Por Bertha Mojena Milián
No la conocí, no tuve la enorme dicha de tenerla cerca. Sin embargo, leía cosas hermosas sobre ella y escuchaba a los de mayor edad llamarla “heroína”, “flor autóctona de la Revolución“, “mujer rebelde”. Y confieso que era una imagen que no siempre lograba acercar a la realidad.
Entonces visité Granma, fui hasta Niquero, pasé por Manzanillo, llegué a Media Luna y entré a una casita pintada de azul, casi toda de madera, cuidada y limpia como la que había soñado de niña para mis muñecas, pero con una historia tan grandiosa que contar que no podía caber en palabras, letras, objetos, anécdotas de vecinos.
Allí vivió Celia Sánchez, allí se formó y ayudó a unos padres honestos y humanos capaces de hacer el bien, de buscarlo, de enseñarlo con la humildad absoluta de quienes forjan -hasta con pequeños hechos- una obra inmensamente grande.
Hija de un destacado médico, arqueólogo, un cubano y martiano ejemplar, esta niña menuda se convirtió por esfuerzo, voluntad y convicción propia en una mujer sin temor a los retos, a la defensa de sus ideas, a la causa de su pueblo y se dedicó, en cuerpo y alma a la Cuba que amaba y debía rescatar para el futuro.
Dicen los que la conocieron que su sencillez asombraba a todos, que su modestia causaba admiración y respeto, que su entrega sin límites al trabajo marcaba la vida de los que la rodeaban y compartían con ella, aunque solo fuera un breve tiempo. Muchos hablan también de su espíritu para enfrentarlo todo, de esa fortaleza vital, interna, que la hizo subir al Turquino y develar junto a su padre y a Jilma Madera el Martí que nos ilumina desde esa altura y bendice esta Isla, como si velara los sueños y los caminos que defendemos con más fuerzas desde entonces.
En sus manos estuvo también la gran misión de multiplicar y distribuir “La Historia me absolverá“, de organizar algunas de las acciones de apoyo al desembarco del Granma, de guiar junto a Frank la lucha en la clandestinidad y salvar la vida de muchos revolucionarios.
Otros cuentan que subía y bajaba lomas como si nada, que escapaba de los esbirros en las ciudades, que abastecía la guerrilla y sirvió de mensajera hasta convertirse en la primera mujer combatiente, incorporada al fuego directo, como en el combate del Uvero. Fue admirada hasta por aquellos periodistas que acompañó a la Sierra, para que conocieran y entrevistaran a Fidel, para que vieran por sí mismos la realidad que se gestaba.
La naturaleza fue también uno de sus grandes amores: cuidaba a los animales, le encantaban las plantas y mientras podía, se rodeaba de ellas, les dedicaba tiempo y con esa misma ternura, trataba a los campesinos, a los más humildes, a los que sufrían por no tener una vida digna.
La historia recoge sus testimonios con nombres como Aly, Carmen, Liliana o Caridad, o quizás como Norma, el más conocido de sus seudónimos. Y no faltaba quien la llamaría “la tía” por su sensibilidad para tratar a todos, sin importar la edad o procedencia, si era amigo o enemigo hecho prisionero en un combate, porque lo más importante es que se sintieran como seres humanos.
Después del triunfo no tuvo descanso y cada día asumía más tareas, en muchas esferas y estructuras, con un apego enorme al bienestar del pueblo, a lo que pudiera perdurar para todos y una lealtad infinita a Fidel, su jefe y amigo en todo momento.
Una vez escuché a alguien decir que la historia de la Sierra no podría escribirse sin los nombres de David y Norma -Frank y Celia-, ni la de Fidel Castro sin mencionar a Celia. Con el tiempo he comprendido por qué y he podido ir más allá.
Creo entonces que tampoco la historia de lugares como el Parque Lenin, el Palacio de Convenciones de La Habana y hasta la creación del Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos y algunos de las primeras instalaciones de la red del Campismo Popular que disfrutamos hoy, pueden desprenderse de su impronta y tenacidad.
A ella debemos también una gran parte de los documentos históricos originales que atesora hoy el gobierno cubano, en sus archivos y oficinas centrales, como una joya preciada que recoge la última etapa de lucha del pueblo cubano por su independencia y soberanía, así como la formación de los primeros años de la Revolución. Cuando ya casi rozaba los 60 años, se nos fue físicamente, un día como hoy, aunque con mucho por dar todavía. Preferimos entonces recordarla rodeada de niños, con una mariposa blanca en la sien, con esa seriedad profunda con que escuchaba hablar al líder de la Revolución, con la mirada traviesa con que aparecía junto a Vilma o Haydée en algunas fotos de la Sierra o simplemente conversando con obreros, en cualquier calle o centro de trabajo.
Celia renace en los campesinos de Pilón, en los abuelos que hablan de ella en la glorieta de Manzanillo, en los visitantes que llegan a Media Luna y hacen propia aquella casita, o en todos aquellos que orgullosamente la recuerden, como si la hubieran conocido o se tratase de alguien muy cercano, vivo eternamente.
Y entonces sí logro rehacer su imagen, acercarme a ella, aprender de su vocación martiana, verla luchar como lo que fue y es, representada en muchas mujeres que hacen de la sencillez y la entrega un motivo de vida. Esa es la Celia nuestra, la de todos los días.
(Tomado de Cubahora)