El ataque a un pequeño cuartel que existía en la desembocadura del río de La Plata, en la Sierra Maestra, constituyó nuestra primera victoria y tuvo cierta resonancia, más lejana que la abrupta región donde se realizó. Fue un llamado de atención a todos, la demostración de que el Ejército Rebelde existía y estaba dispuesto a luchar y, para nosotros, la reafirmación de nuestras posibilidades de triunfo final.
El día 14 de enero de 1957, poco más de un mes después de la sorpresa de Alegría de Pío, paramos en el río Magdalena que está separado de La Plata por un fi rme que sale de la Maestra y muere en el mar dividiendo las dos pequeñas cuencas. Allí hicimos algunos ejercicios de tiro, ordenados por Fidel para entrenar algo a la gente; algunos tiraban por primera vez en su vida. Allí nos bañamos también, después de muchos días de ignorar la higiene y, los que pudieron, cambiaron sus ropas. En aquel momento había veintitrés armas efectivas; nueve fusiles con mirilla telescópica, cinco semiautomáticos, cuatro de cerrojo, dos ametralladoras Thompson, dos pistolas ametralladoras y una escopeta calibre 16. Por la tarde de ese día subimos la última loma antes de llegar a las inmediaciones de La Plata. Seguíamos un angosto trillo del bosque transitado por muy pocas personas y marcado especialmente para nosotros a punta de machete por un campesino de la región, llamado Melquiades Elías. Este nombre nos fue dado por nuestro guía Eutimio, personal imprescindible para nosotros y la imagen del campesinado rebelde; pero algún tiempo después fue apresado por Casillas, quien en vez de matarlo lo compró con la oferta de $10,000 y un grado en el ejército si mataba a Fidel. Estuvo muy cerca de su intento, pero le faltó valor para hacerlo; sin embargo, muy importante fue su acción, delatando nuestros campamentos.
En aquella época, Eutimio nos servía lealmente; era uno de los tantos campesinos que luchaban por sus tierras contra los terratenientes de la región, y quien luchara contra los terratenientes, luchaba al mismo tiempo contra la guardia que era la servidora de aquella clase.
Durante el camino de ese día, hicimos prisioneros a dos campesinos que resultaron ser parientes del guía: uno de ellos fue puesto en libertad pero el otro fue retenido, como medida de precaución. Al día siguiente, 15 de enero, avistamos el cuartel de La Plata, a medio construir, con sus láminas de zinc y vimos un grupo de hombres semidesnudos en los que se adivinaba, sin embargo, el uniforme enemigo. Pudimos observar cómo, a las seis de la tarde, antes de caer el sol, llegaba una lancha cargada de guardias, bajando unos y subiendo otros. Como no comprendimos bien las evoluciones decidimos dejar el ataque para el día siguiente.
Desde el amanecer del 16 se puso observación sobre el cuartel. Se había retirado el guardacostas por la noche; se iniciaron labores de exploración pero no se veían soldados por ninguna parte. A las tres de la tarde, decidimos ir acercándonos al camino que sube del cuartel bordeando el río para tratar de observar algo; al anochecer, cruzamos el río de La Plata que no tiene profundidad alguna y nos apostamos en el camino; a los cinco minutos, tomamos prisioneros a dos campesinos. Uno de los hombres tenía algunos antecedentes de chivato; al saber quiénes éramos y expresarles que no teníamos buenas intenciones si no hablaban claro, dieron informaciones valiosas. Había unos soldados en el cuartel, aproximadamente una quincena, y, además, al rato debía pasar uno de los tres famosos mayorales de la región: Chicho Osorio. Estos mayorales pertenecían al latifundio de la familia Laviti que había creado un enorme feudo y lo mantenía mediante el terror con la ayuda de individuos como Chicho Osorio. Al poco rato, apareció el nombrado Chicho, borracho, montado en un mulo y con un negrito a horcajadas. Universo Sánchez, le dio el alto en nombre de la guardia rural, y éste rápidamente contestó: “mosquito”. Era la contraseña.
