Desde La Habana
Prontos a cumplir los dos años, los Diálogos de Paz que se llevan a cabo en La Habana entre las FARC y el gobierno colombiano arrojan algunos logros de importancia. El primero: la ruptura de la larga invisibilización del conflicto armado en Colombia, negado por una engañosa retórica oficial que satanizaba a los insurgentes como “narcoguerrilleros” o “narcoterroristas” y que concebía a la guerrilla más antigua del planeta como si fuera una actividad meramente delictiva, ocultando sus raíces estructurales y su naturaleza y objetivos sociopolíticos. No es un dato menor que quien propalaba estas mentiras, Uribe y sus corifeos, son gentes que según la DEA y el FBI tienen probadas vinculaciones con el narcotráfico. Con un total de 80 parlamentarios condenados o procesados por sus vinculaciones con los narcos, la derecha colombiana ostenta el Record Guinness en el campeonato mundial de la narcopolítica. Los Diálogos no sólo contribuyeron a acabar con esas calumnias, sino que la cobertura mediática de las conversaciones hizo posible que el pueblo colombiano pudiera escuchar los planteamientos de las FARC y romper el cerco informativo que las mantenía en el aislamiento y que los medios –abrumadoramente controlados por la derecha– denunciaban como siniestras organizaciones criminales. Ya no más: en las periódicas apariciones luego de cada ciclo de conversaciones con los representantes del presidente Santos, los negociadores de la guerrilla aparecen ante la opinión pública colombiana como gentes razonables y siempre portadores de concretas iniciativas patrióticas.
Lo segundo, es que los representantes de las FARC desbarataron las acusaciones sobre el supuesto vínculo entre la guerrilla y el narcotráfico, haciendo pública una iniciativa que su entonces líder, el comandante Manuel Marulanda Vélez, presentara públicamente el año 2000 para acabar con el cultivo de coca en Colombia. El plan proponía la sustitución de la coca por otros cultivos de corte tradicional. Pero la materialización de este proyecto requiere de la activa participación de un gobierno que lo haga suyo, cosa que Bogotá no hizo. Su política, a propuesta de Washington, ha sido quemar las plantaciones de coca sin ofrecer nada a cambio para los campesinos. El resultado: la diseminación de ese cultivo por casi todo el país. En las consideraciones de Marulanda el costo de esta reconversión agraria, que erradicaría de verdad la coca, debía ser financiado conjuntamente por organismos internacionales de crédito, un programa especial de la ONU y, por supuesto, el gobierno colombiano. Esta iniciativa, que refuta inapelablemente la conjunción de intereses entre los narcos y las FARC, porque efectivamente acaba con el cultivo de la coca, había circulado profusamente en Colombia. Sin embargo, encontró oídos sordos en los despachos oficiales.
Tercero y último: los representantes de las FARC también promovieron diversas iniciativas para mejorar la pobre calidad de la democracia colombiana. Una de ellas serviría para remover las argucias leguleyas que impiden a uno de los personajes más populares de Colombia, la ex senadora Piedad Córdoba, desempeñar cualquier puesto público por un período de dieciocho años. La causa de este disparate: los incansables esfuerzos de Piedad por poner fin al conflicto armado.
Otra iniciativa política: las FARC proponen la constitución de una suerte de comisión histórica de la memoria y la verdad que debería ser integrada por intachables personalidades internacionales y colombianas. La comisión tendría por misión establecer las responsabilidades que le caben a los diversos actores por el prolongado baño de sangre a que ha sido sometido ese país en el último medio siglo, y que todavía continúa. Como muy bien lo aprendimos en la Argentina, la paz no puede construirse sobre el olvido y la impunidad del terrorismo de Estado. Quienes mataron a mansalva a jóvenes reclutados supuestamente por el ejército para luego ser asesinados y presentados como guerrilleros abatidos en combate –los “falsos positivos”– no pueden continuar disfrutando los beneficios de la libertad. Lo mismo vale para quienes dispusieron de fosas comunes para hacer desaparecer a cientos de personas aniquiladas por las fuerzas oficiales y por la jauría que, en los años ’80, asesinó a unos cinco mil militantes de la Unión Patriótica (incluyendo dos candidatos a presidentes de la República e innumerable cantidad de candidatos a las alcaldías y el Congreso) cuando la guerrilla dejó sus armas e ingresó a la competencia política “democrática” a la que había sido invitada por el gobierno de entonces. Sabemos, por experiencia, que la impunidad es un tema tabú para los criminales de ayer y de hoy, y sus protectores en las alturas del Estado. Pero ningún gobierno puede encarar seriamente un Diálogo de Paz condenando este tema al olvido.
Conclusión: la apertura de las conversaciones habaneras colocó al gobierno de Santos a la defensiva. El solo hecho de concederles la palabra a las FARC y permitir que sus voces resuenen claramente en Colombia destruyó, en pocas semanas, los estereotipos que la habían criminalizado y abrió considerablemente la agenda política. Falta aún mucho camino por recorrer, pero los diálogos de La Habana deberían contar con la solidaridad de los pueblos y los gobiernos democráticos de Nuestra América para poner fin a más de medio siglo de luchas fratricidas en la entrañable tierra colombiana.
* Director del PLED. Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini.