Algunas pasan pronto; otras son tan fuertes que llegan a cambiarnos la vida. Del correcto manejo de las emociones dependerá en gran medida nuestra salud... física y mental.
De las emociones sabemos que existen, cómo las aprendemos y cuál es su estructura. Pero de su naturaleza lo ignoramos casi todo. Es un mundo tan complejo, que desde Plutchnik, con su rueda de las emociones, a los cognitivitas, que afirman que son inducidas por nuestros pensamientos, caben todo tipo de explicaciones.
Apenas tenemos unos meses de vida, adquirimos emociones básicas como el miedo, el enfado o la alegría. Algunos animales comparten con nosotros esas emociones tan básicas, que en los humanos se van haciendo más complejas y diversas gracias al lenguaje, porque usamos símbolos, signos y significados.
Unas se aprenden por experiencia directa, como el miedo, al resultar atacados o asustados; o la ira, cuando se obstaculiza nuestra consecución de un objetivo; pero las más de las veces aprendemos por observación de un modelo que reacciona emocionalmente (de ahí que tenga tanta importancia el modelo de reacciones de los padres ante los hijos).
Aprendemos también por la contemplación de imágenes de la realidad. De esto saben mucho los medios de comunicación y los publicitarios, que nos inducen determinadas emociones mediante la presentación de imágenes (y estereotipos). Es lo que se llama aprendizaje mediante asociaciones indirectas: no se puede convencer directamente a las jóvenes de que adelgacen, pero lo conseguirán si muestran imágenes de chicas esbeltas que han alcanzado el éxito social.
Existen estímulos neutros que no provocan emociones, pero que pueden evocarlas, y también estímulos aversivos que pueden llegar a provocar emociones positivas. No es la primera vez que a una persona acaba por encantarle una ciudad sólo por haberse enamorado allí.
Las reacciones emocionales no son simples eventos subjetivos del corazón sino complejas estructuras con tres niveles: mental (información que las induce), neurofisiológico (respuesta del organismo) y expresivo (responsable de su manifestación externa a través de gestos, posturas y movimientos). Surgen cuando una percepción o valoración mental atribuye significado a un suceso externo, haciendo que mostremos rabia, celos, culpa o esperanza.
Otras veces vienen desde dentro, inducidas por recuerdos o imaginaciones. Pero las emociones pueden, también, perturbar el funcionamiento mental. Por ejemplo, cuando un alumno baja su rendimiento porque tiene problemas afectivos.
¿Qué importancia tiene todo esto para nuestra salud mental y física? Tan lejos de la verdad está afirmar que el estado emocional no influye para nada, como pasarse al extremo opuesto y asignar una enfermedad a cada emoción. En un libro de autoayuda he visto relacionar la calvicie, la acidez, los dolores de cabeza y de cadera, la diarrea y hasta la fístula con el miedo; unir la gastritis a la incertidumbre; la leucemia a la sensación de inutilidad; y la meningitis a la falta de apoyo. Una exageración científicamente insostenible. Sin embargo, es cierto que nuestro estado emocional, si es negativo, influye en el desarrollo de determinadas enfermedades, desde las cardiovasculares hasta el cáncer, al perturbar el funcionamiento de nuestro sistema fisiológico e inmunológico. En el otro extremo, también es real la influencia general que el cultivo de las emociones positivas tiene sobre nuestro bienestar físico y psíquico.
Las emociones -reacciones breves y necesarias para la supervivencia producidas en el sistema límbico en combinación con el córtex prefrontal- nos sirven como mecanismo de adaptación. No son perjudiciales, ni siquiera cuando son negativas. El perjuicio estaría más bien en su excesiva intensidad o en su larga duración, convirtiéndose entonces en estado emocional. Se clasifican en positivas y negativas en función de su contribución al bienestar o al malestar. Pero no sólo eso. Casi todos los psicólogos coinciden en que las negativas duran más tiempo que las positivas. Cita Fernández Abascal en su Manual de Motivación y Emoción una investigación de Silboa y Revelle (1994), cuyos datos revelaron que la duración media de las emociones negativas y los pensamientos rumiativos asociados asciende a 110 minutos, mientras que la duración de las emociones positivas en los sujetos estudiados fue de 40 minutos. Pero, además, las negativas son más frecuentes. Sólo con observar el bombardeo de sucesos negativos al que estamos expuestos y la cantidad de dificultades y contratiempos que tenemos que enfrentar en la vida, bastaría para explicarlo. A causa de su mayor duración y frecuencia, la necesidad de movilizar energías para afrontar las emociones negativas también es superior, así como el desgaste que sufrimos y el cuidado que hay que poner para no dejarnos atrapar por ellas. Así podremos reducir la perturbación que nos producen.
