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Salud: La Enfermedad como Camino de Evolución
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De: Marti2  (Mensaje original) Enviado: 12/10/2009 06:58

La Enfermedad como Camino de Evolución

Este libro es incómodo porque arrebata al ser humano el recurso de utilizar la enfermedad a modo de coartada para rehuír problemas pendientes. Nos proponemos demostrar que el enfermo no es víctima inocente de errores de la Naturaleza, sino su propio verdugo. Y con esto no nos referimos a la contaminación del medio ambiente, a los males de la civilización, a la vida insalubre ni a «villanos» similares, sino que pretendemos situar en primer plano el aspecto metafísico de la enfermedad. A esta luz, los síntomas se revelan como manifestaciones físicas de conflictos psíquicos y su mensaje puede descubrir el problema de cada paciente.

Hemos utilizado el tema de la enfermedad como base para muchos temas ideológicos y esotéricos cuyo alcance rebasa el marco de la enfermedad. Este libro no es difícil, pero tampoco es tan simple ni trivial como pueda parecer a quienes no comprendan nuestro concepto. No se trata de un libro «científico», escrito como una disertación. Está dedicado a las personas que se sienten dispuestas a caminar en lugar de sentarse a la vera del camino, a matar el tiempo con malabarismos y especulaciones gratuitas. El que busca la luz no tiene tiempo para cientifismos, sino que aspira al Conocimiento. Este libro suscitará muchos antagonismos, pero esperamos que llegue a manos de aquellos que (sean pocos o muchos) puedan utilizarlo de guía en su caminar. ¡Sólo para ellos lo hemos escrito!


Condiciones teóricas para la comprensión de la enfermedad y la curación

I.- Enfermedad y síntomas


Vivimos en una época en la que la medicina continuamente ofrece al asombrado profano nuevas soluciones, fruto de unas posibilidades que rayan en lo milagroso. Pero, al mismo tiempo, se hacen más audibles las voces de desconfianza hacia esta casi omnipotente medicina moderna. Es cada día mayor el número de los que confían más en los métodos, antiguos o modernos, de la medicina naturista o de la medicina homeopática, que en la archicientífica medicina académica. No faltan los motivos de crítica —efectos secundarios, mutación de los síntomas, falta de humanidad, costes exorbitantes y otros muchos— pero más interesante que los motivos de crítica es la existencia de la crítica en sí, ya que, antes de concretarse racionalmente, la crítica responde a un sentimiento difuso de que algo falla y que el camino emprendido, a pesar de que la acción se desarrolla de forma consecuente, o precisamente a causa de ello, no conduce al objetivo deseado.

Esta inquietud es común a muchas personas, entre ellas no pocos médicos jóvenes. De todos modos, la unanimidad se rompe cuando de proponer alternativas se trata. Para unos la solución está en la socialización de la medicina, para otros, en la sustitución de la quimioterapia por remedios naturales y vegetales. Mientras unos ven la solución de todos los problemas en la investigación de las radiaciones telúricas, otros propugnan la homeopatía. Los acupuntores abogan por desplazar la atención del plano morfológico al plano energético de la fisiología. Si contemplamos en su conjunto todos los esfuerzos y métodos extraacadémicos, observamos, además de una gran receptividad para toda la diversidad de métodos, el afán de considerar al ser humano en su totalidad como ente físico–psíquico.

Ya para nadie es un secreto que la medicina académica ha perdido de vista al ser humano. La super especialización y el análisis son los conceptos fundamentales en los que se basa la investigación, pero estos métodos, al tiempo que proporcionan un conocimiento del detalle más minucioso y preciso, hacen que el todo se diluya.

Si prestamos atención al animado debate que se mantiene en el mundo de la medicina, observamos que, generalmente, se discute de los métodos y de su funcionamiento y que, hasta ahora, se ha hablado muy poco de la teoría o filosofía de la medicina. Si bien es cierto que la medicina se sirve en gran medida de operaciones concretas y prácticas, en cada una de ellas se expresa —deliberada o inconscientemente— la filosofía determinante.

La medicina moderna no falla por falta de posibilidades de actuación sino por el concepto sobre el que - a menudo implícita e irreflexivamente - basa su actuación. La medicina falla por su filosofía o, más exactamente, por su falta de filosofía. Hasta ahora, la actuación de la medicina responde sólo a criterios de funcionalidad y eficacia; la falta de un fondo le ha valido el calificativo de «inhumana». Si bien esta inhumanidad se manifiesta en muchas situaciones concretas y externas, no es un defecto que pueda remediarse con simples modificaciones funcionales. Muchos síntomas indican que la medicina está enferma. Y tampoco esta «paciente» puede curarse a base de tratar los síntomas. Sin embargo, la mayoría de críticos de la medicina académica y propagandistas de formas de curación alternativas asumen automáticamente el criterio de la medicina académica y concentran todas sus energías en la modificación de las formas (métodos).

En este libro, nos proponemos ocuparnos del problema de la enfermedad y la curación. Pero nosotros no nos atenemos a los valores consabidos y que todos consideran indispensables. Desde luego, ello hace nuestro propósito difícil y peligroso, ya que comporta indagar sin escrúpulos en terreno considerado vedado por la colectividad. Somos conscientes de que el paso que damos no será el que vaya a dar la medicina en su desarrollo. Nosotros, con nuestro planteamiento, nos saltamos muchos de los pasos que ahora aguardan a la medicina, la perfecta comprensión de los cuales ha de dar la perspectiva necesaria para asumir el concepto que se presenta en este libro. Por ello, con esta exposición no pretendemos contribuir al desarrollo de la medicina en general sino que nos dirigimos a esos individuos cuya visión personal se anticipa un poco al (un tanto premioso) ritmo general.

Los procesos funcionales nunca tienen significado en sí. El significado de un hecho se nos revela por la interpretación que le atribuimos. Por ejemplo, la subida de una columna de mercurio en un tubo de cristal carece de significado hasta que interpretamos este hecho como manifestación de un cambio de temperatura. Cuando las personas dejan de interpretar los hechos que ocurren en el mundo y el curso de su propio destino, su existencia se disipa en la incoherencia y el absurdo. Para interpretar una cosa hace falta un marco de referencia que se encuentre fuera del plano en el que se manifiesta lo que se ha de interpretar. Por lo tanto, los procesos de este mundo material de las formas no pueden ser interpretados sin recurrir a un marco de referencia metafísico. Hasta que el mundo visible de las formas «se convierte en alegoría» (Goethe) no adquiere sentido y significado para el ser humano. Del mismo modo que la letra y el número son exponentes de una idea subyacente, todo lo visible, todo lo concreto y funcional es únicamente expresión de una idea y, por lo tanto, intermediario hacia lo invisible. En síntesis podemos llamar a estos dos campos forma y contenido.

En la forma se manifiesta el contenido que es el que da significado a la forma. Los signos de escritura que no transmiten ideas ni significado resultan tontos y vacíos. Y esto no lo cambiará el análisis de los signos, por minucioso que sea. Otro tanto ocurre en el arte. El valor de una pintura no reside en la calidad de la tela y los colores; los componentes materiales del cuadro son portadores y transmisores de una idea, una imagen interior del artista. El lienzo y el color permiten la visualización de lo invisible y son, por lo tanto, expresión física de un contenido metafísico.

Con estos sencillos ejemplos hemos intentado explicar el método que se sigue en este libro para la interpretación de los temas de enfermedad y curación. Nosotros abandonamos explícita y deliberadamente el terreno de la «medicina científica». Nosotros no tenemos pretensiones de «científicos», ya que nuestro punto de partida es muy distinto. La argumentación o la crítica científica no serán, pues, objeto de nuestra consideración. Nos apartamos deliberadamente del marco científico porque éste se limita precisamente al plano funcional y, por ello impide que se manifieste el significado. Esta exposición no se dirige a racionalistas y materialistas declarados, sino a aquellas personas que estén dispuestas a seguir los senderos tortuosos y no siempre lógicos de la mente humana. Serán buenos compañeros para este viaje por el alma humana un pensamiento ágil, imaginación, ironía y buen oído para los trasfondos del lenguaje. Nuestro empeño exige también tolerancia a las paradojas y la ambivalencia, y excluye la pretensión de alcanzar inmediatamente la unívoca iluminación, mediante la destrucción de una de las opciones.

Tanto en medicina como en el lenguaje popular se habla de las más diversas enfermedades. Esta inexactitud verbal indica claramente la universal incomprensión que sufre el concepto de enfermedad. La enfermedad es una palabra que sólo debería tener singular; decir enfermedades, en plural, es tan tonto como decir saludes. Enfermedad y salud son conceptos singulares, por cuanto que se refieren a un estado del ser humano y no a órganos o partes del cuerpo, como parece querer indicar el lenguaje habitual. El cuerpo nunca está enfermo ni sano ya que en él sólo se manifiestan las informaciones de la mente. El cuerpo no hace nada por sí mismo. Para comprobarlo, basta ver un cadáver. El cuerpo de una persona viva debe su funcionamiento precisamente a estas dos instancias inmateriales que solemos llamar consciencia (alma) y vida (espíritu). La consciencia emite la información que se manifiesta y se hace visible en el cuerpo. La consciencia es al cuerpo lo que un programa de radio al receptor. Dado que la consciencia representa una cualidad inmaterial y propia, naturalmente, no es producto del cuerpo ni depende de la existencia de éste.

Lo que ocurre en el cuerpo de un ser viviente es expresión de una información o concreción de la imagen correspondiente (imagen en griego es eidolon y se refiere también al concepto de la «idea»). Cuando el pulso y el corazón siguen un ritmo determinado, la temperatura corporal mantiene un nivel constante, las glándulas segregan hormonas y en el organismo se forman anticuerpos. Estas funciones no pueden explicarse por la materia en sí, sino que dependen de una información concreta, cuyo punto de partida es la consciencia. Cuando las distintas funciones corporales se conjugan de un modo determinado se produce un modelo que nos parece armonioso y por ello lo llamamos salud. Si una de las funciones se perturba, la armonía del conjunto se rompe y entonces hablamos de enfermedad.

Enfermedad significa, pues, la pérdida de una armonía o, también, el trastorno de un orden hasta ahora equilibrado (después veremos que, en realidad, contemplada desde otro punto de vista, la enfermedad es la instauración de un equilibrio). Ahora bien, la pérdida de armonía se produce en la consciencia, en el plano de la información, y en el cuerpo sólo se muestra. Por consiguiente, el cuerpo es vehículo de la manifestación o realización de todos los procesos y cambios que se producen en la consciencia. Así, si todo el mundo material no es sino el escenario en el que se plasma el juego de los arquetipos, con lo que se convierte en alegoría, también el cuerpo material es el escenario en el que se manifiestan las imágenes de la consciencia. Por lo tanto, si una persona sufre un desequilibrio en su consciencia, ello se manifestará en su cuerpo en forma de síntoma. Por lo tanto, es un error afirmar que el cuerpo está enfermo - enfermo sólo puede estarlo el ser humano - por más que el estado de enfermedad se manifieste en el cuerpo como síntoma. ¡En la representación de una tragedia, lo trágico no es el escenario sino la obra!

Síntomas hay muchos, pero todos son expresión de un único e invariable proceso que llamamos enfermedad y que se produce siempre en la consciencia de una persona. Sin la consciencia, pues, el cuerpo no puede vivir ni puede «enfermar». Aquí conviene entender que nosotros no suscribimos la habitual división de las enfermedades en somáticas, psicosomáticas, psíquicas y espirituales. Esta clasificación sirve más para impedir la comprensión de la enfermedad que para facilitarla.

