Mi despertar a la videncia
Se me ha preguntado a menudo cómo he podido, del hombre de negocios que era, transformarme en escritor de la noche a la mañana. El primer impulso se produjo en la siguiente circunstancia: había conocido en el Sanatorio Lehmann al escritor Oscar Schmitz. Luego que le hube contado dos o tres experiencias notables que me habían sucedido, él me preguntó por qué no las escribía, Le pregunté cómo podría hacerlo y me respondió: «Escriba simplemente tal como habla». Me puse a trabajar y produje la novela «El Soldado Ardiente» y la envié a un editor que la aceptó en seguida. Desde entonces, todo lo que he escrito ha sido publicado inmediatamente, ya sea por revistas o por editores.
El impulso interno que despertó en mí este talento de narrador es infinitamente más curioso. Quiero describirlo en detalle, pues él me ha conducido a la convicción de que todo talento duerme en todo hombre, pero que es preciso aprender el método que permita despertarlo. Cuando se aplica el método inconscientemente, sólo se puede desarrollar un don cuyas manifestaciones existían ya, de alguna manera, desde la primera juventud. Por mi parte, yo no había tenido jamás en mi infancia la menor inclinación por la literatura o la poesía. Leía sin discriminación todo lo que caía en mis manos. Más adelante, mi amor por la lectura desapareció completamente; yo entonces consideraba que el sentido de la vida residía en las intrigas amorosas, el juego de ajedrez y el deporte del remo.
El maestro de mi destino, aparentemente muy preocupado frente a tales comienzos, me asestó un día un latigazo tan enérgico que, a continuación de un desengaño amoroso y de otras causas de origen sentimental, decidí poner fin a mi breve existencia - tenía entonces veintitrés años - haciéndome saltar los sesos con un revólver. Un roce en la puerta de mi departamento de soltero interrumpió mi gesto: el destino personificado en un dependiente de una librería me deslizaba un folleto por debajo de la puerta. Si hubiera habido un buzón al exterior del edificio, hoy no estaría vivo, Recogí el folleto y dí vuelta sus hojas: espiritismo, historias de aparecidos, hechicería... Eran temas que jamás había conocido hasta ese día, a no ser de oídas, y que despertaron inmediatamente mi interés. A tal punto que guardé el revólver en un cajón del escritorio para una mejor ocasión y decidí desterrar definitivamente de mi vista - tal como el arma - mis tres intrigas amorosas pasadas, y lanzar la embarcación de mi vida al descubrimiento de estas regiones desconocidas que el folleto evocaba en gran medida. Me hice a la mar, una mar sin límites de obras sobre
el ocultismo.
Al comienzo las olas se elevaban hasta alturas terroríficas: el destino me sumergía literalmente en obras especializadas. Lo que al principio hubiera podido ser considerado como una curiosidad o como un interés superficial, llegó a ser con los años un deseo ardiente de saber, una sed inextinguible que me devoraba. Fuí durante largo tiempo presa de esa necesidad fatal común a todos los hombres, la de pedir consejo a otros con la ilusión de enriquecerme con sus conocimientos. Esto podía ser posible en una cierta medida en relación a cosas exteriores, pero es un fracaso reiterado cuando se trata de la evolución interior del ser humano. Habiendo aprendido que la experiencia viviente no se encuentra en libros muertos, me puse a la búsqueda de hombres capaces de darme algún consejo. El maestro camuflado de mi destino tomó la iniciativa de darme esa ocasión: tuvo éxito en hacerme entrar en contacto de la manera más curiosa con gente interesante, la mayor parte extranjeros, asiáticos, - en Alemania ¿quién hubiera podido poseer alguna experiencia en materia de ocultismo? - videntes, verdaderos y falsos profetas, místicos, médiums. Logias ocultas, más o menos secretas, antiguas y nuevas, se me fueron abriendo. Y cada vez al cabo de algunos años, las dejaba con la misma experiencia: aquí tampoco hay nada, tiempo perdido, repeticiones imprecisas, propósitos superficiales, teísmo fanático. Y en los casos más graves: el agua de rosas de una devoción quietista.