||SENTIMIENTOS NEGATIVOS|| No viene mal recordar que la lista de emociones positivas es más corta. Entre ella podemos mencionar la alegría, la esperanza, el amor, la tranquilidad, el humor, el orgullo, el entusiasmo y el optimismo. Entre las negativas figuran el miedo, la ansiedad, la culpa, el aburrimiento, el asco, la envidia, los celos, la tristeza, la depresión, la ira, la vergüenza y muchas más. Aunque existe un afán legítimo por desembarazarse de las negativas, el primer paso debe ser aceptarlas; no negarlas. El control emocional es deseable, pero puede efectuarse en varias direcciones: reprimirlas u ocultarlas, manejarlas, expresarlas adecuadamente y cambiarlas, si es necesario. No podemos eliminarlas. Reprimirlas puede ser procedente en un momento dado, pero su represión sistemática resulta muy perjudicial, pues en principio las emociones están para ser expresadas. Saber manejarlas es positivo y conveniente. Dejarse llevar de los impulsos supone muchas veces sufrir consecuencias perjudiciales. Para evitarlo necesitamos adoptar una actitud de distanciamiento respecto a nosotros mismos que nos permita ver con más frialdad hasta dónde, con quién, cuándo, cómo y con qué intensidad es conveniente decir lo que sentimos. Necesitamos, además, plantearnos antes cómo debemos actuar y hasta dónde dar rienda suelta a nuestras emociones. Si es de forma apropiada, siempre conviene expresar las emociones, aunque ello no depende enteramente de nuestra voluntad, pues se exteriorizan por sí mismas a través de la expresión facial, del gesto y las posturas, así como del tono y volumen de la voz. Una persona atemorizada lo expresa aunque no quiera, lo mismo que si se ve sorprendida o le acaba de tocar la lotería: su rostro delata su alegría. Estas señales nos ayudan a reconocer el estado de ánimo de las personas y a que ellas vean cómo nos encontramos. En cuanto a hablar de las emociones, digamos que debe hacerse como medio de liberación y descarga de energía. La persona capaz de manifestar con palabras lo que siente, de hablar con otros acerca de sus propios sentimientos, es más sana en principio y más equilibrada, más asertiva. Es bueno decir "te quiero", "me caes bien", "te agradezco", "no me gusta", "me molesta tal cosa", "estoy triste porque...". Pero la expresión verbal de las emociones, sobre todo de las negativas, debería ir precedida de una reflexión sobre si resulta oportuno hacerlo en ese momento. Esa valoración del cerebro pensante, regulada por el cerebro emocional, indica tener inteligencia emocional. Hay quien se expresa tanto que provoca conflictos, que se desboca y luego se arrepiente. Por el contrario, hay gente que se calla por sistema y acaba por enfermar o por envenenarse con sus rumiaciones. Sólo se pueden controlar las emociones actuando directamente sobre sus manifestaciones fisiológicas o, indirectamente, a través de las conductas o los pensamientos. En realidad, tenemos poco campo de actuación, porque el sistema emocional y sus estructuras no dependen directamente de nuestra voluntad, no puedo estar alegre sólo por quererlo. Sin embargo, se puede actuar directamente, por ejemplo en el caso de la ansiedad, a través de la relajación o de la administración de fármacos. También a través de la música, que consigue cambiar casi de inmediato determinados estados. Poco más se puede hacer directamente. Indirectamente, sin embargo, también podemos actuar, gracias a que el cerebro emocional está conectado con el sistema de control muscular. Fue William James quien defendió que el ser humano es un laboratorio de acción y reacción emocional y que, si bien lo que hagamos depende de nuestro estado de ánimo, también éste depende a su vez de las acciones que llevemos a cabo. Cambiando nuestras conductas, podemos transformar nuestras emociones en cuestión de horas. Por eso, ante estados emocionales negativos conviene actuar de forma opuesta.
||SONREIR NOS HACE MÁS FELICES|| Si estoy triste debo actuar como si estuviese alegre, si perezoso como si fuese diligente y si estoy enfadado, mostrándome amable y encantador. Esas conductas producen cambios hormonales y fisiológicos, por tanto también emocionales. Un ejemplo: practicar la sonrisa, aunque sea forzándola, produce bienestar. Al sonreír, el músculo masetero oprime la arteria carótida externa y eso desencadena unos cambios en el cerebro que nos hacen sentir bien. Pero por si esto fuera poco, con la voluntad podemos cambiar pensamientos y convicciones, lo que afectará a las emociones gracias a las conexiones del córtex (sede del cerebro pensante) con las estructuras emocionales. Son muchos los estudios y experimentos realizados sobre los nefastos efectos del cultivo de cogniciones (pensamientos) negativos de auto ineficacia, de indefensión, de desesperanza. Hay múltiples testimonios de cómo la actitud mental influye en el estado emocional. Es el caso, según estudios realizados, de algunas personas mayores que al morir su pareja mueren ellas en los siguientes dieciocho meses porque piensan que su vida ya no tiene sentido. En el otro extremo, los pensamientos de superación, recordar sucesos agradables, revivir gratas experiencias y pensar en lo bueno de la vida produce buenas vibraciones y experiencias emocionales positivas. Entraríamos entonces en la trascendencia del cultivo de emociones positivas y en concreto de un optimismo realista, claves para garantizar importantes dosis de felicidad y de salud, de auto eficacia para superación de contrariedades y problemas, aunque sean graves. El optimismo no es una postura ilusa e idealista, sino más bien un estado emocional que, partiendo de la visión realista de las dificultades, ayuda al sujeto a esforzarse por ver los aspectos positivos. Así se logra mayor calidad de vida, mayor seguridad e incluso mejor salud (y, por lo tanto, mayor felicidad). M. Silveira |