Nuestro planteamiento coincide en parte con el modelo psicosomático, aunque con la diferencia de que nosotros aplicamos esta visión a todos los síntomas sin excepción. La distinción entre «somático» y «psíquico» puede referirse, a lo sumo, al plano en el que el síntoma se manifiesta, pero no sirve para ubicar la enfermedad. El antiguo concepto de las enfermedades del espíritu es totalmente equívoco, dado que el espíritu nunca puede enfermar: se trata exclusivamente de síntomas que se manifiestan en el plano psíquico, es decir, en la consciencia del individuo.

Aquí trataremos de trazar un cuadro unitario de la enfermedad que, a lo sumo, sitúe la diferenciación «somático» / «psíquico» en el plano de la manifestación del síntoma que predomine en cada caso.

Con la diferenciación entre enfermedad (plano de la consciencia) y síntoma (plano corporal) nuestro examen se desplaza del análisis habitual de los procesos corporales hacia una contemplación hoy insólita del plano psíquico. Por lo tanto, actuamos como un crítico que no trata de mejorar una mala obra teatral analizando y cambiando los decorados, el director y los actores, sino que contempla la obra en sí.

Cuando en el cuerpo de una persona se manifiesta un síntoma, éste (más o menos) llama la atención interrumpiendo, con frecuencia bruscamente, la continuidad de la vida diaria. Un síntoma es una señal que atrae atención, interés y energía y, por lo tanto, impide la vida normal. Un síntoma nos reclama atención, lo queramos o no. Esta interrupción que nos parece llegar de fuera nos produce una molestia y desde ese momento no tenemos más que un objetivo: eliminar la molestia. El ser humano no quiere ser molestado, y ello hace que empiece la lucha contra el síntoma. La lucha exige atención y dedicación: el síntoma siempre consigue que estemos pendientes de él.

Desde los tiempos de Hipócrates, la medicina académica ha tratado de convencer a los enfermos de que un síntoma es un hecho más o menos fortuito cuya causa debe buscarse en los procesos funcionales en los que tan afanosamente se investiga. La medicina académica evita cuidadosamente la interpretación del síntoma, con lo que destierra tanto al síntoma como a la enfermedad al ámbito de lo incongruente. Con ello, la señal pierde su auténtica función; los síntomas se convierten en señales incomprensibles.

Vamos a poner un ejemplo: un automóvil lleva varios indicadores luminosos que sólo se encienden cuando existe una grave anomalía en el funcionamiento del vehículo. Si, durante un viaje, se enciende uno de los indicadores, ello nos contraría. Nos sentimos obligados por la señal a interrumpir el viaje. Por más que nos moleste parar, comprendemos que sería una estupidez enfadarse con la lucecita; al fin y al cabo, nos está avisando de una perturbación que nosotros no podríamos descubrir con tanta rapidez, ya que se encuentra en una zona que nos es «inaccesible». Por lo tanto, nosotros interpretamos el aviso de la lucecita como recomendación de que llamemos a un mecánico que arregle lo que haya que arreglar para que la lucecita se apague y nosotros podamos seguir viaje. Pero nos indignaríamos, y con razón, si, para conseguir este objetivo, el mecánico se limitara a quitar la lámpara. Desde luego, el indicador ya no estaría encendido – y eso es lo que nosotros queríamos – pero el procedimiento utilizado para conseguirlo sería muy simplista. Lo procedente es eliminar la causa de que se encienda la señal, no quitar la bombilla. Pero para ello habrá que apartar la mirada de la señal y dirigirla a zonas más profundas, a fin de averiguar qué es lo que no funciona. La señal sólo quería avisarnos y hacer que nos preguntáramos qué ocurría.



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Respuesta  Mensaje 2 de 10 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 12/10/2009 06:59
Lo que en el ejemplo era el indicador luminoso, en nuestro tema es el síntoma. Aquello que en nuestro cuerpo se manifiesta como síntoma es la expresión visible de un proceso invisible y con su señal pretende interrumpir nuestro proceder habitual, avisarnos de una anomalía y obligarnos a hacer una indagación. También en este caso, es una estupidez enfadarse con el síntoma y, absurdo, tratar de suprimirlo impidiendo su manifestación. Lo que debemos eliminar no es el síntoma, sino la causa. Por consiguiente, si queremos descubrir qué es lo que nos señala el síntoma, tenemos que apartar la mirada de él y buscar más allá.

Pero la medicina académica es incapaz de dar este paso, y en esto radica su problema: se deja fascinar por los síntomas. Por ello, equipara síntomas y enfermedad, es decir, no puede separar la forma del contenido. Por ello, no se regatean los recursos de la técnica para tratar órganos y partes del cuerpo, mientras se descuida al individuo que está enfermo. Se trata de impedir que aparezcan los síntomas, sin considerar la viabilidad ni la racionalidad de este propósito. Asombra ver lo poco que el realismo consigue frenar la frenética carrera en pos de este objetivo. A fin de cuentas, desde la llegada de la llamada moderna medicina científica, el número de enfermos no ha disminuido ni en una fracción del uno por ciento. Ahora hay tantos enfermos como hubo siempre, aunque los síntomas sean otros. Esta cruda verdad es disfrazada con estadísticas que se refieren sólo a unos grupos de síntomas determinados. Por ejemplo, se pregona el triunfo sobre las enfermedades infecciosas, sin mencionar qué otros síntomas han aumentado en importancia y frecuencia durante el mismo período.

El estudio no será fiable hasta que, en vez de considerar los síntomas, se considere la «enfermedad en sí», y ésta ni ha disminuido ni parece que vaya a disminuir. La enfermedad arraiga en el ser tan hondo como la muerte y no se la puede eliminar con unas cuantas manipulaciones incongruentes y funcionales. Si el hombre comprendiera la grandeza y dignidad de la enfermedad y la muerte, vería lo ridículo del empeño de combatirla con sus fuerzas. Naturalmente, de semejante desengaño puede uno protegerse por el procedimiento de reducir la enfermedad y la muerte a simples funciones y así poder seguir creyendo en la propia grandeza y poder.

En suma, la enfermedad es un estado que indica que el individuo, en su consciencia, ha dejado de estar en orden o armonía. Esta pérdida del equilibrio interno se manifiesta en el cuerpo en forma de síntoma. El síntoma es, pues, señal y portador de información, ya que con su aparición interrumpe el ritmo de nuestra vida y nos obliga a estar pendientes de él. El síntoma nos señala que nosotros, como individuo, como ser dotado de alma, estamos enfermos, es decir, que hemos perdido el equilibrio de las fuerzas del alma. El síntoma nos informa de que algo falla. Denota un defecto, una falta. La consciencia ha reparado en que, para estar sanos, nos falta algo. Esta carencia se manifiesta en el cuerpo como síntoma. El síntoma es, pues, el aviso de que algo falta.

Cuando el individuo comprende la diferencia entre enfermedad y síntoma, su actitud básica y su relación con la enfermedad se modifican rápidamente. Ya no considera el síntoma como su gran enemigo cuya destrucción debe ser su mayor objetivo sino que descubre en él a un aliado que puede ayudarle a encontrar lo que le falta y así vencer la enfermedad. Porque entonces el síntoma será como el maestro que nos ayude a atender a nuestro desarrollo y conocimiento, un maestro severo que será duro con nosotros si nos negamos a aprender la lección más importante. La enfermedad no tiene más que un fin: ayudarnos a subsanar nuestras «faltas» y hacernos sanos.

El síntoma puede decirnos qué es lo que nos falta , pero para entenderlo tenemos que aprender su lenguaje. Este libro tiene por objeto ayudar a reaprender el lenguaje de los síntomas. Decimos reaprender, ya que este lenguaje ha existido siempre, y por lo tanto, no se trata de inventarlo, sino, sencillamente, de recuperarlo. El lenguaje es psicosomático, es decir, sabe de la relación entre el cuerpo y la mente. Si conseguimos redescubrir esta ambivalencia del lenguaje, pronto podremos oír y entender lo que nos dicen los síntomas. Y nos dicen cosas más importantes que nuestros semejantes, ya que son compañeros más íntimos, nos pertenecen por entero y son los únicos que nos conocen de verdad.

Esto, desde luego, supone una sinceridad difícil de soportar. Nuestro mejor amigo nunca se atrevería a decirnos la verdad tan crudamente como nos la dicen siempre los síntomas. No es, pues, de extrañar que nosotros hayamos optado por olvidar el lenguaje de los síntomas. Y es que resulta más cómodo vivir engañado. Pero no por cerrar los ojos ni hacer oídos sordos conseguiremos que los síntomas desaparezcan. Siempre, de un modo o de otro, tenemos que andar a vueltas con ellos. Si nos atrevemos a prestarles atención y establecer comunicación, serán guías infalibles en el camino de la verdadera curación. Al decirnos lo que en realidad nos falta, al exponernos el tema que nosotros debemos asumir conscientemente, nos permiten conseguir que, por medio de procesos de aprendizaje y asimilación consciente, los síntomas en sí resulten superfluos.

Aquí está la diferencia entre combatir la enfermedad y transmutar la enfermedad. La curación se produce exclusivamente desde una enfermedad transmutada, nunca desde un síntoma derrotado, ya que la curación significa que el ser humano se hace más sano, más completo (con el aumentativo de completo, gramaticalmente incorrecto, se pretende indicar más próximo a la perfección; por cierto, tampoco sano admite aumentativo). Curación significa redención, aproximación a esa plenitud de la consciencia que también se llama iluminación. La curación se consigue incorporando lo que falta y, por lo tanto, no es posible sin una expansión de la consciencia. Enfermedad y curación son conceptos que pertenecen exclusivamente a la consciencia, por lo que no pueden aplicarse al cuerpo, pues un cuerpo no está enfermo ni sano. En él sólo se reflejan, en cada caso, estados de la consciencia.

Sólo en este contexto puede criticarse la medicina académica. La medicina académica habla de curación sin tomar en consideración este plano, el único en el que es posible la curación. No tenemos intención de criticar la actuación de la medicina en sí, siempre y cuando ésta no manifieste con ella la pretensión de curar. La medicina se limita a adoptar medidas puramente funcionales que, como tales, no son ni buenas ni malas sino intervenciones viables en el plano material. En este plano la medicina puede ser, incluso, asombrosamente buena; no se pueden condenar todos sus métodos en bloque; sí acaso, para uno mismo, nunca para otros. Aquí se plantea, pues, la disyuntiva de sí uno va a porfiar en el intento de cambiar el mundo por medidas funcionales o si ha comprendido que ello es vano empeño y, por lo que le atañe personalmente, desiste. El que ha visto la trampa del juego no tiene por qué seguir jugando (... aunque nada se lo impedirá, desde luego), pero no tiene derecho a estropear la partida a los demás, porque, a fin de cuentas, también perseguir una ilusión nos hace avanzar.

Por lo tanto, se trata menos de lo que se hace que de tener conocimiento de lo que se hace. El que haya seguido nuestro razonamiento, observará que nuestra crítica se dirige tanto a la medicina natural como a la académica, pues también aquélla trata de conseguir la «curación» con medidas funcionales y habla de impedir la enfermedad y de llevar vida sana. La filosofía es, pues, la misma; sólo los métodos son un poco menos tóxicos y más naturales. (No hacemos referencia a la homeopatía que no se alinea ni con la medicina académica ni con la natural.)

El camino del individuo va de lo insano a lo sano, de la enfermedad a la salud y a la salvación. La enfermedad no es un obstáculo que se cruza en el camino, sino que la enfermedad en sí es el camino por el que el individuo va hacia la curación. Cuanto más conscientemente contemplemos el camino, mejor podrá cumplir su cometido. Nuestro propósito no es combatir la enfermedad, sino servirnos de ella; para conseguir esto tenemos que ampliar nuestro horizonte.

