado traje de enfermera. Era alta, morena, de ojos profundos y bastante delgada. Su cuerpo era imponente, pero ella parecía desprender cierta simpatía. No era como la enfermera de todos los días, la algo rechoncha Carmen.
Dentro del comedor una de las familiares de un anciano le saludó mientras se marchaba, ella le devolvió el saludo con una media sonrisa. Una vez se marchó la mujer, la enfermera se situó delante del atrio en el que siempre se ponía Carmen para repartir las medicinas. Ella hizo lo mismo, algo que todos los ancianos supieron reconocer como el momento de tomar las pastillas correspondientes para sus tratamientos.
El primero fue Francisco, quien se adelantó a todos gracias a que ya se encontraba recuperado de las toses de la semana pasada que por poco lo conducen al hospital. Con paso lento pero decidido, Francisco llegó hasta la enfermera y le pidió sus pastillas. Ella, sin embargo, sólo le dio una sola pastilla, negra azabache. Él se sintió extrañado y le preguntó si su mejora hacía que sólo necesitase una pastilla, a lo que ella respondió con un gesto afirmativo con la cabeza.
Detrás marchaba Amparito, a quien también le entregó una sola pastilla negra. Luego se acercó Juan y también recibió una pastilla negra únicamente como medicación. Jose Manuel, Miguelito, doña Almudena, el señor Luis, Felipe el chileno y una sucesión incontable de ancianos recibieron, uno tras otro, la misma pastilla negra.
Francisco, el primero en tomar la pastilla, se sentía bien, cada vez con más fuerzas, con un sentimiento positivo que le inundaba toda su personalidad. Se sentó en su cómodo sillón y descansó unos minutos. Tenía sueño, así que cerró los ojos.
La familiar que acababa de salir estaba cruzando la puerta del asilo cuando se cruzó con la enfermera Carmen.
– “Hola Carmen, ¿qué tal? Justo ahora acabo de cruzarme con tu nueva ayudante”, le informó.
Carmen, extrañada, le contestó:
– “Creo que te confundes querida, no hemos contratado nuevas ayudantes”.
Las dos, confundidas por esta extraña mujer a la que nadie conocía, regresaron al salón del comedor del asilo. Cuando llegaron todos los ancianos estaban en sus respectivos sillones. Todos parecían dormir, pero no estaban dormidos, estaban muertos. Con una sonrisa leve en la cara. Y unos labios ligeramente manchados de negro. No había ni rastro de la enfermera.
Era el primer día que la veían. Entró en la sala del comedor con un ajustado traje de enfermera. Era alta, morena, de ojos profundos y bastante delgada. Su cuerpo era imponente, pero ella parecía desprender cierta simpatía. No era como la enfermera de todos los días, la algo rechoncha Carmen.
Dentro del comedor una de las familiares de un anciano le saludó mientras se marchaba, ella le devolvió el saludo con una media sonrisa. Una vez se marchó la mujer, la enfermera se situó delante del atrio en el que siempre se ponía Carmen para repartir las medicinas. Ella hizo lo mismo, algo que todos los ancianos supieron reconocer como el momento de tomar las pastillas correspondientes para sus tratamientos.
El primero fue Francisco, quien se adelantó a todos gracias a que ya se encontraba recuperado de las toses de la semana pasada que por poco lo conducen al hospital. Con paso lento pero decidido, Francisco llegó hasta la enfermera y le pidió sus pastillas. Ella, sin embargo, sólo le dio una sola pastilla, negra azabache. Él se sintió extrañado y le preguntó si su mejora hacía que sólo necesitase una pastilla, a lo que ella respondió con un gesto afirmativo con la cabeza.
Detrás marchaba Amparito, a quien también le entregó una sola pastilla negra. Luego se acercó Juan y también recibió una pastilla negra únicamente como medicación. Jose Manuel, Miguelito, doña Almudena, el señor Luis, Felipe el chileno y una sucesión incontable de ancianos recibieron, uno tras otro, la misma pastilla negra.
Francisco, el primero en tomar la pastilla, se sentía bien, cada vez con más fuerzas, con un sentimiento positivo que le inundaba toda su personalidad. Se sentó en su cómodo sillón y descansó unos minutos. Tenía sueño, así que cerró los ojos.
La familiar que acababa de salir estaba cruzando la puerta del asilo cuando se cruzó con la enfermera Carmen.
– “Hola Carmen, ¿qué tal? Justo ahora acabo de cruzarme con tu nueva ayudante”, le informó.
Carmen, extrañada, le contestó:
– “Creo que te confundes querida, no hemos contratado nuevas ayudantes”.
Las dos, confundidas por esta extraña mujer a la que nadie conocía, regresaron al salón del comedor del asilo. Cuando llegaron todos los ancianos estaban en sus respectivos sillones. Todos parecían dormir, pero no estaban dormidos, estaban muertos. Con una sonrisa leve en la cara. Y unos labios ligeramente manchados de negro. No había ni rastro de la enfermera.
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