A pesar de nuestro aspecto patibulario, quizás por el grado de embriaguez de ese sujeto, pudimos engañar a Chicho Osorio. Fidel, con aire indignado, le dijo que era un coronel del ejército, que venía a investigar por qué razón no se había liquidado ya a los rebeldes, que él sí se metía en el monte, por eso estaba barbudo, que era una “basura” lo que estaba haciendo el ejército; en fin, habló bastante mal de la ejecutividad de las fuerzas enemigas. Con gran sumisión, Chicho Osorio contó que, efectivamente, los guardias se la pasaban en el cuartel, que solamente comían, sin actuar; que hacían recorridos sin importancia; manifestó enfáticamente que había que liquidar a todos los rebeldes. Se empezó a hacer discretamente una relación de la gente amiga y enemiga en la zona, preguntándole por ella a Chicho Osorio y, naturalmente poniéndolo al revés, cuando Chicho decía que alguno era malo, ya teníamos una base para decir que era bueno. Así se juntaron veintitantos nombres, y el chivato seguía hablando; nos contó habían muerto dos hombres en esos lugares; “pero mi general Batista me dejó libre enseguida”. Nos dijo cómo acababa de darles unas bofetadas a unos campesinos que se habían puesto “un poco malcriados” y que, además, según sus propias palabras, los guardias eran incapaces de hacer eso; los dejaban hablar sin castigarlos. Le preguntó Fidel qué cosa haría él con Fidel Castro en caso de agarrarlo, y entonces contestó con un gesto explicativo que había que partirle los… igualmente opinó de Crescencio. Mire, dijo, mostrando los zapatos de nuestra tropa, de factura mexicana, “de uno de esos hijos de … que matamos”. Allí, sin saberlo, Chicho Osorio había firmado su propia sentencia de muerte. Al final, ante la insinuación de Fidel, accedió a guiarnos para sorprender a todos los soldados y demostrarles que estaban muy mal preparados y que no cumplían con su deber.
Nos acercamos hacia el cuartel, teniendo como guía a Chicho Osorio, aunque personalmente no estaba muy seguro de que aquel hombre no se hubiera percatado ya de la estratagema. Sin embargo, siguió con toda ingenuidad, pues estaba tan borracho que no podía discernir; al cruzar nuevamente el río para acercarnos al cuartel, Fidel le dijo que las ordenanzas militares establecían que el prisionero debía estar amarrado; el hombre no opuso resistencia, siguió como prisionero, aunque sin saberlo. Explicó que la única guardia establecida era una entrada en el cuartel en construcción y la casa de otro de los mayorales llamado Honorio, y nos guió hasta un lugar cercano al cuartel por donde pasaba el camino al Macío. El compañero Luis Crespo, hoy comandante, fue enviado a explorar y volvió con la noticia de que eran exactos los informes del mayoral, pues se veían las dos construcciones y el punto rojo de los cigarros de la guardia en el medio.
Cuando estábamos listos para acercarnos tuvimos que escondernos y dejar pasar a tres guardias a caballo que pasaban, arriando como una mula a un prisionero de a pie. Al lado mío pasó, y recuerdo las palabras del pobre campesino que decía: “Yo soy como ustedes” y la contestación de un hombre, que después identifi camos como el cabo Basol, “cállate y sigue antes de que te haga caminar a latigazos”. Nosotros creíamos que ese campesino quedaba fuera de peligro al no estar en el cuartel, expuesto a nuestras balas en el momento del ataque; sin embargo, al día siguiente, cuando se enteraron del combate y sus resultados fue asesinado vilmente en el Macío. Teníamos preparado el ataque con veintidós armas disponibles. Era un momento importante, pues teníamos muy pocas balas; había que tomar el cuartel de todas maneras, el no tomarlo significaba gastar todo el parque, quedar prácticamente indefensos. El compañero teniente Julito Díaz, caído gloriosamente en El Uvero, con Camilo Cienfuegos, Benítez y Calixto Morales, con fusiles semiautomáticos, cercarían la casa de guano por la extrema derecha. Fidel, Universo Sánchez, Luis Crespo, Calixto García, Fajardo —hoy comandante del mismo apellido que nuestro médico, Piti Fajardo, caído en Escambray— y yo, atacaríamos por el centro. Raúl con su escuadra y Almeida con la suya, el cuartel, por la izquierda.
Así fuimos acercándonos a las posiciones enemigas hasta llegar a unos cuarenta metros. Había buena luna. Fidel inició el tiroteo con dos ráfagas de ametralladora y fue seguido por todos los fusiles disponibles. Inmediatamente, se invitó a rendirse a los soldados, pero sin resultado alguno. En el momento de iniciarse el tiroteo fue ajusticiado el chivato y asesino Chicho Osorio.