II. Polaridad y unidad





Cristo les dijo:

“Cuando de los dos hagáis uno y cuando hagáis lo de dentro como lo de fuera y lo de fuera como lo de dentro y lo de arriba como lo de abajo y de lo masculino y lo femenino hagáis uno, para que lo masculino no sea masculino ni lo femenino sea femenino, cuando hagáis ojos en vez de un ojo y una mano en vez de una mano y un pie en vez de un pie y una imagen en vez de una imagen, entonces entraréis en el Reino”.

(Tomás.- Evangelios Apócrifos, cap. 22. )

Nos parece oportuno retomar en este libro un tema que ya hemos tratado antes: la polaridad. Por un lado, nos gustaría evitar tediosas repeticiones, pero, por otro, creemos que la comprensión de la polaridad es requisito indispensable para seguir los razonamientos que exponemos más adelante. De todos modos, nunca se hace demasiado hincapié en la polaridad, por cuanto que constituye el problema central de nuestra existencia.

Al decir “Yo”, el ser humano se separa de todo lo que percibe como ajeno al Yo: el Tú; y, desde este momento, el ser humano queda preso en la polaridad. Su Yo lo ata al mundo de los contrapuntos que no se cifran sólo en el Yo y el Tú, sino también en lo interno y lo externo, mujer y hombre, bien y mal, verdad y mentira, etc. El ego del individuo le hace imposible percibir, reconocer o imaginar siquiera la unidad o el todo en cualquier forma. La consciencia lo escinde todo en parejas de contrarios que nos plantea un conflicto porque nos obligan a diferenciar y a decidir. Nuestro entendimiento no hace otra cosa que desmenuzar la realidad en pedazos más y más pequeños (análisis) y diferenciar entre los pedazos (discernimiento). Por ello, se dice sí a una cosa y, al mismo tiempo, no a su contrario, pues es sabido que «los contrarios se excluyen mutuamente>. Pero con cada no, con cada exclusión, incurrimos en una carencia, y para estar sano hay que estar completo. Tal vez se aprecie ya lo estrechamente ligado que está el tema enfermedad–salud con la polaridad. Pero aún podemos ser más categóricos: enfermedad es polaridad, curación es superación de la polaridad.

Más allá de la polaridad en la que nosotros, como individuos, nos encontramos inmersos, está la unidad, el Uno que todo lo abarca, en el que se aúnan los contrarios. Este ámbito del ser se llama también el Todo porque todo lo abarca, y nada puede existir fuera de esta unidad, de este Todo. En la unidad no hay cambio ni transformación ni evolución, porque la unidad no está sometida al tiempo ni al espacio. La Unidad–Todo está en reposo permanente, es el Ser puro, sin forma ni actividad. Llama la atención que todas las definiciones de la unidad han de ser planteadas en negativo: sin tiempo, sin espacio, sin cambio, sin límite.

Todas las manifestaciones positivas nacen de nuestro mundo dividido y, por consiguiente, no pueden aplicarse a la unidad. Desde el punto de vista de nuestra consciencia bipolar la unidad se aparece como la Nada. Esta formulación es correcta, pero con frecuencia nos sugiere asociaciones falsas. Los occidentales especialmente suelen reaccionar con desilusión cuando descubren, por ejemplo, que el estado de consciencia que persigue la filosofía budista, el nirvana viene a significar nada (textualmente: extinción). El ego del ser humano desea tener siempre algo que se encuentre fuera de él y no le agrada la idea de tener que extinguirse para ser uno con el todo. En la unidad, Todo y Nada se funden en uno. La Nada renuncia a toda manifestación y límite, con lo que se sustrae a la polaridad. El origen de todo el Ser es la Nada (el Ain Soph de lo cabalistas, el Tao de los chinos, el Neti–Neti de los indios). Es lo único que existe realmente, sin principio ni fin, por toda la eternidad. A esa unidad podemos referirnos pero no podemos imaginarla. La unidad es la antítesis de la polaridad y, por consiguiente, sólo es concebible - incluso en cierta medida, experimentable - por el ser humano que, por medio de determinados ejercicios o técnicas de meditación, desarrolla la capacidad de aunar, por lo menos transitoriamente, la polaridad de su conocimiento. Pero la unidad siempre se sustrae a una descripción oral o análisis filosófico, pues nuestro pensamiento precisa de la premisa de la polaridad. El reconocimiento sin polaridad, sin la división en sujeto y objeto, en reconocedor y reconocido, no es posible. En la unidad no hay reconocimiento, sólo Ser. En la unidad termina todo el afán, el querer y el empeño, todo el movimiento, porque ya no existe un exterior que anhelar. Es la vieja paradoja de que sólo en la Nada está la plétora.

Volvamos a considerar el campo que podemos aprehender de forma directa y segura. Todos poseemos una consciencia del mundo polarizadora. Es importante reconocer que lo polar no es el mundo sino el conocimiento que nuestra consciencia nos da de él.

Observemos las leyes de la polaridad en un ejemplo concreto como la respiración que da al ser humano la experiencia básica de polaridad. Inhalación y exhalación se alternan constante y rítmicamente. Ahora bien, el ritmo que forman no es más que la continua alternancia de dos polos. El ritmo es el esquema básico de toda vida. Lo mismo nos dice la Física que afirma que todos los fenómenos pueden reducirse a oscilaciones. Si se destruye el ritmo se destruye la vida, pues la vida es ritmo. El que se niega a exhalar el aire no puede volver a inhalar. Ello nos indica que la inhalación depende de la exhalación y que, sin su polo opuesto, no es posible. Un polo, para su existencia, depende del otro polo. Si quitamos uno, desaparece también el otro. Por ejemplo, la electricidad se genera de la tensión establecida entre dos polos, si retiramos un polo, la electricidad desaparece.

Respuesta  Mensaje 3 de 10 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 12/10/2009 07:01




Aquí tenemos un dibujo muy conocido, en el que cualquiera puede experimentar claramente el problema de la polaridad que aquí se plantea en primer término/segundo término, o, concretamente, caras/copa. Cuál de las dos formas vea dependerá de si pongo en primer término la superficie blanca o la negra. Si interpreto como fondo la superficie negra, la blanca se sitúa en primer término y veo una copa. Esta apreciación cambia cuando considero que la superficie blanca es el fondo, porque entonces veo como primer término la superficie negra y aparecen dos caras de perfil. En este juego óptico se trata de observar atentamente nuestra reacción fijando la atención en una u otra superficie. Los dos elementos copa/caras están presentes en la imagen simultáneamente, pero obligan al que mira a decidirse por uno o por el otro. O vemos la copa o vemos las caras. A lo sumo, podemos ver los dos aspectos de la imagen sucesivamente, pero es muy difícil verlos simultáneamente con la misma claridad.

Este juego óptico es una buena vía de acceso a la consideración de la polaridad. En este grabado el polo negro depende del polo blanco y viceversa. Si suprimimos del grabado uno de los dos polos (lo mismo da el negro que el blanco), desaparece toda la imagen con sus dos aspectos. También aquí el negro depende del blanco, el primer plano depende del fondo, como la inhalación de la exhalación o el polo positivo de la corriente del polo negativo. Esta absoluta interdependencia de los contrarios nos indica que, en el fondo de cada polaridad, existe una unidad que nosotros, los humanos, no podemos aprehender con nuestra consciencia, incapaz de percepción simultánea. Es decir, tenemos que dividir toda unidad en dos polos, a fin de poder contemplarlos sucesivamente.

Y ello da origen al tiempo, simulador que debe su existencia únicamente al carácter bipolar de nuestra consciencia. Las polaridades son, pues, dos aspectos de una misma realidad que nosotros hemos de contemplar sucesivamente. Por lo tanto, cuál de las dos caras de la medalla veamos en cada momento dependerá del ángulo en el que nos situemos. Sólo al observador superficial se aparecen las polaridades como contrarios que se excluyen mutuamente —si miramos con más atención veremos que las polaridades, juntas, forman una unidad ya que, para poder existir, dependen una de otra—. La ciencia hizo este descubrimiento fundamental al estudiar la luz.

Había sobre la naturaleza de los rayos de la luz dos opiniones contrapuestas: una propugnaba la teoría de las ondas y la otra, la teoría de las partículas. Cada una de estas teorías excluía a la otra. Si la luz está formada por ondas no puede estar formada por partículas y a la inversa: o lo uno o lo otro. Después hemos averiguado que esta disyuntiva era un planteamiento erróneo. La luz es a la vez onda y corpúsculo. Pero también se puede dar la vuelta a la frase: la luz no es ni onda ni corpúsculo. La luz es, en su unidad, sólo luz y, como tal, no es concebible por la consciencia polar del ser humano. Esta luz se manifiesta únicamente al observador según el lado desde el que éste la contemple, bien onda, bien partícula.

La polaridad es como una puerta que en un lado tiene escrita la palabra Entrada y, en el otro, Salida, pero siempre es la misma puerta y, según el lado por el que nos acerquemos a ella, vemos uno u otro de sus aspectos. A causa de este imperativo de dividir lo unitario en aspectos que luego hemos de contemplar sucesivamente se crea el concepto de tiempo, porque de la contemplación con una consciencia bipolar la simultaneidad del Ser se convierte en sucesión. Si detrás de la polaridad está la unidad, detrás del tiempo se halla la eternidad. Una aclaración: entendemos eternidad en el sentido metafísico de intemporalidad, no en el que le da la teología cristiana, de un largo, infinito continuum de tiempo.

En el estudio de las lenguas primitivas, también observamos cómo nuestra consciencia y afán de aprehensión divide en contrarios lo que originariamente era unitario. Al parecer, los individuos de culturas pretéritas eran más capaces de ver la unidad detrás de las dualidades, ya que en las lenguas antiguas muchas palabras tienen acepciones que se contradicen. No fue sino con la evolución del lenguaje cuando, principalmente mediante transposición o prolongación de las vocales, se empezó a atribuir a un único polo una voz originariamente ambivalente. (Ya Sigmund Freud comenta el fenómeno en su «Contrasentido de las palabras originales»)

La polaridad de nuestra consciencia la experimentamos subjetivamente en la alternancia de dos estados que se distinguen claramente uno de otro: la vigilia y el sueño, estados que nosotros experimentamos como correspondencia interna de la polaridad externa día–noche de la Naturaleza. Por lo tanto, hablamos corrientemente de un estado de consciencia diurno y un estado de consciencia nocturno o del lado diurno y el lado nocturno del alma. Íntimamente unida a esta polaridad está la distinción entre una consciencia superior y un inconsciente. Por lo tanto, durante el día esa región de consciencia que habitamos por la noche y de la que surgen los sueños es para nosotros el inconsciente. Bien mirada, la palabra inconsciente no es un vocablo muy afortunado, por cuanto que el prefijo in denota carencia e inconsciente no es lo mismo que falto de consciencia. Durante el sueño nos encontramos en un estado de consciencia diferente, no en falta de consciencia sino sólo de una denominación muy imprecisa del estado de consciencia nocturno, a falta de palabra más adecuada. Pero, ¿por qué nos identificamos tan evidentemente con la consciencia diurna?

Desde la difusión de la psicología profunda, estamos acostumbrados a imaginar nuestra consciencia dividida en estratos y a distinguir entre un supraconsciente, un consciente, un subconsciente y un inconsciente.

