Go West
“No vamos a dejar que unos pocos indios ladrones y andrajosos frenen y detengan el progreso”, sentenció el General William T. Sherman al Comandante en Jefe y Presidente Ulysses Grant. Era 1865 y, finalizada la Guerra de Secesión, los políticos en Washington enfocaron nuevamente su atención sobre el territorio indio que se extendía hacia el oeste, desde el Río Missouri hasta las Rocallosas. El objetivo era crear y asegurar nuevas rutas más veloces para poblar la costa del Océano Pacífico y el próspero estado de Montana, donde en 1862 habían sido encontrados nuevos yacimientos de oro, una riqueza a su vez fundamental para financiar la reconstrucción del sur después de la guerra. La Ruta Bozeman acortaba la distancia desde la llanura central del país a través de un territorio escarpado y salvaje que alojaba las legendarias Colinas Black, un sitio sagrado para los indios sioux, quienes consideraban que en aquel lugar moraba su divinidad suprema. Para la tribu de Nube Roja las Black Hills reprentaban “Pahá Sápa”: “El Corazón de Todo lo Existente”.
La ruta surcaba más de ochocientos kilómetros a través de la cuenca del Río Powder, desde Nebraska hasta Wyoming. Era uno de los últimos territorios del continente donde todavía se desplazaban las grandes manadas de búfalos o bisontes americanos, un animal sagrado para la cultura sioux que era la base de su sustento material y espiritual y se iba extinguiendo con cada avance del hombre blanco y sus rifles de caza. La desaparición del búfalo a manos de las armas modernas fue “la mayor aniquilación masiva de animales de sangre caliente en la historia de la humanidad”, como se lee en la biografía de Nube Roja. Sin búfalos para perseguir, y dependientes del comercio con los intrusos, las tribus sioux asaltaban las caravanas de migrantes que comenzaban a ser cada vez más numerosas. Mormones que escapaban hacia Utah, inescrupulosos buscadores de oro, tramperos europeos que cazaban castores en el límite con Canadá, familias enteras de granjeros que se prestaban a tomar sus hectáreas cedidas por el gobierno, o simples hombres de montaña que se ganaban la vida abriendo caminos en un territorio hostil y desconocido; todos iban al oeste.
Los blancos iban por el oro y los indios, acorralados en las fronteras de una nueva nación que desconocían, intentaban proteger su último territorio de caza, el único lugar en donde todavía podían perpetuar la cultura milenaria a la que pertenecían. “Wakan Tanka”, “El Gran Misterio” o “El Gran Espíritu”, le había susurrado a Nube Roja que ese territorio era sioux, que allí habían nacido y allí tendrían que morir.
La lengua del malón
Hacia 1840, las caravanas de emigrantes y colonos pasaban sin problemas por el territorio indio. Pero a partir del descubrimiento de oro en California en 1848 la ruta se transformó en una larga hilera de carretas en caravana plagadas de codiciosos mineros. Los asaltos indios sobre los carros se volvieron cada vez más frecuentes. Los malones que emboscaban, asesinaban y raptaban a las mujeres comenzaron a despertar el temor y poner en riesgo el proyecto civilizatorio. Las leyendas alimentadas y esparcidas por todo el territorio alrededor del salvajismo indio, a juzgar por los relatos de primera mano ofrecido por los historiadores, hacen justicia al temor y la aversión infinita que los colonos americanos sentían hacia las tribus de las Altas Llanuras, y en especial hacia los Sioux, quienes concentraban las peores consideraciones por la truculencia de sus operaciones sobre el cuerpo de quienes tenían la mala fortuna de caer en sus manos en medio de la batalla. Además del consabido corte de cabellera, que era exhibida como trofeo en la choza del guerrero y posteriormente pasaba a adornar con forma de fleco su atuendo de batalla, también eran habituales las amputaciones y empalamientos de los rehenes, incluso cuando aún estaban con vida. Los sioux tenían la costumbre de cortar los genitales de sus enemigos e introducirlos en el fondo de sus gargantas, y acto seguido proceder al corte de cabellera.
Las guerrillas de la historia moderna recurrieron a la sofisticada pastilla de cianuro para evitar caer como rehenes de sus perseguidores. En el viejo y salvaje oeste, los blancos preferían morder el caño de sus escopetas y jalar el gatillo con el dedo gordo del pie, o volarse los sesos de un tiro con un revolver, antes que caer rehenes de una cultura que no pedía ni ofrecía clemencia y, a las claras, mantenía una relación completamente distinta con el cuerpo y el dolor. Los soldados preferían matarse entre sí o cometer suicidio antes que caer como rehenes de los feroces pieles roja. Las espeluznantes torturas y mutilaciones estaban fundadas en la creencia sioux (y de muchas otras tribus del mundo) de que los muertos van al paraíso tal como habría quedado su cuerpo al morir. Por eso las mutilaciones y miembros arrancados. Se trataba, además de infligir un suplicio en vida, de perpetuar el castigo sobre el enemigo hacia la eternidad.