El ataque se había iniciado a las dos y cuarenta de la madrugada y los guardias hicieron más resistencia de la esperada, había un sargento que tenía un M-1, y respondía con una descarga cada vez que le intimábamos la rendición; se dieron órdenes de disparar nuestras viejas granadas de tipo brasileño; Luis Crespo tiró la suya, yo la que me pertenecía. Sin embargo, no estallaron. Raúl Castro tiró dinamita sin niple y ésta no hizo ningún efecto. Había entonces que acercarse y quemar las casas aun a riesgo de la propia vida; en aquellos momentos Universo Sánchez trató de hacerlo primero y fracasó, después lo intentó Camilo Cienfuegos pero tampoco pudo hacerlo, y al final, Luis Crespo y yo nos acercamos a un rancho que este compañero incendió. A la luz del incendio pudimos ver que era simplemente un lugar donde guardaban los frutos del cocotal cercano, pero intimidamos a los soldados que abandonaron la lucha. Uno huyendo fue casi a chocar contra el fusil de Luis Crespo que lo hirió en el pecho, le quitó el arma y seguimos disparando contra la casa. Camilo Cienfuegos, parapetado detrás de un árbol, disparó contra el sargento que huía y agotó los pocos cartuchos de que disponía.
Los soldados, casi sin defensa, eran inmisericordemente heridos por nuestras balas. Camilo Cienfuegos entró primero, por nuestro lado, a la casa de donde llegaban gritos de rendición. Hicimos rápidamente el balance que había dejado el combate en armas: ocho Springfi eld, una ametralladora Thompson y unos mil tiros; nosotros habíamos gastado unos quinientos tiros aproximadamente. Además, teníamos cananas, combustible, cuchillos, ropas, alguna comida. El recuento de bajas: ellos tenían dos muertos y cinco heridos, además tres prisioneros. Algunos junto con el chivato Honorio, habían huido. Por nuestra parte, ni un rasguño. Se les dio fuego a las casas de los soldados y nos retiramos, luego de atender lo mejor posible a los heridos, tres de ellos de mucha gravedad, que luego murieron, según nos enteramos después de la victoria final, los dejamos al cuidado de los soldados prisioneros. Uno de estos soldados, se incorporó después a los tropas del comandante Raúl Castro y alcanzó el grado de teniente, muriendo en un accidente aéreo ya después de ganada la guerra.
Siempre contrastaba nuestra actitud con los heridos y la del ejército, que no sólo asesinaba a nuestros heridos sino que abandonaba a los suyos. Esta diferencia fue haciendo su efecto con el tiempo y constituyó uno de los factores de triunfo. Allí, con mucho dolor para mí, que sentía como médico la necesidad de mantener reservas para nuestras tropas, ordenó Fidel que se entregaran a los prisioneros todas las medicinas disponibles para el cuidado de los soldados heridos, y así lo hicimos. Dejamos también en libertad a los civiles y, a las cuatro y treinta de la mañana del día 17, salíamos rumbo a Palma Mocha, a donde llegamos al amanecer internándonos rápidamente, buscando las zonas más abruptas de la Maestra.
Un espectáculo lastimoso se ofrecía a nuestros ojos; un cabo y un mayoral habían afi rmado la víspera, a todas las familias del lugar, que la aviación bombardearía aquello provocando un éxodo hacia la costa de casi la totalidad de los campesinos. Como nadie conocía nuestra estancia en esos lares, era claramente una maniobra entre los mayorales y la guardia rural para despojar a los guajiros de sus tierras y pertenencias, pero la mentira de ellos había coincidido con nuestro ataque y ahora se hacía verdad, de modo que el terror se sembró en ese momento y fue imposible detener el éxodo.
Este fue el primer combate victorioso de los ejércitos rebeldes; en éste y el combate siguiente, fue el único momento de la vida de nuestra tropa donde nosotros hayamos tenido más armas que hombres… El campesino no estaba preparado para incorporarse a la lucha y la comunicación con las bases de la ciudad prácticamente no existía.
*Este artículo fue publicado originalmente en el periódico Revolución, en la edición del 9 de marzo de 1961 y en la revista “Verde Olivo” tres días después.