La consciencia humana tiene su expresión física en el cerebro,
atribuyéndose a la corteza cerebral la facultad específicamente humana del discernimiento y el juicio. No es de extrañar que la polaridad de la consciencia humana se refleje claramente en la anatomía misma del cerebro. Como es sabido, el cerebro se compone de dos hemisferios unidos por el llamado cuerpo calloso. En el pasado, la medicina trató de combatir diferentes síntomas, como por ejemplo la epilepsia o los grandes dolores, seccionando quirúrgicamente el cuerpo calloso, con lo que se cortaban todas las uniones nerviosas de los dos lóbulos (comisurotomía).

A pesar de lo aparatoso de la intervención, a primera vista apenas se observaban deficiencias en los pacientes. Así se descubrió que los dos hemisferios son como dos cerebros que pueden funcionar
independientemente. Pero, al someter a los operados a determinadas pruebas, se vio que los dos hemisferios cerebrales se distinguen claramente tanto por su naturaleza como por sus funciones respectivas. Ya sabemos que los nervios de cada lado del cuerpo son gobernados por el hemisferio contrario, es decir, la parte derecha del cuerpo humano es gobernada por el hemisferio izquierdo y viceversa. Si se vendan los ojos a uno de estos pacientes y se le pone, por ejemplo, un sacacorchos en la mano izquierda, él es incapaz de nombrar el objeto, es decir, no puede encontrar el nombre que corresponde al sacacorchos que está palpando, pero no tiene dificultad alguna en utilizarlo adecuadamente. Cuando se le pone el objeto en la mano derecha ocurre todo lo contrario: ahora sabe cómo se llama pero no sabe utilizarlo.

Al igual que las manos, también los oídos y los dos ojos están unidos al hemisferio cerebral contrario. En otro experimento a una paciente operada de comisurotomía se le presentaron diferentes figuras geométricas al tiempo que se le tapaba, sucesivamente, el ojo derecho y el izquierdo. Cuando se proyectó un hombre desnudo ante el campo visual del ojo izquierdo, por lo que la imagen sólo podía percibirse por el hemisferio derecho, la paciente se sonrojó y se rió, pero a la pregunta del investigador de qué había visto contestó: — Nada, sólo un fogonazo — y siguió riendo.

Es decir, que la imagen percibida por el hemisferio derecho produjo una reacción, pero ésta no pudo ser captada por el pensamiento ni planteada con palabras. Si se llevan olores sólo a la fosa nasal izquierda, también se produce la reacción correspondiente, pero el paciente no puede identificar el olor. Si se muestra a un paciente una palabra compuesta como, por ejemplo, baloncesto, de manera que el ojo izquierdo sólo puede ver la primera parte, «balón», y el derecho, la segunda, «cesto», el paciente leerá únicamente «cesto», pues la palabra «balón» no puede ser analizada por el lóbulo derecho.

Con estos experimentos, desarrollados y elaborados en los últimos tiempos, se ha recopilado información que puede condensarse así: uno y otro hemisferio se diferencian claramente por sus funciones, su capacidad y sus respectivas responsabilidades. El hemisferio izquierdo podría denominarse el «hemisferio verbal» pues es el encargado de la lógica y la estructura del lenguaje, de la lectura y la escritura. Descifra analítica y racionalmente todos los estímulos de estas áreas. Es decir, que piensa en forma digital. El hemisferio izquierdo es también el encargado del cálculo y la numeración. La noción del tiempo se alberga asimismo en el hemisferio izquierdo.

En el hemisferio derecho encontramos todas las facultades opuestas: en lugar de capacidad analítica, permite la visión de conjunto de ideas, funciones y estructuras complejas. Esta mitad cerebral permite concebir un todo (figura) partiendo de una pequeña parte (pars pro toto). Al parecer, debemos también al hemisferio cerebral derecho la facultad de concepción y estructuración de elementos lógicos (conceptos superiores, abstracciones) que no existen en la realidad. En el lóbulo derecho encontramos únicamente formas orales arcaicas que no se rigen por la sintaxis sino por esquemas de sonidos y asociaciones. Tanto la lírica como el lenguaje de los esquizofrénicos son exponentes del lenguaje producido por el hemisferio derecho. Aquí reside también el pensamiento analógico y el arte para utilizar los símbolos. El hemisferio derecho genera también las fantasías y los sueños de la imaginación y desconoce la noción del tiempo que posee el hemisferio izquierdo.

Según la actividad del individuo, domina en él uno u otro hemisferio. El pensamiento lógico, la lectura, la escritura y el cálculo exigen el predominio del hemisferio izquierdo, mientras que para escuchar música, soñar, imaginar y meditar se utiliza preferentemente el hemisferio derecho. Independientemente del predominio de un hemisferio concreto, el individuo sano dispone también de informaciones del hemisferio subordinado, ya que a través del cuerpo calloso se produce un activo intercambio de datos. La especialización de los hemisferios refleja con exactitud las antiguas doctrinas esotéricas de la polaridad. En el taoísmo, a los dos principios originales en los que se divide la unidad del Tao se les llama Yang (principio masculino) y Yin (principio femenino). En la tradición hermética, la misma polaridad se expresa por medio de los símbolos del «Sol» (masculino) y la «Luna» (femenino). El Yang chino y el Sol son símbolos del principio masculino, activo y positivo que, en el campo psicológico, corresponderían a la consciencia diurna. El Yin o principio de la Luna se refiere al principio femenino, negativo, receptor y corresponde al inconsciente del individuo.





 

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De: Marti2 Enviado: 12/10/2009 07:02
III. LA SOMBRA

“Toda la Creación existe en ti y todo lo que hay en ti existe también en la Creación. No hay divisoria entre tú y un objeto que esté muy cerca de ti, como tampoco hay distancia entre tú y los objetos lejanos. Todas las cosas, las más pequeñas y las más grandes, las más bajas y las más altas, están en ti y son de tu misma condición. Un solo átomo contiene todos los elementos de la Tierra. Un solo movimiento del espíritu contiene todas las leyes de la vida. En una sola gota de agua se encuentra el secreto del inmenso océano. Una sola manifestación de ti contiene todas las manifestaciones de la vida.”
Kahil Gibrán


El individuo dice «yo» y con esta palabra entiende una serie de características: «Varón, alemán, padre de familia y maestro. Soy activo, dinámico, tolerante, trabajador, amante de los animales, pacifista, bebedor de té, cocinero por afición, etc.» A cada una de estas características precedió, en su momento, una decisión, se optó entre dos posibilidades, se integró un polo en la identidad y se descartó el otro. Así la identidad «soy activo y trabajador» excluye automáticamente «soy pasivo y vago». De una identificación suele derivarse rápidamente también una valoración: «En la vida hay que ser activo y trabajador; no es bueno ser pasivo y vago.» Por más que esta opinión se sustente con argumentos y teorías, esta valoración no pasa de subjetiva.

Desde el punto de vista objetivo, esto es sólo una posibilidad de plantearse las cosas—y una posibilidad muy convencional—. ¿Qué pensaríamos de una rosa roja que proclamara muy convencida: «Lo correcto es florecer en rojo. Tener flores azules es un error y un peligro.» El repudio de cualquier forma de manifestación es siempre señal de falta de identificación (... por cierto que la violeta, por su parte, no tiene nada en contra de la floración azulada).

Por lo tanto, cada identificación que se basa en una decisión descarta un polo. Ahora bien, todo lo que nosotros no queremos ser, lo que no queremos admitir en nuestra identidad, forma nuestro negativo, nuestra «sombra». Porque el repudio de la mitad de las posibilidades no las hace desaparecer sino que sólo las destierra de la identificación o de la consciencia.

El «no» ha quitado de nuestra vista un polo, pero no lo ha eliminado. El polo descartado vive desde ahora en la sombra de nuestra consciencia. Del mismo modo que los niños creen que cerrando los ojos se hacen invisibles, las personas imaginan que es posible librarse de la mitad de la realidad por el procedimiento de no reconocerse en ella. Y se deja que un polo (por ejemplo, la laboriosidad) salga a la luz de la consciencia mientras que el contrario (la pereza) tiene que permanecer en la oscuridad donde uno no lo vea. El no ver se considera tanto como no tener y se cree que lo uno puede existir sin lo otro.






Llamamos sombra (en la acepción que da a la palabra C. G. Jung) a la suma de todas las facetas de la realidad que el individuo no reconoce o no quiere reconocer en sí y que, por consiguiente, descarta. La sombra es el mayor enemigo del ser humano: la tiene y no sabe que la tiene, ni la conoce. La sombra hace que todos los propósitos y los afanes del ser humano le reporten, en última instancia, lo contrario de lo que él perseguía.

El ser humano proyecta en un mal anónimo que existe en el mundo todas las manifestaciones que salen de su sombra porque tiene miedo de encontrar en sí mismo la verdadera fuente de toda desgracia. Todo lo que el ser humano rechaza pasa a su sombra que es la suma de todo lo que él no quiere. Ahora bien, la negativa a afrontar y asumir una parte de la realidad no conduce al éxito deseado. Por el contrario, el ser humano tiene que ocuparse muy especialmente de los aspectos de la realidad que ha rechazado. Esto suele suceder a través de la proyección, ya que cuando uno rechaza en su interior un principio determinado, cada vez que lo encuentre en el mundo exterior desencadenará en él una reacción de angustia y repudio.

No estará de más recordar, para mejor comprender esta relación, que nosotros entendemos por «principios» regiones arquetípicas del ser que pueden manifestarse con una enorme variedad de formas concretas. Cada manifestación es entonces representación de aquel principio esencial. Por ejemplo: la multiplicación es un principio. Este principio abstracto puede presentársenos bajo las más diversas manifestaciones (3 por 4, 8 por 7, 49 por 248, etc.). Ahora bien, todas y cada una de estas formas de expresión, exteriormente diferentes, son representación del principio «multiplicación». Además, hemos de tener claro que el mundo exterior está formado por los mismos principios arquetípicos que el mundo interior. La ley de la resonancia dice que nosotros sólo podemos conectar con aquello con lo que estamos en resonancia.

Este razonamiento conduce a la identidad entre mundo exterior y mundo interior. En la filosofía hermética esta ecuación entre mundo exterior y mundo interior o entre individuo y Cosmos se expresa con los términos: microcosmos = macrocosmos.

Proyección significa, pues, que con la mitad de todos los principios fabricamos un exterior, puesto que no los queremos en nuestro interior. Al principio decíamos que el Yo es responsable de la separación del individuo de la suma de todo el Ser. El Yo determina un Tú que es considerado como lo externo. Ahora bien, si la sombra está formada por todos los principios que el Yo no ha querido asumir, resulta que la sombra y el exterior son idénticos. Nosotros siempre sentimos nuestra sombra como un exterior, porque si la viéramos en nosotros ya no sería la sombra. Los principios rechazados que ahora aparentemente nos acometen desde el exterior los combatimos en el exterior con el mismo encono con que los habíamos combatido dentro de nosotros. Nosotros insistimos en nuestro empeño de borrar del mundo los aspectos que valoramos negativamente. Ahora bien, dado que esto es imposible —véase la ley de la polaridad—, este intento se
convierte en una pugna constante que garantiza que nos ocupamos con especial intensidad de la parte de la realidad que rechazamos.

Esto entraña una irónica ley a la que nadie puede sustraerse: lo que más ocupa al ser humano es aquello que rechaza. Y de este modo se acerca al principio rechazado hasta llegar a vivirlo. Es conveniente no olvidar las dos últimas frases. El repudio de cualquier principio es la forma más segura de que el sujeto llegue a vivir este principio. Según esta ley, los niños siempre acaban por adquirir las formas de comportamiento que habían odiado en sus padres, los pacifistas se hacen militantes; los moralistas, disolutos; los apóstoles de la salud, enfermos graves.