Al mismo tiempo, como contrapartida, la mayor ejecución en masa en la historia de los Estados Unidos sucedió durante las guerras indias, cuando colgaron del patíbulo a 38 lakotas rebeldes.
A pesar de las continuas escaramuzas entre tribus enfrentadas desde hacía cientos de años, en 1851, las autoridades norteamericanas, a través de sus agentes indios y con la ayuda de los hombres de montaña que tenían un contacto comercial más fluido con los hombres cabeza de cada tribu, lograron firmar un tratado en el Fuerte Laramie, el Tratado del Arroyo Horse, que buscaba poner fin a los asaltos sioux sobre las caravanas asegurando un territorio exclusivo para la caza indígena. Era algo impensado para un grupo heterogéneo de tribus que respondían a múltiples liderazgos y practicaban el nomadismo persiguiendo las grandes manadas de búfalos a lo ancho del territorio. La idea misma de ocupar una porción delimitada en la llanura era inconcebible para la cultura nómade y cazadora de los sioux. Además, la guerra era para ellos una forma de vida, y la agresividad y temeridad demostrada en el combate uno de los valores más altos de la tribu.
Como era de esperarse, los conflictos entre blancos e indios siguieron su curso encarnizado y ascendente.
La masacre de Fetterman
Aislados y cada vez más arrinconados en el noroeste, en el territorio de la cuenca del Rio Powder, con las cordilleras Bighorn y Yellowstone a sus espaldas, Nube Roja y los suyos experimentaron algunos años de sosiego y tranquilidad mientras se desarrollaba otra guerra, esta vez entre tribus de blancos. Mientras duró la Guerra de Secesión, entre 1861 y 1865, el “problema indio” no fue prioridad y los recursos bélicos del ejército republicano se concentraron en el sur y en el este. Pero Nube Roja sabía que se trataba de una tregua momentánea y era cuestión de tiempo para que las columnas de infantería tocaran nuevamente a su puerta.
Los generales enviaron a la frontera al Capitán Fetterman, un arrogante veterano de la Guerra Civil que poco sabía del enfrentamiento con los sioux y poseído por la temeridad y pedantería de alguien que se sabe vencedor antes de librar la batalla, enfiló directo hacia una muerte espantosa empujando a toda su unidad hacia una emboscada fatal. Junto a Carrington, el oficial a cargo, ambos pasarían vergonzosamente a la historia como los militares blancos que perdieron una guerra frente a los sioux. El 21 de diciembre de 1866, Fetterman y los ochenta soldados que lo acompañaban fueron masacrados y mutilados horriblemente por los escuadrones indios de Nube Roja y Caballo Loco. Rápidamente, la noticia se expandió por toda la Unión. Cuando los blancos masacraban a los indios, incluidas las mujeres y los niños, le llamaban “batalla”, pero cuando, excepcionalmente, el caso era inverso, preferían referirse como “masacre” al salvajismo y las atrocidades de los pieles roja.
Los militares y políticos norteamericanos, perplejos y furiosos, no podían concebir cómo unos indios semidesnudos empuñando lanzas, viejos rifles de un solo disparo, arcos y hachas habían logrado ofrecer resistencia y aplastar a todo un regimiento de temerarios soldados blancos armados con cañones y novedosos rifles de repetición, y que además regresaban victoriosos de la Guerra Civil. Era imposible, pero era cierto: después de varios enfrentamientos menores y ataques aislados, los norteamericanos perdían una guerra, en su propio territorio y con un enemigo al que los oficiales más racistas y extremos ni siquiera consideraban humanos.
Amasando con paciencia la rabia acumulada por generaciones enteras de hermanos engañados y asesinados por los blancos, aprendiendo constantemente de cada nuevo enfrentamiento y mejorando sus tácticas una y otra vez, Nube Roja, dirigiendo varios ataques aislados en simultáneo, utilizando señuelos y emboscadas, inventó mucho tiempo antes de que sea nombrada, la táctica de la guerra de guerrillas. Los oficiales blancos, acostumbrados a la trinchera, el enfrentamiento en bloque y las formaciones clásicas de la tradición bélica europea, tuvieron que lidiar con una banda de escurridizos indios que acechaban, emboscaban, mataban y huían con la velocidad del viento sin ofrecer oportunidad de represalia.
