Dormida estoy, almendro florecido, pero inmóvil, sin ráfaga de viento; la nieve de mi flor es el quejido de quien busca la entrega, y el momento se niega a aparecer; en el vestido de mi blancura anida el descontento. Ah, si tu soplo sobre mí viniera, qué nevada, fragancia
Una ráfaga de aire
Pasó ante mí como hálito levísimo, casi perfil de sombra, tan etérea que no se estremecieron los visillos, ni temblaron las llamas de las velas; sin forma física, como si un ángel afirmara, invisible, su presencia. Nadie la percibió; todos siguieron sumidos en las nimias bagatelas de sus copas, periódicos, cigarros, razón y efecto de sus existencias. Lo tangible se duerme en el sentido, y también, de algún modo, lo anestesia; lo sutil, lo incorpóreo, llega al alma, y se le hace visible, aun en tinieblas. Esta mujer, o espíritu, o fantasma, pasó rozándome en su transparencia; ciertamente la vi…; tal vez fue sólo una ráfaga de aire su silueta; pero la percibí; por un momento su realidad se me hizo manifiesta. Aunque no supe definirlo entonces, se reveló entre súplica y ofrenda.
Miré la superficie roja, inmóvil, de mi copa de vino, medio llena, y le nacieron círculos concéntricos, y como el ondear de una melena. La mesa era quietud, ni un movimiento, y me empezaron a temblar las piernas. Alcé la copa, la bebí hasta el fondo, me fui a la barra, y liquidé la cuenta.
Casi en huída hacia la tarde en llamas, me detuve, miré sobre la puerta, y vi un retrato de mujer, el pelo suelto al viento, sobre un fondo de niebla, la sonrisa extendida sobre el rostro, y una firma enigmática, sin fecha.
Salí a la calle y me perdí en la sombra de las casas vecinas. Las gardenias languidecían bajo el sol de agosto; más allá, los gorriones, y la siega.
Olvidé el incidente…, hasta que un día llegaste a mí, y al observar de cerca la sonrisa, el revuelo del cabello, el aire que me roza cuando llegas, supe que ya te había conocido, mi pregunta de un tiempo, ya respuesta.