No se debe pasar por alto que rechazo y lucha significan entrega y obsesión. Igualmente, el evitar en forma estricta un aspecto de la realidad indica que el individuo tiene un problema con él. Los campos interesantes e importantes para un ser humano son aquellos que él combate y repudia, porque los echa de menos en su consciencia y le hacen incompleto. A un ser humano sólo pueden molestarle los principios del exterior que no ha
asumido.

En este punto de nuestras consideraciones, debe haber quedado claro que no hay un entorno que nos marque, nos moldee, influya en nosotros o nos haga enfermar: el entorno hace las veces de espejo en el que sólo nos vemos a nosotros mismos y también, desde luego y muy especialmente, a nuestra sombra a la que no podemos ver en nosotros. Del mismo modo que de nuestro propio cuerpo no podemos ver más que una parte, pues hay zonas que no podemos ver (los ojos, la cara, la espalda, etc.) y para
contemplarlas necesitamos del reflejo de un espejo, también para nuestra mente padecemos una ceguera parcial y sólo podemos reconocer la parte que nos es invisible (la sombra) a través de su proyección y reflejo en el llamado entorno o mundo exterior. El reconocimiento precisa de la polaridad.

El reflejo, empero, sólo sirve de algo a aquel que se reconoce en el espejo: de lo contrario, se convierte en una ilusión. El que en el espejo contempla sus ojos azules, pero no sabe que lo que está viendo son sus propios ojos en lugar de reconocimiento sólo obtiene engaño. El que vive en este mundo y no reconoce que todo lo que ve y lo que siente es él mismo, cae en el engaño y el espejismo. Hay que reconocer que el espejismo resulta increíblemente vívido y real (... muchos dicen, incluso, demostrable), pero no hay que olvidar esto: también el sueño nos parece auténtico y real, mientras dura. Hay que despertarse para descubrir que el sueño es sueño. Lo mismo cabe decir del gran océano de nuestra existencia. Hay que despertarse para descubrir el espejismo

Nuestra sombra nos angustia. No es de extrañar, por cuanto que está formada exclusivamente por aquellos componentes de la realidad que nosotros hemos repudiado, los que menos queremos asumir. La sombra es la suma de todo lo que estamos firmemente convencidos que tendría que desterrarse del mundo, para que éste fuera santo y bueno. Pero lo que ocurre es todo lo contrario: la sombra contiene todo aquello que falta en el mundo —en nuestro mundo—para que sea santo y bueno. La sombra nos hace enfermar, es decir, nos hace incompletos: para estar completos nos falta todo lo que hay en ella.

La narración del Grial trata precisamente de este problema. El rey Anfortas está enfermo, herido por la danza del mago Klingor o, en otras versiones, por un enemigo pagano o, incluso, por un enemigo invisible. Todas estas figuras son símbolos inequívocos de la sombra de Anfortas: su adversario, invisible para él. Su sombra le ha herido y él no puede sanar por sus propios medios, no puede recobrar la salud, porque no se atreve a preguntar la verdadera causa de su herida. Esta pregunta es necesaria, pero preguntar esto sería preguntar por la naturaleza del Mal. Y, puesto que él es incapaz de plantearse este conflicto, su herida no puede cicatrizar. Él espera un salvador que tenga el valor de formular la pregunta redentora. Parsifal es capaz de ello, porque, como su nombre indica, es el que «va por el medio», por el medio de la polaridad del Bien y el Mal con lo que obtiene la legitimación para formular la pregunta salvadora: «¿Qué te falta, Oheim?» La pregunta es siempre la misma, tanto en el caso de Anfortas como en el de cualquier otro enfermo: «¡La sombra!» La sola pregunta acerca del mal, acerca del lado oscuro del hombre, tiene poder curativo. Parsifal, en su viaje, se ha enfrentado valerosamente con su sombra y ha descendido a las oscuras profundidades de su alma hasta maldecir a Dios. El que no tenga miedo a este viaje por la oscuridad será finalmente un auténtico salvador, un redentor. Por ello, todos los héroes míticos han tenido que luchar contra monstruos, dragones y demonios y hasta contra el mismo infierno, para ser salvos y salvadores.

La sombra produce la enfermedad, y el encararse con la sombra cura. Ésta es la clave para la comprensión de la enfermedad y la curación. Un síntoma siempre es una parte de sombra que se ha introducido en la materia. Por el síntoma se manifiesta aquello que falta al ser humano. Por el síntoma el ser humano experimenta aquello que no ha querido experimentar
conscientemente. El síntoma, valiéndose del cuerpo, reintegra la plenitud al ser humano. Es el principio de complementariedad lo que, en última instancia, impide que el ser humano deje de estar sano. Si una persona se niega a asumir conscientemente un principio, este principio se introduce en el cuerpo y se manifiesta en forma de síntoma. Entonces el individuo no tiene más remedio que asumir el principio rechazado. Por lo tanto, el síntoma completa al hombre, es el sucedáneo físico de aquello que falta en el alma.

En realidad, el síntoma indica lo que le «falta» al paciente, porque el síntoma es el principio ausente que se hace material y visible en el cuerpo. No es de extrañar que nos gusten tan poco nuestros síntomas, ya que nos obligan a asumir aquellos principios que nosotros repudiamos. Y entonces proseguimos nuestra lucha contra los síntomas, sin aprovechar la oportunidad que se nos brinda de utilizarlos para completarnos.

Precisamente en el síntoma podemos aprender a reconocernos, podemos ver esas partes de nuestra alma que nunca descubriríamos en nosotros, puesto que están en la sombra. Nuestro cuerpo es espejo de nuestra alma; él nos muestra aquello que el alma no puede reconocer más que por su reflejo. Pero, ¿de qué sirve el espejo, por bueno que sea, si nosotros no nos reconocemos en la imagen que vemos? Este libro pretende ayudar a desarrollar esa visión que necesitamos para descubrirnos a nosotros mismos en el síntoma.

La sombra hace simulador al ser humano. La persona siempre cree ser sólo aquello con lo que se identifica o ser sólo tal como ella se ve. A esta autovaloración llamamos nosotros simulación. Con este término designamos siempre la simulación frente a uno mismo ( no las mentiras o falsedades que se cuentan a los demás). Todos los engaños de este mundo son insignificantes comparados con el que el ser humano comete consigo mismo durante toda su vida. La sinceridad para con uno mismo es una de las más duras exigencias que el hombre puede hacerse. Por ello, desde siempre el conocimiento de sí mismo es la tarea más importante y más difícil que pueda acometer el que busca la verdad. El conocimiento del propio ser no significa descubrir el Yo, pues el ser lo abarca todo mientras que el Yo, con su inhibición, constantemente impide el conocimiento del todo, del ser. Y, para el que busca la sinceridad al contemplarse a sí mismo, la enfermedad puede ser de gran ayuda. ¡Porque la enfermedad nos hace sinceros! En el síntoma de la enfermedad tenemos claro y palpable aquello que nuestra mente trataba de desterrar y esconder.

La mayoría de la gente tiene dificultades para hablar de sus problemas más íntimos (suponiendo que los conozca siquiera) de forma franca y espontánea; los síntomas, por el contrario, los explican con todo detalle a la menor ocasión. Desde luego, es imposible descubrir con más detalle la propia personalidad. La enfermedad hace sincera a la gente y descubre implacablemente el fondo del alma que se mantenía escondido. Esta sinceridad (forzosa) es sin duda lo que provoca la simpatía que sentimos hacia el enfermo. La sinceridad lo hace simpático, porque en la enfermedad se es auténtico. La enfermedad deshace todos los sesgos y restituye al ser humano al centro de equilibrio. Entonces, bruscamente, se deshincha el ego, se abandonan las pretensiones de poder, se destruyen muchas ilusiones y se cuestionan formas de vida. La sinceridad posee su propia hermosura, que se refleja en el enfermo.

En resumen: el ser humano, como microcosmos, es réplica del universo y contiene latente en su consciencia la suma de todos los principios del ser. La trayectoria del individuo a través de la polaridad exige realizar con actos concretos estos principios que existen en él en estado latente, a fin de asumirlos gradualmente. Porque el discernimiento necesita de la polaridad y ésta, a su vez, constantemente impone en el ser humano la obligación de decidir. Cada decisión divide la polaridad en parte aceptada y polo rechazado. La parte aceptada se traduce en la conducta y es asumida conscientemente. El polo rechazado pasa a la sombra y reclama nuestra atención presentándosenos aparentemente procedente del exterior. Una forma frecuente y específica de esta ley general es la enfermedad, por la cual una parte de la sombra se proyecta en el físico y se manifiesta como síntoma. El síntoma nos obliga a asumir conscientemente el principio rechazado y con ello devuelve el equilibrio al ser humano. El síntoma es concreción somática de lo que nos falta en la consciencia. El síntoma, al hacer aflorar elementos reprimidos, hace sinceros a los seres humanos.

Respuesta  Mensaje 5 de 10 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 12/10/2009 07:05
IV. Bien y Mal

“La esencia magnífica abarca todos los mundos y a todas las criaturas, buenas y malas. Y es la verdadera unidad. Entonces, ¿cómo puede conciliarse el antagonismo del bien y el mal? En realidad, no existe antagonismo, porque el mal es el trono del bien”.
Baal Sem Tob


Tenemos que abordar necesariamente un tema que no sólo pertenece al ámbito más conflictivo de la aventura humana sino que, además, se presta a malas interpretaciones. Es muy peligroso limitarse a entresacar de la filosofía que nosotros exponemos sólo alguna que otra frase o pasaje aquí y allá y mezclarlos con ideas de otras filosofías. Precisamente la contemplación del Bien y del Mal provoca en los seres humanos profundas angustias que fácilmente pueden empañar el entendimiento y la facultad de raciocinio. A pesar de los peligros, nosotros nos atrevemos a plantear la pregunta que rehuía Anfortas, acerca de la naturaleza del mal. Y es que, si en la enfermedad hemos descubierto la acción de la sombra, ésta debe su existencia a la diferenciación del ser humano entre Bien y Mal, Verdad y Mentira.

La sombra contiene todo aquello que el ser humano consideró malo; luego la sombra tiene que ser mala. Así pues, parece no sólo justificado sino, incluso, ética y moralmente necesario combatir y desterrar la sombra dondequiera que se manifieste. También aquí la Humanidad se deja fascinar de tal modo por la lógica aparente que no advierte que su plan fracasa, que la eliminación del mal no funciona. Por lo tanto, vale la pena examinar el tema «Bien y Mal» desde ángulos acaso insólitos.

Nuestras consideraciones sobre la ley de la polaridad nos hicieron sacar la conclusión de que Bien y Mal son dos aspectos de una misma unidad y, por lo tanto, interdependientes para la existencia. El Bien depende del Mal y el Mal, del Bien. Quien alimenta el Bien alimenta también inconscientemente el Mal. Tal vez a primera vista estas formulaciones resulten escandalosas, pero es difícil negar la exactitud de estas apreciaciones ni en teoría ni en la práctica.

En nuestra cultura, la actitud hacia el Bien y el Mal está fuertemente determinada por el cristianismo o por los dogmas de la teología cristiana, incluso en los medios que se creen libres de vínculos religiosos. Por ello, también nosotros tenemos que recurrir a figuras e ideas religiosas, a fin de verificar la comprensión del Bien y del Mal. No es nuestro propósito deducir de las imágenes bíblicas una teoría o valoración, pero lo cierto es que los relatos y las imágenes mitológicas se prestan a hacer más comprensibles difíciles problemas metafísicos.

