Cercano está Jehová a todos los que le invocan, a todos los que le invocan de veras. Sal. 145: 18.
En los escribas, fariseos y gobernantes, Jesús no encontró los odres para su vino nuevo. Se vio obligado a apartarse de ellos y acudir a hombres humildes, cuyos corazones no estuvieran llenos de envidia, codicia y justicia propia. Los humildes pescadores obedecieron el llamamiento del Maestro divino, en tanto que los escribas y fariseos rehusaron ser convertidos.
Los discípulos de Jesús eran indoctos y estaban lejos de poseer un carácter perfecto cuando Jesús los invitó a unirse con él; pero estuvieron listos a aprender del Maestro más notable que el mundo jamás conociera. Eran hombres verdaderamente convertidos y se transformaron en los nuevos odres en los cuales Jesús pudo derramar el vino nuevo de su reino. Sin embargo, aunque estaban convertidos a Cristo, debido a su limitada comprensión terrenal -resultado de las enseñanzas recibidas de los judíos- eran incapaces de comprender cabalmente la naturaleza espiritual de la verdad que vino a impartir. La preocupación de su enseñanza consistía en la necesidad que sus seguidores tenían de obtener corazones puros y santos, puesto que únicamente la santidad los haría aptos para ser súbditos de su reino celestial.
El Sembrador divino esparció el grano de su preciosa semilla, el cual no podremos ver hasta tanto un obrero experimentado, bajo la dirección del Espíritu Santo, lo junte y nos lo presente como un sistema completo de verdad, en el cual se revelen las profundidades del amor divino. Durante todas las edades Jesús, el autor de la verdad, a través de los profetas y de otras personas, había presentado verdad tras verdad a los judíos desde la columna de nube y fuego. Pero la verdad que les había dado se había mezclado con el error y era indispensable separarla de la presencia de la herejía y el mal. Ahora había que acomodarla en el marco del Evangelio para que pudiera brillar con su lustre original e iluminar las tinieblas morales del mundo. Dondequiera que encontraba una gema de verdad que se había sacado de su contexto o había sido mezclada con el error, la volvía a su sitio y estampaba sobre ella el sello de Jehová. Él demostró ser la palabra y la sabiduría de Dios.
En la época de Cristo, las mentes del pueblo estaban absorbidas por los asuntos comunes de la vida, tal como Satanás lo había planeado. El pecado había expulsado el amor de Dios del corazón, y en lugar del amor divino, éste estaba ocupado con el amor al mundo, el amor por la gratificación pecaminosa de las malas pasiones. Sólo Cristo era capaz de conciliar las demandas entre el cielo y la tierra. La visión del hombre se había oscurecido, porque no la mantuvo enfocada en el mundo espiritual y eterno. . . La santidad de Dios se revela tanto en la persona como en el trabajo de Cristo; porque Cristo vino a revelar al Padre.-