Los esposos Ethel y Julius Rosenberg, neoyorkinos de ascendencia judía, fueron ejecutados en la silla eléctrica el 19 de junio de 1953 en la prisión de Sing Sing, acusados de entregar información que supuestamente posibilitó a la Unión Soviética acceder al secreto de la bomba atómica.
El proceso judicial fue muy cuestionado en el mundo. El intelectual Jean Paul Sartre lo llamó un linchamiento legal, pues se inspiraba en crueles persecuciones a las ideas socialistas de las que fueron víctimas militantes y simpatizantes en Estados Unidos. Muchos tuvieron que cumplir largas penas de prisión solo por admitir que las sustentaban.
El proceso de los Rosenberg dio trigo a las pesquisas del FBI, enrumbadas desde el Congreso por el Comité de Investigación de Actividades Anti-norteamericanas del Senado, presidido por Joseph Mc Carthy, mientras en la Cámara de Representantes lo hacía Richard Nixon.
Documentos desclasificados y testimonios hacen comprender que la ejecución de los Rosenberg fue más un producto de la distorsión de la opinión pública allí, soliviantada por las campañas dirigidas a crear un fantasma del comunismo que justificase medidas represivas en el orden interno y contiendas bélicas en el exterior, todo para mantener altos los gastos militares y crear un nuevo poderío basado en la terrible arma atómica.
El origen del suceso hay que buscarlo en los años cuarenta, cuando se rompió la coalición anti-fascista que había unido a los países aliados contra el eje nazi-fascista y se dio paso a la llamada Guerra Fría. El comienzo de esta peligrosa etapa de la historia se ubica a partir de la muerte del presidente Franklin Delano Roosevelt.
El primer ministro británico Winston Churchill había perdido por amplio margen los comicios de 1945 ante su rival Clemente Attlee. Pero había acordado con el recién electo presidente estadounidense Harry Truman discutir entre ellos antes de sostener una reunión tripartita con el líder soviético Joseph Stalin. La cita, que tenía por objetivo afinar el futuro del mundo tras la victoria frente a Alemania, finalmente se dio en Postdam entre julio y agosto de 1945.
Churchill quería comunicarle, sobre todo, su inquietud con los soviéticos, a partir de “su falsa interpretación de las decisiones de Yalta (febrero 1945), su actitud hacia Polonia, su abrumadora influencia en los Balcanes, con excepción de Grecia, las dificultades que crean sobre Viena, la combinación del poderío ruso y los territorios bajo su control u ocupados”...(1).
Truman no era difícil de convencer. El 27 de julio de 1941 había declarado al New York Times: “Si vemos que Alemania va a ganar la guerra, debemos ayudar a Rusia. Si vemos que Rusia va a ganarla, debemos ayudar a Alemania y dejar lo más posible que se maten entre sí”.
Churchill transitó un camino trillado. El futuro director de la CIA, Allen Dulles, ya uno de los jefes de la naciente inteligencia y el general Karl Wolff, jefe de las SS en Italia, se reunieron en Zurich el 12 y el 15 de marzo de 1945, bajo protesta de los soviéticos que tenían el derecho de participar. Dulles planeaba aprovechar la inteligencia alemana sobre Rusia, como preludio de acuerdos para que jefes militares y de inteligencia del III Reich se rindieran a EE.UU. y Gran Bretaña, salvasen el pellejo y sirvieran a los planes de dominio mundial de ambas potencias.
Cuando Truman confirmó a Churchill que los ensayos para explotar la bomba el 17 de julio habían sido positivos, decidieron que ya no necesitaban de los rusos para que ellos invadiesen a Japón por Manchuria y completar así el fin de la Segunda Guerra Mundial. Ya Estados Unidos no debía jugar un papel de contrapeso entre la Unión Soviética y el Reino Unido como pensaba Roosevelt.
Rusia había ganado prestigio al comenzar la invasión de Alemania antes que nadie, pero en ese momento el poseedor de la bomba atómica se convertía en el verdadero poder militar y político del mundo. EE.UU. y la URSS se mantuvieron aliados hasta el final de la guerra, pero Washington nunca informó a Moscú sobre la búsqueda del arma atómica ni del Proyecto Manhattan. La sorpresa de su detonación fue tremenda.
Menos de un año después de la cita de Postdam, Truman invitó a Churchill a visitar Estados Unidos. Ya sin la investidura de primer ministro, mas con la aureola de haber sido el conductor del Reino Unido en los difíciles años de la Segunda Guerra Mundial, Churchill viajó a Cuba (donde había estado en 1895 durante la guerra de Independencia) antes de ir a Norteamérica. Comprobó mientras disfrutaba de los habanos Romeo y Julieta que “su prestigio internacional no había sufrido por su fracaso electoral” (2).
El gran viraje de ambas potencias se hizo público a partir del famoso discurso del ex primer ministro británico en Fulton, Missouri, cuando pronunció por primera vez ante los medios su famosa frase sobre la “cortina de hierro”. Algunos señalan ese momento como el principio de la Guerra Fría.
Truman abiertamente abandonó las posiciones conciliatorias de Roosevelt y adoptó las agresivas de Churchill, que tanto habían molestado ya a Stalin por la demora, hasta 1944, en abrir el frente de guerra del oeste.
Como una curiosidad histórica, la celebración a comienzos de junio de este año del aniversario 70 del desembarco en Normandía, es decir, la apertura del segundo frente por parte de los aliados, se celebró en medio de un nuevo diferendo con Rusia, esta vez sobre Ucrania. Una evidencia más de que la historia tiende a repetirse.
Aunque Henry Wallace y Henry Stimson, secretarios de Comercio y Defensa respectivamente, habían defendido la posición del difunto Roosevelt de sostener relaciones normales con los soviéticos; Stettinius, Vinson y Forrestal, secretarios de Estado, del Tesoro y Marina respectivamente, apoyaron cambiarla. Los dos últimos se distinguieron más tarde “cazando brujas” con McCarthy.
El viraje trajo como consecuencia el rompimiento de los aliados contra el fascismo. Las campañas contra los comunistas se reiniciaron a la sombra del Plan Marshall y tuvieron su momento culminante en las campañas maccartistas, en especial el proceso y ejecución de los Rosenberg.
Sus condenas los convirtieron en los dos únicos civiles norteamericanos ejecutados en la silla eléctrica durante la llamada Guerra Fría. Para lograrlo, se les acusó también por los miles de muertos en la Guerra de Corea, tratando de hacer esa contienda más aceptable. Sartre fue certero. Era lo más cercano a los linchamientos.
(1) André Fountain. Histoire de la Guerre Froide. Fayard 1965 Paris, p. 324.
(2) Winston S Churchill. Memorias de la Segunda Guerra Mundial. Ediciones Peuser. 1961 Buenos Aires, p. 1014.