El que para ello recurramos a un relato de la Biblia no es obligado, pero sí natural dado nuestro entorno cultural. Por otra parte, de este modo podremos comentar, al mismo tiempo, ese punto mal comprendido del concepto del Bien y del Mal, idéntico en todas las religiones, que muestra un matiz peculiar de la teología cristiana.

El relato que el Antiguo Testamento hace del Pecado Original ilustra nuestro tema. Recordamos que, en el Segundo Libro de la Creación, se nos dice que Adán, la primera criatura humana —andrógina—, es depositado en el Edén, jardín entre cuya vegetación hay dos árboles especiales: el Árbol de la Vida y el Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal. Para la mejor comprensión de este relato metafísico, es importante recalcar que Adán no es hombre sino criatura andrógina. Es el ser humano total que todavía no está sometido a la polaridad, todavía no está dividido en una pareja de elementos contrapuestos. Adán todavía es uno con todo; este estado cósmico de la consciencia se nos describe con la imagen del Paraíso. No obstante, si bien la criatura Adán posee todavía la consciencia unitaria, el tema de la polaridad ya está planteado, en la forma de los dos árboles mencionados.

El tema de la división se halla presente desde el principio en la historia de la Creación, ya que la Creación se produce por división y separación. Ya el Libro Primero habla sólo de polarizaciones: luz tinieblas; tierra– agua, Sol–Luna, etc. Únicamente del ser humano se nos dice que fue creado como «hombre y mujer». Y, a medida que avanza la narración, se acentúa el tema de la polaridad. Y sucede que Adán concibe el deseo de proyectar hacia el exterior y dar forma independiente a una parte de su ser. Semejante paso supone necesariamente una pérdida de consciencia y esto nos lo explica nuestro relato diciendo que Adán se sumió en un sueño. Dios toma de la criatura completa y sana, Adán, un costado y con él hace algo
independiente.

La palabra que Lutero tradujo por «costilla» es en el original hebreo tselah = costado. Es de la familia de tsel = sombra. El individuo completo y sano es dividido en dos aspectos diferenciables llamados hombre y mujer. Pero esta división todavía no alcanza la consciencia de la criatura, porque ellos todavía no reconocen su diferencia, sino que permanecen en la integridad del Paraíso. La división de las formas, empero, hace posible la acción de la Serpiente que promete a la mujer, la parte receptiva de la criatura humana, que si come el fruto del Árbol de la Ciencia adquirirá la facultad de distinguir entre el bien y el mal, es decir, que tendrá discernimiento.

La Serpiente cumple su promesa. Los humanos abren los ojos a la polaridad y pueden distinguir bien y mal, hombre y mujer. Con ello pierden la unidad (la conciencia cósmica) y obtienen la polaridad (discernimiento). Por consiguiente, ahora tienen que abandonar forzosamente el Paraíso, el Jardín de la Unidad, y precipitarse en el mundo polar de las formas materiales.

Éste es el relato de la caída del hombre. El hombre, en su «caída», se precipita de la unidad a la polaridad. Los mitos de todos los pueblos y todas las épocas conocen este tema central de la condición humana y lo presentan en imágenes similares. El pecado del ser humano consiste en su separación de la unidad. En la lengua griega se aprecia con exactitud el verdadero significado de la palabra pecado: Hamartama quiere decir «el pecado» y el verbo hamartanein significa «fallar el blanco», «errar el tiro», «faltar». Pecado es, pues, en este caso, la incapacidad de acertar en el punto, y éste es precisamente el símbolo de la unidad, que para el ser humano resulta a un tiempo inalcanzable e inconcebible, ya que el punto no tiene lugar ni dimensión. Una consciencia polar no puede dar con el punto, la unidad, y esto es el fallo, el pecado. Ser pecador es sinónimo de ser polar Ello hace más comprensible el concepto cristiano de la herencia del Pecado Original.

El ser humano se encuentra con una consciencia polar, es pecador. No tiene una causa. Esta polaridad obliga al ser humano a caminar entre elementos opuestos, hasta que lo integra y asume todo, para volver a ser «perfecto como perfecto es el Padre que está en los cielos». El camino a través de la polaridad, no obstante, siempre acarrea la culpabilidad. El Pecado Original indica con especial claridad que el pecado nada tiene que ver con el comportamiento concreto del ser humano. Esto es muy importante ya que, en el transcurso de los siglos, la Iglesia ha deformado el concepto del pecado e inculcado en el ser humano la idea de que pecar es obrar el mal y que obrando el bien se evita el pecado. Pero el pecado no es un polo de la polaridad sino la polaridad en sí. Por lo tanto, el pecado no es evitable: todo acto humano es pecaminoso.

Este mensaje lo encontramos claro y sin falsear en la tragedia griega, cuyo tema central es que el ser humano constantemente debe optar entre dos posibilidades, sí, pero, decida lo que decida, siempre falla. Esta aberración teológica del pecado fue fatídica para la Historia del cristianismo. El constante afán de los fieles de no pecar y de huir del mal condujo a la represión de algunos sectores, calificados de malos y, por consiguiente, a la creación de una «sombra» muy fuerte.

Esta sombra hizo del cristianismo una de las religiones más intolerantes, con Inquisición, caza de brujas y genocidio. El polo que no es asumido siempre acaba por manifestarse, y suele pillar desprevenidas a las almas nobles.




La polarización del «Bien» y del «Mal» como opuestos condujo también a la contraposición, atípica en otras religiones, de Dios y el diablo como representantes del Bien y del Mal. Al hacer al diablo adversario de Dios, insensiblemente, se hizo entrar a Dios en la polaridad, con lo que Dios pierde su fuerza salvadora. Dios es la Unidad que reúne en sí todas las polaridades sin distinción - naturalmente, también el «Bien» y el «Mal» - mientras que el diablo, por el contrario, es la polaridad, el señor de la división o, como dice Cristo «el príncipe de este mundo». Por consiguiente, siempre se ha representado al diablo, en su calidad de auténtico señor de la polaridad, con símbolos de la división o de la dualidad: «cuernos, pezuñas, tridentes, pentagramas (con dos puntas hacia arriba), etc.». Esta terminología indica que el mundo polarizado es diabólico, o sea, pecador. No existe posibilidad de cambiarlo. Por ello, todos los guías espirituales exhortan a abandonar el mundo polar.

Aquí vemos la gran diferencia que existe entre religión y labor social. La verdadera religión nunca ha emprendido la tentativa de convertir este mundo en un paraíso, sino que enseña la forma de salir del mundo para entrar en la unidad. La verdadera filosofía sabe que en un mundo de polaridades no se puede asumir un único polo. En este mundo, hay que pagar cada alegría con el sufrimiento. Por ejemplo, en este sentido, la ciencia es
«diabólica», ya que aboga por la expansión de la polaridad y alimenta la pluralidad. Toda aplicación del potencial humano a un fin funcional tiene siempre algo de diabólico, ya que conduce energía a la polaridad e impide la unidad. Éste es el sentido de la tentación de Cristo en el desierto: porque, en realidad, el demonio sólo lo insta a aplicar sus posibilidades a la realización de unas modificaciones inofensivas y hasta útiles.

Por supuesto, cuando nosotros calificamos algo de «diabólico» no pretendemos condenarlo sino tratar de acostumbrar al lector a asociar conceptos como pecado, culpa y diablo a la polaridad. Porque así puede calificarse todo lo que a ellos se refiere. Haga lo que haga el ser humano, fallará, es decir, pecará. Es importante que el ser humano aprenda a vivir con su culpa, de lo contrario, se engaña a sí mismo. La redención de los pecados es el anhelo de unidad, pero anhelar la unidad es imposible para el que reniega de la mitad de la realidad. Esto es lo que hace tan difícil el camino de la salvación: el tener que pasar por la culpa.

En los Evangelios se pone de relieve una y otra vez este viejo error: los fariseos representan la opinión de la Iglesia de que el ser humano puede salvar su alma observando los preceptos y evitando el mal. Cristo los desmiente con las palabras: «El que de vosotros se halle limpio de pecado que tire la primera piedra.» En el Sermón de la Montaña hace hincapié en la ley mosaica, que había sido deformada por la transmisión oral, señalando que el pensamiento tiene la misma importancia que el acto externo. No hay que perder de vista que, con esta puntualización contenida en el Sermón de la Montaña, los Mandamientos no se hicieron más severos sino que se disipó la ilusión de que pudiera evitarse el pecado viviendo en la polaridad. Pero la doctrina ya había resultado tan desagradable dos mil años antes que se trató de hacer caso omiso de ella. La verdad es amarga, venga de donde venga. Destruye todas las ilusiones con las que nuestro yo trata una y otra vez de salvarse. La verdad es dura y cortante y se presta mal a los ensueños sentimentales y al engaño moral de uno mismo.

En el Sandokai, uno de los textos básicos del Zen, se lee:

Luz y oscuridad
están frente a frente.
Pero la una depende de la otra
como el paso de la pierna izquierda
depende del paso de la derecha.

En el «Verdadero libro de las fuentes originales» podemos leer la siguiente «Prevención contra las buenas obras». Yang Dshu dice: «El que hace el bien no lo hace por la gloria, pero la gloria es su consecuencia. La gloria no tiene nada que ver con la ganancia, pero reporta ganancia. La ganancia no tiene nada que ver con la lucha, pero la lucha va con ella. Por lo tanto, el justo se guarda de hacer el bien.»

Sabemos qué gran reto supone cuestionar el principio, considerado ortodoxo, de hacer el bien y evitar el mal. También sabemos que este tema forzosamente suscita temor, un temor que el individuo conjura aferrándose convulsivamente a las normas que han regido hasta ahora. A pesar de todo, hay que atreverse a detenerse en el tema y examinarlo desde todos los ángulos.

No es nuestro propósito hacer derivar nuestras tesis de tal o cual religión, pero la mala interpretación del pecado que hemos expuesto más arriba ha determinado el arraigo en la cultura cristiana de una escala de valores que nos condiciona más de lo que queremos reconocer. Otras religiones no han tenido ni tienen forzosamente las mismas dificultades con este problema. En la trilogía de las divinidades hindúes Brahma – Vishnú –Shiva,
corresponde a Shiva el papel de destructor, por lo que representa la fuerza antagónica de Brahma, el constructor. Esta representación hace más difícil al individuo el reconocimiento de la necesaria alternancia de las fuerzas. De Buda se cuenta que cuando un joven acudió a él con la súplica de que lo
aceptara como discípulo, Buda le preguntó: «¿Has robado alguna vez?» El joven le respondió: «Nunca.» Buda dijo entonces: «Pues ve a robar y cuando hayas aprendido, vuelve.»

El versículo 22 del Shinjinmei, el más antiguo y sin duda más importante texto del budismo Zen, dice así:

«Si queda en nosotros la más mínima idea de la verdad y el error, nuestro espíritu sucumbirá en la confusión.»

La duda que divide las polaridades en elementos opuestos es el mal, pero es necesario pasar por ella para llegar a la convicción. Para ejercitar nuestro discernimiento, necesitamos siempre dos polos pero no debemos quedarnos atascados en su antagonismo, sino utilizar su tensión como impulso y energía en nuestra búsqueda de la unidad. El ser humano es pecador, es culpable, pero precisamente esta culpa lo distingue, ya que es prenda de su libertad.

Nos parece muy importante que el individuo aprenda a aceptar su culpa sin dejarse abrumar por ella. La culpa del ser humano es de índole metafísica y no se origina en sus actos: la necesidad de tener que decidirse y actuar es la manifestación física de su culpa. La aceptación de la culpa libera del temor a la culpabilidad. El miedo es encogimiento y represión, actitud que impide la necesaria apertura y expansión. Se puede escapar del pecado esforzándose por hacer el bien, lo cual siempre tiene que pagarse con el repudio del polo opuesto. Esta tentativa de escapar del pecado por las buenas obras sólo conduce a la falta de sinceridad.

