La envidia es una adoración de los hombres por las sombras, del mérito por la mediocridad. Es un venenoso humor que mana de las heridas abiertas por la realidad en el flanco de las almas torpes. La inextinguible hostilidad de los mediocres sirve de pedestal a los genios, los santos y los héroes. El que envidia se rebaja sin saberlo, se confiesa subalterno; esta pasión es el estigma psicológico de una humillante inferioridad, sentida, reconocida. No basta ser inferior para envidiar, pues todo hombre lo es de alguien en algún sentido; es necesario sufrir del bien ajeno, de la dicha ajena, de cualquier culminación ajena. Reconocer la propia envidia implica, a la vez, declararse inferior al envidiado; trátase de pasión tan abominable, y tan universalmente detestada, que avergüenza al más impúdico y se hace lo indecible por ocultarla. Fue siempre tanta su difusión y su virulencia, que ya la mitología grecolatina le atribuye origen sobrehumano, haciéndola nacer de las tinieblas nocturnas. Es pasión traidora y propicia a la hipocresía. En los ímpetus del odio puede palpitar el gesto de la garra que en un altivo estremecimiento destroza y aniquila; en la subrepticia reptación de la envidia sólo se percibe el arrastramiento tímido del que busca morder el talón. El odio que clama y asalta es temible; la envidia que calla y conspira es repugnante. Las palabras más crueles que un valiente arroja a la cara no ofenden la centésima parte de las que el envidioso va sembrando constantemente a la espalda. El odio puede hervir en los grandes corazones; puede ser justo y santo; lo es muchas veces, cuando quiere borrar la tiranía, la infamia, la indignidad. Los clásicos aceptan el parentesco entre la envidia y el odio, sin confundir ambas pasiones. Conviene sutilizar el problema distinguiendo otras que se les parecen: la emulación y los celos. La envidia, sin duda, arraiga como ellas en una tendencia afectiva, pero posee caracteres propios que permiten diferenciarla. Se envidia lo que otros ya tienen y se desearía tener, sintiendo que el propio es un deseo sin esperanza; se cela lo que ya se posee y se teme perder; se emula en pos de algo que otros también anhelan, teniendo la posibilidad de alcanzarlo. Envidiamos la mujer que el prójimo posee y nosotros deseamos, cuando sentimos la imposibilidad de disputársela. Celamos la mujer que nos pertenece, cuando juzgamos incierta su posesión y tememos que otro pueda compartirla o quitárnosla. La envidia nace, pues, del sentimiento de inferioridad respecto de su objeto; los celos derivan del sentimiento de posesión comprometido; la emulación surge del sentimiento de potencia que acompaña a toda noble afirmación de la personalidad. La emulación es siempre noble: el odio mismo puede serlo algunas veces. La envidia es una cobardía propia de los débiles, un odio impotente, una incapacidad manifiesta de competir o de odiar. Admirar es sentirse crecer en la emulación de los más grandes: un Ideal preserva de la envidia. La emulación presume un afán de equivalencia, implica la posibilidad de un nivelamiento; saluda a los fuertes que van camino de la gloria, marchando ella también. Sólo el impotente, convicto y confeso, emponzoña su espíritu mediocre, hostilizando la marcha de los que no pueden seguir. |