Jesús conocía el valor de tomar tiempo a solas para orar. Él lo demostró al apartarse de las multitudes a quienes enseñaba para mantener períodos de renovación. Sigo este ejemplo cuando me aparto de la rutina del día —aunque sea por un momento— para orar.
Por uno o dos minutos, hago a un lado las cosas que compiten por mi atención y entro en la quietud de la oración. Aquí, en este momento sagrado, respiro, dejo ir y me vuelvo receptive al Espíritu. En la presencia de Dios, nunca estoy solo. Salgo de mis momentos devotos con una nueva perspectiva, listo para regresar a la tarea ante mí.
Hacer pausas durante el día renueva mi espíritu y refresca mi mente y cuerpo. Yo soy efectivo y productivo en todo lo que hago.