Mientras habanizo
Por HERIBERTO ROSABAL
14 de noviembre de 2014
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(Foto: www.kirikou.com) |
Aunque recónditamente pienso, siento, que sigo siendo de allá del monte -y a mucha honra-, al final soy habanero. Por derecho de conquista o de antigüedad.
Teniendo en cuenta mi tiempo de vida en la capital, supongo que soy más capitalino que muchos, nacidos y criados aquí después que yo. Y ni qué decir si me comparo con los que vieron su primera luz en esta congestionada urbe, también después, gracias a padres y madres no habaneros.
Recuerdo que lo primero que vi de La Habana cuando vine -o me trajo mi vieja- fueron sus luces, todas de una vez. Veníamos en el tren que en ese momento rodaba con todo su peso férreo sobre los elevados, aún hoy en servicio cerca de la bahía.
Yo dormía el cansancio del viaje desde Oriente y los pitazos del tren me despertaron. Era de noche y, al mirar somnoliento por la ventanilla, me llené de asombro, al ver lo único visible en medio de la noche: las luces.
Mi madre, avergonzada de mis aspavientos, fingió regañarme y también rió, igual que los demás pasajeros sentados cerca de nosotros. Mi infantil alboroto era lógico, pues la única luz artificial que conocía hasta entonces era la mortecina y parpadeante de los bombillos de casa de mi abuela, siempre víctimas del bajo voltaje.
No recuerdo, aunque trate, cómo fue nuestro desembarco en la estación central de trenes de La Habana, ni adónde fuimos. Probablemente me dormí de nuevo, o tantas impresiones juntas no se pusieron de acuerdo para acotejarse en mi memoria y sabe Dios a dónde fueron a parar.
Sí, me parece estar viendo, como si fuese ahora, el Parque Central, con cuentapropistas que entonces no se llamaban así: vendedores de chicharrones de viento, croquetas fritas y papas rellenas, tamales y maní tostado; voceadores de periódicos y, todavía, algún billetero (de billetes de lotería).
Galiano era una calle de vidrieras y puertas de cristal de tiendas y más tiendas que, en su continuo abrir y cerrar, por la constante entrada y salida de público, exhalaban a la calle un aliento fresco de aire acondicionado, oloroso a mercadería nueva.
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Una escena cotidiana de La Habana (Foto: 2.bp.blogspot.com) |
Las guaguas eran “americanas”, de un tipo que parecían flotar y casi volcarse en las curvas, atestadas como iban casi siempre -también entonces- de pasajeros. Uno creía que se tumbarían de lado sin remedio, pero nunca llegaba a ocurrir.
A los taxis les decían carros de alquiler, o simplemente “máquinas, y tenían escrito en la puerta Anchar, que después supe significaba Asociación Nacional de Choferes Revolucionarios
Alguien que nunca vi escribía Chori en paredes como las próximas al Cabaret Nacional, en la calle San Rafael. Eran letras de trazos perfectos hechas con tiza blanca. Anticipo del graffiti, que para bien o para mal hoy casi no asoma en La Habana.
Los cines de barrio abundaban y eran lugares importantes y concurridos. Cantinflas era habitual en sus pantallas y lo fue hasta que empezaron a poner películas soviéticas -rusas, insistían tercamente los mayores- y de Ichi, el masajista samurai.
El carnaval llenaba el Malecón y hasta se revendían reservaciones de palcos para presenciar el paseo de comparsas y carrozas. Los bailables constituían una forma de diversión común en círculos sociales de las playas de Marianao y en los salones Mambí, de Tropicana, y La Polar y La Tropical…
O sea, que aquí no nací, pero sí afinqué raíces, como tanta gente; crecí y sigo haciéndoles competencia a muchos árboles todavía erguidos en lugares donde viví y que seguro me sobrevivirán, por mucho que me esfuerce en emularlos.
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La Habana ha sido motivo de inspiración para muchos artistas de la plástica. (Foto: botellasalmar.files.wordpress.com) |
Aquí, recuerdo, fui testigo, partícipe, sin plena conciencia de serlo, de sucesos históricos como la velada solemne en la Plaza por la caída del Che. Y regué la tierra con mi sangre, un día que me herí seriamente un pie, con los metales de un carro viejo, mientras jugaba a las bolas con mis amigos sobre un parterre del Vedado.
Con el cuento y la jarana, La Habana y yo tenemos nuestro rollo hace ya bastante tiempo, durante el cual nos hemos querido, desquerido y vuelto a querer. Tiempo en que también, sin darme cuenta, esta ciudad se sembró en mí.