Un débil rugido hizo que un escalofrío le recorriera la espalda, soltando suficiente
adrenalina para perforar la capa de ozono. No era un sonido habitual por aquellos
parajes, y él conocía a todos los depredadores que vivían en el territorio.
Un metro más y nada se interpondría en su línea de visión.
Vio un perro en mitad del sendero; o, al menos, algo perruno. Al principio, Walter
pensó que se trataba de un pastor alemán por el color de su pelaje, pero había algo
extraño en las articulaciones de sus patas delanteras que lo asemejaban más a un oso
que a un perro. Y era mucho más grande que cualquier perro o lobo que hubiera
visto nunca. Tenía unos ojos de hielo, de asesino, y unos colmillos imposibles.
Puede que Waltei no supiera cómo llamarlo, pero sabía lo que era. En el rostro de
aquella bestia acechaban todas las pesadillas que atormentaban su vida. Era la cosa a
la que se había enfrentado en tres ocasiones en Vietnam y todas las noches desde
entonces: la muerte. Aquella era una batalla para un guerrero sangriento, maltrecho
y corrompido como él, no para un inocente.
Salió de su escondrijo con un bramido salvaje diseñado para atraer la atención y
echó a correr a toda velocidad, ignorando la protesta de unas rodillas demasiado
viejas para la batalla. Aunque había pasado mucho tiempo desde la última pelea, no
había olvidado la sensación de la sangre circulando por sus venas.
—Corre, chaval —dijo al pasar como una exhalación junto al muchacho con una
fiera sonrisa pintada en el rostro, preparado para entablar combate con el enemigo.
Era posible que el animal huyera. Se había tomado su tiempo estudiando al chico,
y, en ocasiones, cuando la comida de un depredador arremete contra él, el
depredador suele dar media vuelta. Pero, de algún modo, Walter sabía que aquella
bestia no era aquel tipo de animal; sus cegadores ojos dorados desprendían una
inteligencia perturbadora.
Puede que algo le impidiera atacar al joven, pero con Walter no tuvo reparos. Se
lanzó sobre él como si no fuera armado. Tal vez no era tan listo como creía, o se había
dejado engañar por su apariencia inofensiva sin comprender de lo que era capaz un
viejo veterano armado con un cuchillo y su propio brazo. Tal vez se dejó llevar por la
huida del chico, ya que este había seguido el consejo de Walter a las primeras de
cambio y corría como una bala perdida, y solo veía a Walter como un obstáculo que
se interponía a su deseo de carne fresca y jugosa.
Pero Walter no era un chico indefenso. Había conseguido su cuchillo de un
general enemigo al que había asesinado en la oscuridad, como le habían enseñado. El
cuchillo estaba cubierto de amuletos mágicos grabados en la hoja, símbolos extraños
que ya estaban ennegrecidos, ocultando lo que tiempo atrás fue una superficie
plateada. Pese a toda la parafernalia exótica, era un buen cuchillo y se clavó
profundamente en el lomo del animal.