Para alcanzar la unidad hay que hacer algo más que huir y cerrar los ojos. Este objetivo nos exige que, cada vez más conscientemente, veamos la polaridad en todo, y sin miedo, que reconozcamos la conflictividad del Ser, para poder unificar los opuestos que hay en nosotros. No se nos manda evitar sino redimir asumiendo. Para ello es necesario cuestionar una y otra vez la rigidez de nuestros sistemas de valoración, reconociendo que, a fin de cuentas, el secreto del mal reside en que en realidad no existe. Hemos dicho que, por encima de toda polaridad, está la Unidad que llamamos «Dios» o «la luz».

En un principio la luz era la Unidad universal. Aparte de la luz no había nada, o la luz no hubiera sido el todo. La oscuridad no aparece sino con el paso a la polaridad, cuyo fin es única y exclusivamente el de hacer reconocible la luz. Por consiguiente, las tinieblas son producto artificial de la polaridad, para hacer visible la luz en el plano de la consciencia polar. Es decir, la oscuridad sirve a la luz, es su soporte, es lo que lleva la luz, y no otra cosa significa el nombre Lucifer. Si desaparece la polaridad, desaparece también la oscuridad, ya que no posee existencia propia. La luz existe; la oscuridad, no. Por consiguiente, las tantas veces citada lucha entre las fuerzas de la luz y las fuerzas de las tinieblas no es tal lucha, ya que el resultado siempre se sabe de antemano. La oscuridad nada puede contra la luz. La luz, por el contrario, inmediatamente convierte la oscuridad en luz, por lo cual la oscuridad tiene que rehuír la luz para que no se descubra su inexistencia.

Esta ley podemos demostrarla hasta en nuestro mundo físico porque «así es abajo como arriba». Vamos a suponer que tenemos una habitación llena de luz y que en el exterior de la habitación reina la oscuridad. Por más que se abran puertas y ventanas para que entre la oscuridad, ésta no oscurecerá la habitación sino que la luz de la habitación la convertirá en luz.

El mal es un producto artificial de nuestra consciencia polar, al igual que el tiempo y el espacio, y es el medio de aprehensión del bien, es el seno materno de la luz. El mal, por lo tanto, es el pecado, porque el mundo de la dualidad no tiene finalidad y, por lo tanto, no posee existencia propia. Nos lleva a la desesperación, la cual, a su vez, conduce al arrepentimiento y a la conclusión de que el ser humano sólo puede hallar su salvación en la unidad. La misma ley rige para nuestra consciencia. Llamamos consciencia a todas las propiedades y facetas de los que de una persona tiene conocimiento, es decir, que puede ver. La sombra es la zona que no está iluminada por la luz del conocimiento y, por lo tanto, permanece oscura, es decir, desconocida. Sin embargo, los aspectos oscuros sólo parecen malos y amenazadores mientras están en la oscuridad. La simple contemplación del contenido de la sombra lleva luz a las tinieblas y basta para darnos a conocer lo desconocido.

La contemplación es la fórmula mágica para adquirir conocimiento de uno mismo. La contemplación transforma la calidad de lo contemplado, ya que hace la luz, es decir, conocimiento, en la oscuridad. Los seres humanos siempre están deseando cambiar las cosas y, por ello, les resulta difícil comprender que lo único que se pide al hombre es ejercitar la facultad de contemplación. El supremo objetivo del ser humano —podemos llamarlo sabiduría o iluminación— consiste en contemplarlo todo y reconocer que está bien como está. Ello presupone el verdadero conocimiento de uno mismo. Mientras el individuo se sienta molesto por algo, mientras considere, que algo necesita ser cambiado, no habrá alcanzado el conocimiento de sí mismo.

Tenemos que aprender a contemplar las cosas y los hechos de este mundo sin que nuestro ego nos sugiera de inmediato un sentimiento de aprobación o repulsa, tenemos que aprender a contemplar, con el espíritu sereno, los múltiples juegos de Maya. Por ello, en el texto Zen que hemos citado se dice que toda noción acerca del bien y el mal puede traer la confusión a nuestro espíritu. Cada valoración nos ata al mundo de las formas y preferencias. Mientras tengamos preferencias no podremos ser redimidos del dolor y seguiremos siendo pecadores,
desventurados, enfermos. Y subsistirá también nuestro deseo de un mundo mejor y el afán de cambiar el mundo. El ser humano sigue, pues, engañado por un espejismo: cree en la imperfección del mundo y no se da cuenta de que sólo su mirada es imperfecta y le impide ver la totalidad.

Por lo tanto, tenemos que aprender a reconocernos a nosotros mismos en todo y a ejercitar la ecuanimidad. Buscar el punto intermedio entre los polos y desde él verlos vibrar. Esta impasibilidad es la única actitud que permite contemplar los fenómenos sin valorarlos, sin un Sí o un No apasionados, sin identificación. Esta ecuanimidad no debe confundirse con la actitud que comúnmente se llama indiferencia, que es una mezcla de inhibición y desinterés. A ella se refiere Cristo al hablar de los «tibios». Ellos nunca entran en el conflicto y creen que con la inhibición y la huida se puede llegar a ese mundo total que quien lo busca realmente no alcanza sino a costa de penalidades, puesto que reconoce lo conflictivo de su existencia, recorriendo sin temor conscientemente, es decir, aprehendiendo, esta polaridad, a fin de dominarla. Porque sabe que, más tarde o más temprano, tendrá que aunar los opuestos que su yo ha creado. No se arredra ante las necesarias decisiones, a pesar de que sabe que siempre elegirá mal, pero se esfuerza en no quedarse inmovilizado en ellas.

Los opuestos no se unifican por sí solos; para poder dominarlos, tenemos que asumirlos activamente. Una vez nos hayamos impuesto de ambos polos, podremos encontrar el punto intermedio y desde aquí empezar la labor de unificación de los opuestos. El renunciamiento al mundo y el ascetismo son las reacciones menos adecuadas para alcanzar este objetivo. Al contrario, se necesita valor para afrontar conscientemente y con audacia los desafíos de la vida. En esta frase la palabra decisiva es: «conscientemente», porque sólo la consciencia que nos permite observarnos a nosotros mismos en todos nuestros actos puede impedir que nos extraviemos en la acción. Importa menos qué hace la persona que cómo lo hace. La valoración «Bueno» y «Malo» contempla siempre qué hace una persona. Nosotros sustituimos esta contemplación por la pregunta de «cómo una persona hace algo». ¿Actúa conscientemente? ¿Está involucrado su ego? ¿Lo hace sin la implicación de su yo? Las respuestas a estas preguntas indican si una persona se ata o se libera con sus actos.

Los mandamientos, las leyes y la moral no conducen al ser humano al objetivo de la perfección. La obediencia es buena, pero no basta, porque «también el diablo obedece». Los mandamientos y prohibiciones externos están justificados hasta que el ser humano despierta al conocimiento y puede asumir su responsabilidad. La prohibición de jugar con cerillas está justificada respecto a los niños y resulta superflua cuando los niños crecen. Cuando el ser humano encuentra su propia ley en sí mismo ésta lo desvincula de todas las demás. La ley más íntima de cada individuo es la obligación de encontrar y realizar su verdadero centro, es decir, unificarse con todo lo que es.

 

Respuesta  Mensaje 6 de 10 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 12/10/2009 07:06




El instrumento de unificación de opuestos se llama amor. El principio del amor es abrirse y recibir algo que hasta entonces estaba fuera. El amor busca la unidad: el amor quiere unir, no separar. El amor es la clave de la unificación de los opuestos, porque el amor convierte el Tú y el Yo en Tú. El amor es una afirmación sin limitaciones ni condiciones. El amor quiere ser uno con todo el universo: mientras no hayamos conseguido esto, no habremos realizado el amor. Si el amor selecciona no es verdadero amor, porque el amor no separa y la selección separa. El amor no conoce los celos, porque el amor no quiere poseer sino inundar.

El símbolo de este amor que todo lo abarca es el amor con el que Dios ama a los hombres. Aquí no encaja la idea de que Dios reparte su amor proporcionalmente. Y, menos aún, los celos porque Dios quiera a otros. Dios —la Unidad— no hace distinciones entre bueno y malo, y por eso es el amor. El Sol envía su calor a todos los humanos y no reparte sus rayos según merecimientos. Únicamente el ser humano se siente impulsado a lanzar piedras: que no le sorprenda, por lo menos, que siempre se apedree a sí mismo. El amor no tiene fronteras, el amor no conoce obstáculo, el amor transforma. Amad el mal, y será redimido.

V. El ser humano es un enfermo

Un ermitaño estaba sentado en su cueva, meditando, cuando un ratón se le acercó y se puso a roerle la sandalia. El ermitaño abrió los ojos, irritado.
—¿Por qué me molestas en mi meditación?
—Tengo hambre —dijo el ratón.
—Vete de aquí, necio —dijo el ermitaño—. Estoy buscando la unidad con Dios, ¿cómo te atreves a molestar?
—¿Cómo quieres encontrar la unidad con Dios si ni conmigo puedes sentirte unido?

Todas las consideraciones hechas hasta aquí tienen por objeto
inducirnos a reconocer que el ser humano es un enfermo, no se pone enfermo. Ésta es la gran diferencia existente entre nuestro concepto de la enfermedad y el que tiene la medicina. La medicina ve en la enfermedad una molesta perturbación del «estado normal de salud» y, por lo tanto, trata no sólo de subsanarla lo antes posible sino, ante todo, de impedir la enfermedad y, finalmente, desterrarla. Nosotros deseamos indicar que la enfermedad es algo más que un defecto funcional de la Naturaleza. Es parte de un sistema de regulación muy amplio que está al servicio de la evolución. No se debe liberar al ser humano de la enfermedad, ya que la salud la necesita como contrapartida o polo opuesto. La enfermedad es la señal de que el ser humano tiene pecado, culpa o defecto; la enfermedad es la réplica del pecado original, a escala microcósmica. Estas definiciones no tienen absolutamente nada que ver con una idea de castigo sino que sólo pretenden indicar que el ser humano, al participar de la polaridad, participa también de la culpa, la enfermedad y la muerte. En el momento en que la persona reconoce estos hechos básicos, dejan de tener connotaciones negativas. Sólo el no querer asumirlos, emitir juicios de valor y luchar contra ellos les dan rango de terribles enemigos.

El ser humano es un enfermo porque le falta la unidad. Las personas totalmente sanas, sin ningún defecto, sólo están en los libros de anatomía. En la vida normal, semejante ejemplar es desconocido. Puede haber personas que durante décadas no desarrollen síntomas evidentes o graves: ello no obstante, también están enfermas y morirán. La enfermedad es un estado de imperfección, de achaque, de vulnerabilidad, de mortalidad. Si bien se mira, es asombroso observar la serie de dolencias que tienen los «sanos”

Deberíamos desterrar la ilusión de que es posible evitar o eliminar del mundo la enfermedad. El ser humano es una criatura conflictiva y, por lo tanto, enferma. La Naturaleza cuida de que, en el curso de su vida, el ser humano se adentre más y más en el estado de la enfermedad al que la muerte pone broche final. El objetivo de la parte física es el destino general. La Naturaleza, de forma soberana, cuida de que, con cada paso que da en su vida, el ser humano se acerque a este objetivo. La enfermedad y la muerte destruyen las múltiples ilusiones de grandeza del ser humano y corrigen cada una de sus aberraciones.

