¿Lo sientes? ¿Ese cosquilleo en la boca del estómago que sube como una
risita infantil, gateando por el tórax? ¿Ese aleteo en la garganta, que
contienes detrás de tu sonrisa? Es malicia. La malicia que
cubre tu secreto como una piel de terciopelo y miel. Sabes por qué
sonríes, ¿no? No, no es para encarcelar tu secreto. Eso podrías hacerlo
con los dientes cerrados, tras bambalinas. No. Sonríes porque lo estás
saboreando y es tan, tan rico que… casi… no puedes… contenerlo.
Ella
no lo sabe. Cómo podría. Si lo hubiera escuchado, no lo creería. Tú y
su novio - bueno, ex novio -, cómo podrían. Pero te deja hablar,
vagamente. Tú no puedes con tu genio. Hablas de él como un ex amante,
con alusiones cada vez más agresivas, más directas, más desnudas,
temblorosas y llenas de sudor. No, pero poco te falta. ¿Por qué no le
cuentas cuando lo masturbaste en su cama de una vez?
Pobre, toma
su café y recuerda sus tres años de relación. Tú comes tu yogurt y
recuerdas tus dos años de pseudorelación. La precuela de los suyos. Eres
el dragón rojo de su silencio inocente. Qué risa para ti. Y te mueres
por contarle, con pelos y señales. Te aplaudo por haberte contenido, es
heroico, realmente. Pobre, cómo toma su café.
Es una suerte que
ella lo haya superado tan rápido. Fue este chico, Rodrigo. Él llegó y su
clavo sacó la tachuela torcida y oxidada de Tristán. Un alivio, hijo.
¿Por qué yo no tuve un Rodrigo? Quizá así no me habría demorado dos años
en superar al muy hijo de puta. But I digress! Además, lo
hecho está hecho y esto es agua bajo el río. Qué hijo de puta de río.
Cómo me inundó la casa el malnacido. Pero estoy bien, ahora me río. Río.
La
quiero mucho. Somos amigos desde hace tantos años. Creo que decirle la
verdad sería una estupidez. Ella no obtendría nada de eso, no tengo
ningún derecho. Así que saborearé mi caramelo toda la vida. En ocasiones
salivaré de más, quizá babee un poco, pero el agridulce secreto no
rodará de mi boca al exterior. Toma tu café, nomás, linda. Y mira cómo
te quiero.
“Hace tiempo no pensaba en él”, dijo. Me dolió. Me
puso en evidencia ante mí mismo. Yo sí pensaba en él, incluso después de
mis dos años y los tres suyos y los que vinieron después, que no fueron
ni suyos ni míos. Qué vergüenza. Pero como le dije a ella, “no lo
extraño a él, extraño lo que teníamos”. Y lo sostengo, es verdad. Si él
viniera a mi casa en este momento, a la mitad de la noche, y me dijera
que me ama, le dispararía en los huevos. No tengo un arma, pero me
buscaría una solo para ello.
“¿Vamos?”, me preguntó. Ya eran las diez. “Sí, te llevo a tu casa”.
De la Red
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