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Mientras los gritos aullaban con alaridos de piedad y clemencia, el dolor sentido ardía intenso mientras uno y otro latigazo inmisericorde sacaba bocados de piel y la sangre vertía de cada cuatro heridas mas, eran cuatro puntas filtrándose con soberbia, con rabia, cómo si aquello fuera a cambiar el pensamiento de aquel niño indolente, indefenso, sumido al infierno del dolor, por haberse quitado diez pesos del bolso de su tía Elisa que había llegado de vacaciones a dónde su hermana.
Kiko, no derramaba lágrimas, el dolor intenso no le permitía darse ese lujo de llorar para lavar de alguna manera ese desgarrador dolor, sembrado en su inocente piel aun de niño, ¡No más…! Por favor… Para!, no conocía en su léxico la palabra piedad, y la pedía a gritos… No conocía la palabra piedad y ese día la pronuncio una y otra vez, porqué ese día fue más de medía hora arremetido, la furia de su madre se empecinaba en ver más sangre derramada y no contaba con el tiempo, para ella no existía, más que dolo de la ira y la rabia la escupía allí valientemente con esos cuatro cables que silbaban en el aire con desmedida fuerza para hacer cada vez mas daño en aquel cuerpo.
Kiko, sufría en carne propia su dolor, su agonía era tan letal que ansiaba que ese castigo tuviera un fin fatal, para no sufrir esa cadena de lapidación sin freno, ese castigo que azotaba sus débiles carnes, ese olor a sangre derramada, vertida para que no tomara malas costumbres y nunca se atreviera a quitar un centavo a nadie.
La gente en la calle agolpada viendo cómo era castigado el niño por sus travesuras, allí izado al viento desnudo con la piel ensangrentada, herida, cortada, masacrada, indolentemente herida, sin el mas asomo de misericordia, por que entre mas gritaba la gente, mas soberbia se debatía, era como darle alas para sumar más latigazos, mas fuerte eran los azotes.
Le gritaban cosas, la gente lloraba, los niños gritaban, había histeria ante el dolor de aquel chiquillo, que se abandonaba a su suerte con sus lánguidos gemidos de un dolor lastimero, profundo, severo, cruel, que deseaba tener sosiego, pedía descansó, para soportar la angustia, para aminorar el dolor que uno sobre otro, laceraba piernas, nalgas, costillas, espalda, pecho, era un mas de harapos ajada.
El dolor que mas causaba estragos era el del alma, la envenenaba, ya no le paraba bolas al dolor, se afianzaba en pensar en el desquite, en la venganza y el odio era desmedido y se juraba que si salía con vida… Los haría sufrir, no tanto en dolor, si en quitarles plata pues aquello era lo que mas les dolía.
Madre inhumana, madre indolente por que castigas a tu propia sangre… No lo castigue así… No seas cruel con el, con tu hijo, es su sangre señora… Por Dios esa no es la manera de castigar señora aun hijo… Por favor pare, pare… Vieja cruel basta, basta no seas así con tu hijo, si no lo quieres regálalo… Madre mía no conocía tanta crueldad… Para que traer hijos así al mundo si los vamos azotar con saña.
Niños de todas las edades mirando por entre las rendijas que dividía cada listón de madera atornillada del viejo portón que daba al patio, miraban con asombro y las lágrimas inocentes se derraban sin llamarlas sobre sus mejillas, y el alma palidecía al presenciar tonto castigo junto, los minutos pasaban y el castigo no cesaba, aquella madre corpulenta de carácter fuerte y mirada callada y noble tenía el rictus de la cólera entre ceja y ceja, solo tenía una misión clavada en el alma…
Que su hijo no fuera un ladrón, le gritaba: primero muerto que tener un hijo ladrón, así que te castigo para que nunca más tu mano hurte, quite un centava a nadie, y si lo vuelve hacer, se repetirá cada vez más mi ira para hacerte un hombre de bien ante la familia, ante el mundo, cueste lo que cuete lo quiero honrado y el látigo seguía su cometido, flagelando la piel hasta hacerla un mar ajada peor que una carnicería.
