El recuerdo del profesor de Literatura que para motivar a los niños de séptimo grado en una asignatura desconocida nos habló del Quijote es asunto arraigado para toda la vida.
Con tanto amor lo hizo el maestro, que no me es posible repasar los actos protagonizados por Alonso Quijano, el Bueno; Don Quijote o el Caballero de la Triste Figura, sin que me asista aquella certeza, tantas veces oída, pero aprendida de él, que apuntaba a las distintas emociones que viviríamos frente a la novela cumbre del español, que de jóvenes nos haría soltar la carcajada, y de viejos nos garantiza lágrimas.
Si bien la secundaria básica me puso frente a El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes y Saavedra, no fue hasta diez años después que pude tener mi propio libro, una edición de Arte y Literatura (1989), en dos tomos, el mismo que tendré hasta el fin de mis días, el que tantas veces consultado –anotado, remarcado, esclarecido– me deja siempre un hilo suelto y motivador, para volver en busca de la más exquisita escritura, concebida por un hombre azotado por la vicisitud, cuya muerte el 22 de abril de 1616 en Madrid, fue consignada en los registros parroquiales al día siguiente, 23, fecha en que se conmemora internacionalmente el Día del Idioma Español y en España, el Día del Libro.
Por todos es conocido que la propuesta de Fidel para enrumbar didáctica y espiritualmente los destinos del país –y para lo cual, entre tantas otras proezas, se fundara a solo tres meses del triunfo revolucionario la Imprenta Nacional– fue el tiraje, primero entre tantos que lo segundaron, de la extraordinaria obra. El hecho editorial vio la luz en 1960, con cuatro tomos en atuendo popular y desde entonces el andante caballero se nos ha hecho más cercano.
La Editorial Arte y Literatura, del Instituto Cubano del Libro, abanderada en reediciones de El Quijote, registra en su catálogo siete tiradas. La octava edición forma parte del plan de publicaciones del presente año y deberá estar disponible para los lectores en la próxima Feria.
De todas estas, mi Quijote pertenece a la quinta, una edición con nota aclaratoria de José Antonio Portuondo y prólogo de Mirta Aguirre, una de las más acuciosas conocedoras de la obra cervantina, y con ilustraciones de grandes artistas cubanos.
Muchas lecciones, todas hondamente reparadoras, tiene para darnos este libro descomunal y comprometido con el bien, que Mirta Aguirre recuerda como «el más alto ejemplo de lo que puede llegar a producir una pluma que se niega a ponerse en venta y a servir de instrumento a las tropelías de los todopoderosos de su hora histórica».
Recordemos hoy, cuando el mundo pide a gritos deshacer tantos entuertos sufragados por los pudientes, las referencias que la singular maestra hiciera de lo que significa ser un Quijote:
«No es engaño sobre el alcance de las propias fuerzas (…); no es tampoco, idealización del pasado e intento de mejorar al mundo pretendiendo retornos a él; (…) no es locura, aunque loco estuviera el hidalgo manchego; quijotismo es ser lo que el propio personaje detalla al marcharse de la casa del caballero del verde Gabán: ser casto en los pensamientos, honesto en las palabras, liberal en las obras, valiente en los hechos, sufrido en los trabajos, caritativo con los menesterosos y finalmente, mantenedor de la verdad, aunque le cueste la vida el defenderla».
No tuvo Cervantes fáciles días, ni le fue reconocida en vida la gloria de haber escrito la primera novela moderna, la más grande novela en letra hispana de todos los tiempos. Sin embargo, para dicha de los 500 millones de seres que tenemos en el español la lengua materna, El Quijote es una ofrenda.
Pocas veces he sido mejor que estando a solas con el caballero andante, viéndolo desandar la llanura manchega, librando de sus penas a los galeotes, confundiendo el yelmo de Mambrino con una bacía vulgar, o arremetiendo contra molinos, para «quitar tan mala simiente de la faz de la tierra».
Hagamos de la montura donde cabalga nuestra existencia un permanente espacio para las causas humanas; protejamos el idioma, del que somos dueños, defendiendo la belleza para nombrarla después; aprovechemos la unidad lingüística del continente que habitamos para que el diálogo, a coro si es preciso, sirva al entendimiento. Y estaremos honrando al