En fin, creí haber encontrado lo que había buscado durante tan largo tiempo: una comunidad de hombres europeos y orientales, en la India central, que pretendían poseer el verdadero secreto del Yoga - ese método asiático remontante a la más alta antiguedad - que ha descubierto el único camino que permite acceder a los grados que se sitúan más allá del nivel de la débil, imperfecta e impotente humanidad. Fuí admitido, después de haber respondido de manera aparentemente satisfactoria a preguntas de orden metafísico que apelaban más a la intuición que a la razón. Estaba escrito - entre otras cosas - en mi certificado de admisión: «Hay en usted el verdadero espíritu de un místico». En seguida recibí toda una serie de consejos a propósito del «rostro verde». A partir de entonces llevé durante tres meses una vida de loco, no comiendo más que verduras, no durmiendo más de tres horas por noche, «saboreando» dos veces por día dos cucharadas de goma arábiga disueltas en una sopa clara - medio particularmente eficaz para despertar la videncia - ejercitándome a medianoche en dolorosas posturas de Asanas, las piernas cruzadas, reteniendo la respiración al punto que mi cuerpo se cubría de sudor mientras me debatía contra una asfixia mortal.
En una noche de invierno, en que la nieve parecía demasiado espesa para permitirme subir hacia mi colina, me encontraba sentado al borde de un río. Tenía detrás de mí una vieja torre con un gran reloj, Estaba allí hacía algunas horas, tiritando a pesar de mi abrigo de piel, mirando fijamente el cielo oscuro y esforzándome por todos los medios en llegar a lo que mis «hermanos» de la India llamaban la visión interior. De nuevo, todos mis esfuerzos eran vanos. Hasta ese día y desde mi más tierna infancia. me faltaba en un grado sorprendente esta facultad otorgada a muchas personas de representarme, cerrando los ojos, una imagen o un rostro. Dicho de otra manera, acostumbraba pensar con palabras y no con imágenes. Había decidido tener bien presente en mi memoria - hasta donde mis facultades me lo permitieran - la imagen del Buda Gautama, y no dejar el lugar donde estaba sentado antes de haber alcanzado algún progreso, por pequeño que fuera.
Debí haber estado allí al menos unas cinco horas cuando súbitamente se me impuso esta pregunta muy humana: ¿Qué hora es? Y he aquí que de la manera más curiosa, en el momento preciso en que salía de mi sopor, vi aparecer en el cielo un reloj gigante proyectando una luz viva, y esto con una nitidez que no habia jamás experimentado cuando observaba objetos reales. Las agujas indicaban las dos menos doce. Sentí claramente cómo los latidos de mi corazón se hacían más lentos y pensé que era debido a la emoción que experimentaba. Era un error, como no tardé en percibirlo: la lentificación del pulso no era la consecuencia sino la causa de la visión. Tenía la extraordinaria impresión de que una mano estaba reteniendo mi corazón. Me dí vuelta para contemplar detrás de mí el reloj real de la torre. El también marcaba las dos menos doce. Estaba excluído el qué hubiera podido volver la cabeza para tener un cierto punto de referencia respecto a la hora, porque había estado perfectamente inmóvil al borde del río durante todo ese tiempo, tal como está estrictamente prescrito por los ejercicios de concentración. Estaba dichoso, pero a la vez un ligero temor se insinuaba en mí: ¿se mantendría abierto el ojo interior?
Retomé mi ejercicio, Por un momento el cielo permaneció oscuro y cerrado como antes. Súbitamente, surgió en mí la idea de ensayar el reprimir los latidos de mi corazón al punto de lentitud en que ellos estaban durante la visión y, seguramente, antes de ella. No era precisamente una «idea» sino una deducción a medias formulada del sentido de una frase del Buda Gautama que se imponía a mí como una sugestión emitida por una voz interior: «Es del corazón que vienen todas las cosas, nacidas del corazón, y a él sometidas ... » Gracias a los ejercicios de yoga practicados, yo tenía alguna idea de la manera en que se podía influir sobre los latidos del corazón. Mi tentativa tuvo éxito. Por la primera vez en mi vida, me encontraba en un estado que me había sido totalmente extraño hasta entonces: la impresión intensa de un estado de lucidez anormal. Al mismo tiempo vi alejarse de mi vista una porción circular del cielo nocturno, como si empezara a girar una linterna mágica. Fue como si una parte de él se separara de la atmósfera, retrocediendo hasta profundidades más y más lejanas, a regiones inconmensurables del espacio. De pronto ya no hubo un segundo plano en ninguna parte, y, para mi gran sorpresa, me di cuenta de que en todo momento y constantemente en la vida estamos rodeados de segundos planos: el cielo azul, la bruma, muros de cualquier forma que sean, y sin que nosotros los percibamos jamás.