Un sioux en Nueva York
Tras un año más de asedios y asaltos a los debilitados fuertes blancos, recién en 1868 llegó una comisión de paz a poner fin al conflicto en la mesa de negociaciones bajo las condiciones de Nube Roja y su ejército. Aunque épica, consagratoria para Nube Roja, la victoria india en el Fuerte Kearny no logró detener el arrollador despliegue técnico de los Estados Unidos en todas las direcciones posibles. Tan sólo un año después, en 1869, se terminó de construir el tendido de vías férreas Union Pacific. Las viejas rutas que habían sido motivo de disputa quedaron obsoletas y los cazadores y mineros comenzaron a llegar ahora de forma masiva para terminar de arrasar con las últimas manadas de búfalos y obligar a los sioux a refugiarse en las reservas y convertirse lentamente, y muy a su pesar, en indios con vida de blancos. Un par de años más tarde, llegaría la estocada final con el descubrimiento de nuevas minas de oro en las sagradas Colinas Black. Los blancos rompieron una vez más su palabra y se lanzaron a perforar y profanar El Corazón de Todo lo Existente.
En 1870, con las exigencias lakotas incorporadas en un tratado firmado en el Fuerte Laramie, Nube Roja fue recibido en Washington y New York por las máximas autoridades norteamericanas. En un hecho histórico, miles de personas se agolparon en la Quinta Avenida para ver al guerrero sioux que había doblegado al ejército americano. Nube Roja presenció durante aquel viaje el creciente volumen de las ciudades norteamericanas. Subyugado por el poderío técnico de una civilización en expansión que contaba su población de a millones e inventaba nuevas y más poderosas armas todos los años, comprendió que era completamente inútil volver a levantarse en armas contra los blancos. Caballo Loco, su joven lugarteniente que, en la Batalla de Fetterman, desde la cima de una colina, desarmado, se levantó el taparrabo y le mostró el culo al exasperable oficial blanco que se lanzó hacia él llevando toda su tropa a la muerte, no estuvo de acuerdo con su viejo líder y continuó enfrentando a los blancos. En 1876, en batalla de Little Bighorn, escribiría junto a Toro Sentado otra página gloriosa en la resistencia indígena al vencer a las tropas de George Armstrong Custer.
Muchos años después, anciano y sosegado, viviendo “como un blanco” junto a Lechuza Hermosa, su esposa de toda la vida, en una reserva cercana las tierras que antes habían sido su dominio, consultado por un periodista y un editor, Nube Roja comenzó a narrar sus aventuras en la Altas Llanuras. La autobiografía oral más tarde fue transcripta y, sin encontrar interés entre los editores, quedó archivada y perdida en algún polvoriento cajón de biblioteca. En ese escrito, recuperado muy tardíamente, recién a finales de siglo XX, el cacique Nube Roja pudo plasmar el extinto estilo de vida sioux en las praderas y sus hazañas bélicas. Hasta entonces, su figura legendaria se había mantenido algo ensombrecida y eclipsada por la fama de algunos de sus contemporáneos, como Toro Sentado y Caballo Loco. Más jóvenes que él, fueron los últimos indios de las Altas Llanuras de América del Norte que ofrecieron resistencia al pujante imperio de los Estados Unidos.
Desde otras investigaciones sobre el tema, hasta los diarios personales de los combatientes que fueron revisados con guantes de latex en las bibliotecas que todavía conservan los originales, junto a la recientemente descubierta autobiografía de Red Cloud y los diarios de Margaret Carrington, la esposa del oficial a cargo de la tropa que paso a la historia por perder la batalla final contra los lakotas, la investigación de Tom Clavin y Bob Drury, contando con todo ese material a disposición, evoca el dramatismo de cada uno de los escenarios y enfrentamientos.
Los autores no dejan de insistir sobre las capacidades marciales de Nube Roja, tanto para el combate como para la planificación y estrategia de cada uno de los asaltos que comandaba. Otros historiadores americanos, anteriores, tal vez subcutáneamente todavía dolidos en su orgullo patriótico, prefirieron durante mucho tiempo disimular las capacidades bélicas del líder sioux poniendo mucho énfasis en la arrogancia y temeridad de los oficiales americanos. En dicho sentido, el libro, además de un fresco de época, es la vindicación de Nube Roja como estratega y líder de una nación que estaba a punto de ser devorada por el proceso civilizatorio, algo que compensa en la memoria la tristeza irreversible por los mundos desaparecidos.
En 1909, en la Reserva de Pine Ridge, a los 88 años, Nube Roja murió mientras dormía, viejo y en paz, y pasó a reencontrarse con El Gran Misterio que le había dado vida.