Leo Frank Park
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MAILOV I
Mailov, en ese mes de mayo quería dejar que el pensamiento de Leo Frank Park, como lo había ella bautizado tomando las primeras letras de cada uno de su nombre y primer apellido, solo que espero muchos años para decirlo, que en adelante así se llamaría en el argot literario.
Mailov, comenzó por mover los hilos de aquel pensamiento inocuo en ideas transcendentales, de comportamiento que rayaba lo ridículo, en cada uno de sus letargos comportamientos, porqué el Leo de entonces caería de emociones que lo llevaran a caminar por los orbes placidos de la fantasía, era triste verlo recorrer las calles con la mirada ida y el pensamiento sin un puente pensante para poder pasar.
No tenía en su haber esa chispa incendiaria, de algo que brillara en su pensamiento, era una mente de laberintos muy oscuros, y de sombras tan parcas que no concebía la luz de hacer algo que valiera la pena para sumar y menos multiplicar en ese interrogante de quién en verdad era Leo Frank Park. Se diría que era un cero siempre a la izquierda muy devaluado para valer al menos un céntimo.
Solo era objetivo en hacer males, en hacerle la vida imposible a sus padres, en acarrearles zozobra con cada una de sus desconcertantes acciones nada que alabar, por que despertaba la codiciada ira de romperle el alma hasta dejarlo sin entrañas, tan su padre como su madre les asombraba la idea de descuartizarlo en castigos inclementes, cada vez más duros y de una violencia poco consecuente con su edad.
Fueron siete años de castigos inimaginables para contarlos, para poder mostrar ese dolor descarnado que Kiko, sentía en cada muenda dada con rabia, con ira, con un salvajismo poco inusual de los padres que en verdad aman a sus hijos.
Kiko, como lo llaman entonces era el niño del cuerpo lacerado, de las heridas abiertas con olores putrefactos al ser descomposición de la materia en pus, por la infección de cada latigazo al rasgar la carne y dejar la herida expuesta al aire, causaban en su piel ese descompuesto fétido por largos quince días mientras por si mismo se curaba el mismo al bañarse con saúco y otras hierbas para sanar su piel.
Los castigos no eran de uno o dos latigazos, era colgado de las manos, completamente desnudo, en un principio en una columna de cedro, cuando tenía un poco menos de los diez años y mostrado al publico en una tarde gris, cuando los chicos salían de las escuelas, cada latigazo con tres líneas de cables de calibre diez con sus puntas recogidas para rasgar más la piel con cada impacto.
Mientras los gritos aullaban con alaridos de piedad y clemencia, el dolor sentido ardía intenso mientras uno y otro latigazo inmisericorde sacaba bocados de piel y la sangre vertía de cada cuatro heridas mas, eran cuatro puntas filtrándose con soberbia, con rabia, cómo si aquello fuera a cambiar el pensamiento de aquel niño indolente, indefenso, sumido al infierno del dolor, por haberse quitado diez pesos del bolso de su tía Elisa que había llegado de vacaciones a dónde su hermana.
Kiko, no derramaba lágrimas, el dolor intenso no le permitía darse ese lujo de llorar para lavar de alguna manera ese desgarrador dolor, sembrado en su inocente piel aun de niño, ¡No más…! Por favor… Para!, no conocía en su léxico la palabra piedad, y la pedía a gritos… No conocía la palabra piedad y ese día la pronuncio una y otra vez, porqué ese día fue más de medía hora arremetido, la furia de su madre se empecinaba en ver más sangre derramada y no contaba con el tiempo, para ella no existía, más que dolo de la ira y la rabia la escupía allí valientemente con esos cuatro cables que silbaban en el aire con desmedida fuerza para hacer cada vez mas daño en aquel cuerpo.
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