En esta brecha circular que acababa de formarse en el cielo, se encontraba una figura geométrica, Yo no la veía como se ven los objetos en la vida corriente, de cara o de perfil: la veía por todos lados al mismo tiempo, por extraordinario que esto pudiera parecer. Como si mi ojo interior en lugar de ser una lente, fuera - por así decirlo - un círculo en torno a la visión. De allí también la impresión nueva de la ausencia de un segundo plano. Esta figura geométrica era el símbolo «in hoc signo vince», una cruz en una H, como la visión del emperador Constantino.
La contemplaba con el corazón frío y sin emoción, no había traza en mí de exaltación ni nada por el estilo. Todo parecía natural, pues no sentía ninguna sensación de éxtasis. Al cabo de un momento, vi aparecer otras figuras geométricas. Yo las consideraba cono un A, B, C del aprendizaje a la videncia. La adquisición permanente que obtenía - y que sentía entrar en mí - era de saber de manera cierta cómo actuar para lograr la visión interior: lentificar los latidos del corazón, ponerme en un estado lúcido intenso, mirar derecho delante de mí lo más lejos posible para realizar el paralelismo de los ejes oculares, etc. Pero todos estos medios no eran necesarios, puesto que realmente no tenía sino que evocar mi experiencia al borde del río para ver las imágenes formarse de nuevo en el espacio ante mis ojos.
Poco tiempo después tuve visiones en colores de tal esplendor y luminosidad y animadas de una vida tal que me ayudaron a atravesar horas difíciles de mi existencia. Nunca, luego de las visiones, me ocurrió caer en ensoñación u otros estados de consciencia inferiores al estado normal de vigilia. Estas visiones no dependen de nuestro libre albedrío; ellas aparecen según le place a una voluntad que no está en nuestro poder manifestar, aunque se trata, seguramente, de nuestra voluntad y no de la manifestación de una potencia exterior, cualquiera que sea el nombre que se le dé.
Esta facultad de videncia fue la causa primera de mi actividad de escritor; la impulsión exterior mencionada al comienzo de este artículo no hizo sino poner en marcha un movimiento ya existente. Las ideas que me empujaron a escribir historias fantásticas fueron siempre, desde el comienzo, imágenes, situaciones y personajes percibidos en visión, que constituyeron el núcleo en torno al cual construía mis novelas. Había aprendido a pensar en imágenes. Puedo mencionar al pasar que muy a menudo he tenido visiones que me dieron simbólica o abiertamente advertencias, consejos o enseñanzas.
Gustav Meyrink
Gustav Meyrink (1868-1932) entró en el mundo
literario forzado por unas circunstancias adversas
que dieron un vuelco radical a su vida.
Joven propietario de un banco de Praga,
provocador de escándalos, duelista, estudioso
del ocultismo, fue víctima de una confabulación
que estuvo a punto de costarle la libertad y la salud
al ser acusado de desfalco. Por fortuna se declaró
su inocencia y poco después tuvo que hacer
pública su bancarrota. La literatura se convirtió entonces
en su refugio y en un precario medio de vida. En su obra,
Meyrink vertió no sólo sus profundos conocimientos
de ocultismo, alquimia, espiritismo y de las más variadas
corrientes esotéricas, sino también una aguda intención
crítica y satírica, fruto de los roces con la sociedad de su
tiempo. "El monje Laskaris y otros relatos extraños y
esotéricos" reúne una selección de pequeñas obras
maestras que reflejan las peculiares obsesiones
del autor: la alquimia, la búsqueda de la piedra filosofal,
la inmortalidad del hombre... fruto de su tenaz estudio
de la literatura especializada y los textos de personajes
históricos como Roger Bacon o John Dee.