El ser humano vive desde su ego y el ego siempre ansía poder. Cada «Yo quiero» es expresión de este afán de poder. El Yo se hincha más y más y, con disfraces nuevos y cada vez más exquisitos, sabe obligar al ser humano a servirle. El Yo vive de la disociación y, por lo tanto, tiene miedo de la entrega, del amor y de la unión. El Yo elige y realiza un polo y expulsa la sombra que con esta elección se forma hacia el Exterior, hacia el Tú, hacia el entorno. La enfermedad compensa todos estos prejuicios por el procedimiento de empujar al ser humano, en la misma medida en que él se desplaza del centro hacia un lado, hacia el lado contrario, por medio de los síntomas. La enfermedad contrarresta cada paso que el ser humano da desde el ego, con un paso hacia la humillación y la indefensión. Por lo tanto, cada facultad y cada habilidad del ser humano le hace proporcionalmente vulnerable a la enfermedad.

Toda tentativa de hacer vida sana fomenta la enfermedad. Sabemos que estas ideas no encajan en nuestra época. Al fin y al cabo, la medicina no hace más que ampliar sus medidas preventivas; por otra parte, asistimos a un auge de la «vida sana y natural». Ello, como reacción a la inconsciencia con que se manejan los venenos, está justificado sin duda y es muy encomiable, pero, por lo que se refiere al tema «enfermedad», es tan inoperante como las medidas adoptadas con el mismo fin por la medicina académica. En ambos casos, se parte del supuesto de que la enfermedad es evitable y de que el ser humano es intrínsecamente sano y puede ser protegido de la enfermedad por determinados métodos. Es comprensible que se preste más oído a los mensajes de esperanza que a nuestra decepcionante aseveración: el ser humano está enfermo.

La enfermedad está ligada a la salud como la muerte a la vida. Estas frases son desagradables, pero tienen la virtud de que cualquier observador imparcial puede comprobar por sí mismo su validez. No es nuestro propósito desarrollar nuevas tesis doctrinarias sino ayudar a quienes están dispuestos a agudizar su mirada y completar su horizonte habitual situándose en una perspectiva insólita. La destrucción de ilusiones nunca es fácil ni agradable, pero siempre proporciona nuevos espacios en los que moverse con libertad.

La vida es el camino de los desengaños: al ser humano se le van quitando una a una todas las ilusiones hasta que es capaz de soportar la verdad. Así, el que aprende a ver en la enfermedad, la decadencia física y la muerte los inevitables y verdaderos acompañantes de su existencia, descubrirá muy pronto que este reconocimiento no le conduce a la desesperanza sino que le proporciona a unos amigos sabios y serviciales que constantemente le ayudarán a encontrar el camino de la verdadera salud. Porque, desgraciadamente, entre los seres humanos rara vez hallamos amigos tan leales que constantemente descubran los engaños del ego y nos hagan volver la mirada hacia nuestra sombra. Si un amigo se permite tanta franqueza, enseguida lo catalogamos de «enemigo». Lo mismo ocurre con la enfermedad. Es demasiado sincera como para hacerse simpática.

Nuestra vanidad nos hace tan ciegos y vulnerables como aquel rey cuyos nuevos ropajes estaban tejidos con sus propias ilusiones. Pero nuestros síntomas son insobornables y nos imponen la sinceridad. Con su existencia nos indican qué es lo que todavía nos falta en realidad, qué es lo que no permitimos que se realice, lo que se encuentra en la sombra y está deseando aflorar, y nos hacen ver cuándo hemos sido parciales. Los síntomas, con su insistencia o su reaparición, nos indican que no hemos resuelto el problema con tanta rapidez y eficacia como nos gusta creer. La enfermedad siempre ataca al ser humano por su parte más vulnerable, especialmente cuando él cree tener el poder de cambiar el curso del mundo. Basta un dolor de muelas, una ciática, una gripe o una diarrea para convertir a un arrogante vencedor en un infeliz gusano. Esto es precisamente lo que nos hace tan odiosa la enfermedad.

Por ello, todo el mundo está dispuesto a realizar los mayores esfuerzos para desterrar la enfermedad. Nuestro ego nos susurra al oído que esto es una pequeñez y nos hace cerrar los ojos a la realidad de que, con cada triunfo que conseguimos, más nos sumimos en el estado de enfermedad. Ya hemos dicho que ni la medicina preventiva ni la «vida sana» tienen posibilidades de éxito como métodos para prevenir la enfermedad. El viejo refrán que dice en alemán Vorbeugen ist besser als heilen (el equivalente a «Vale más prevenir que curar») puede interpretarse como una fórmula de éxito si se entiende literalmente, ya que vor-beugen significa doblegarse voluntariamente, antes de que la enfermedad te obligue. La enfermedad hace curable al ser humano. La enfermedad es el punto de inflexión en el que lo incompleto puede completarse. Para que esto pueda hacerse, el ser humano tiene que abandonar la lucha y aprender a oír y ver lo que la enfermedad viene a decirle. El paciente tiene que auscultarse a sí mismo y establecer comunicación con sus síntomas, si quiere enterarse de su mensaje. Tiene que estar dispuesto a cuestionarse rigurosamente sus propias opiniones y fantasías sobre sí mismo y asumir conscientemente lo que el síntoma trata de comunicarle por medio del cuerpo. Es decir, tiene que conseguir hacer superfluo el síntoma reconociendo qué es lo que le falta. La curación siempre está asociada a una ampliación del conocimiento y una maduración. Si el síntoma se produjo porque una parte de la sombra se proyectó en el cuerpo y se manifestó en él, la curación se conseguirá invirtiendo el proceso y asumiendo conscientemente el principio del síntoma, con lo cual se le redime de su existencia material.

VI. La búsqueda de las causas

Nuestras inclinaciones tienen una asombrosa habilidad para disfrazarse de ideología.
Hermann Hesse


 

Respuesta  Mensaje 7 de 10 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 12/10/2009 07:08
Quizá muchos se sientan perplejos ante nuestras consideraciones, ya que nuestras opiniones parecen difíciles de conciliar con los dictámenes científicos acerca de las causas de los más diversos síntomas. Desde luego, en la mayoría de casos, se atribuye total o parcialmente a determinados cuadros clínicos una causa derivada de un proceso psíquico. Pero, ¿y el resto de enfermedades cuyas causas físicas han sido inequívocamente demostradas?

Aquí nos tropezamos con un problema fundamental, ocasionado por nuestros hábitos de pensamiento. Para el ser humano se ha convertido en algo completamente natural interpretar de forma causal todos los procesos perceptibles y construir largas cadenas causales en las que causa y efecto tienen una inequívoca relación. Por ejemplo, usted puede leer estas líneas porque yo las escribí y porque el editor publicó el libro y porque el librero lo vendió, etc. El concepto filosófico causal parece tan diáfano y concluyente que la mayoría de las personas lo consideran requisito indispensable del entendimiento humano. Y por todas partes se buscan las más diversas causas para las más diversas manifestaciones, esperando conseguir no sólo más claridad sobre las interrelaciones sino también la posibilidad de modificar el proceso causal. ¿Cuál es la causa de la subida de precios, del paro, de la delincuencia juvenil? ¿Qué causa tiene un terremoto o una enfermedad determinada? Preguntas y más preguntas, con la pretensión de averiguar la verdadera causa.

Ahora bien, la causalidad no es ni mucho menos tan clara y concluyente como parece a simple vista. Incluso puede decirse (y quienes esto afirman son cada vez más numerosos) que el afán del ser humano por explicar el mundo por la causalidad ha provocado mucha confusión y controversia en la Historia del pensamiento humano y acarreado consecuencias que hasta hoy no han empezado a apreciarse. Desde Aristóteles, el concepto de la causa se ha dividido en cuatro categorías.

Así, distinguimos entre la causa efficiens o causa del impulso; la causa materialis, es decir, la que reside en la materia; la causa formalis, la de la forma y, por último, la causa finalis, la causa de la finalidad, la que se deriva de la fijación del objetivo. Las cuatro categorías pueden ilustrarse fácilmente con el clásico ejemplo de la construcción de una casa. Para construir una casa se necesita, ante todo, el propósito (causa finalis), luego el impulso o la energía que se traduce, por ejemplo, en la inversión y la mano de obra (causa efficiens), también se necesitan planos (causa formalis) y, finalmente, material como cemento, vigas, madera, etc. (causa materialis). Si falta una de estas cuatro causas, difícilmente podrá realizarse la casa.

Sin embargo, la necesidad de hallar una causa auténtica, primigenia, lleva una y otra vez a reducir el concepto de los cuatro elementos. Se han formado dos tendencias con conceptos contrapuestos. Unos verían en la causa finalis la causa propiamente dicha de todas las causas. En nuestro ejemplo, el propósito de construir una casa sería premisa primordial de todas las otras causas. En otras palabras: el propósito u objetivo representa siempre la causa de todos los acontecimientos. Así la causa de que yo esté escribiendo estas líneas es mi propósito de publicar un libro.

Este concepto de la causa final fue la base de las ciencias filosóficas, de las que las ciencias naturales se han mantenido rigurosamente apartadas, en virtud del modelo causal energético (causa efficiens) adoptado por éstas.

Para la observación y descripción de las leyes naturales, resultaba excesivamente hipotética la supeditación a un propósito o finalidad. Aquí lo procedente era regirse por una fuerza o impulso. Y las ciencias naturales se adscribieron a una ley causal gobernada por un impulso energético.

Estos dos conceptos diferentes de la causalidad han separado hasta hoy las ciencias filosóficas de las ciencias naturales y hacen la mutua comprensión difícil y hasta imposible. El pensamiento causal de las ciencias naturales busca la causa en el pasado, mientras que el modelo de la finalidad la sitúa en el futuro. Así planteada, esta última afirmación puede resultar desconcertante. Porque, ¿cómo es posible que la causa se sitúe en el tiempo después del efecto? Por otro lado, en la vida diaria es corriente formular esta relación: «Me marcho ahora porque mi tren sale dentro de una hora» o «He comprado un regalo porque la próxima semana es su cumpleaños». En todos estos casos un suceso del futuro tiene proyección retroactiva.

Observando los hechos cotidianos, comprobamos que unos se prestan más a una causalidad energética del pasado y otros, a una causalidad final del futuro. Así decimos: «Hoy hago la compra porque mañana es domingo.» Y: «El florero se ha caído porque le he dado un golpe.» Pero también es posible una visión ambivalente: por ejemplo, se puede ver la causa de la rotura de vajilla producida durante una bronca matrimonial tanto en la circunstancia de haberla arrojado al suelo como en el deseo de descalabrar al cónyuge. Todos estos ejemplos indican que uno y otro concepto contemplan un plano diferente y que ambos tienen su justificación. La variante energética permite establecer una relación de efecto mecánico, por lo que se refiere siempre al plano material, mientras que la causalidad final maneja motivaciones o propósitos que no pueden asociarse a la materia sino sólo a la mente. Por lo tanto, el conflicto presentado es una formación especial de las siguientes polaridades:


causa efficiens – causa finalis

pasado –------------- futuro
materia –------------ espíritu
cuerpo –------------- mente


Aquí conviene aplicar lo dicho sobre la polaridad. Entonces podremos prescindir de la elección al comprender que ambas posibilidades no se excluyen sino que se complementan. (Es asombroso comprobar lo poco que ha aprendido el ser humano del descubrimiento de que la estructura de la luz se compone tanto de partículas como de ondas). También aquí todo está en función de la óptica que se adopte y no es cuestión de error o de acierto. Cuando de una máquina expendedora de cigarrillos sale un paquete de cigarrillos la causa puede verse en la moneda que se ha echado en la máquina o en el propósito de fumar. (Esto no es un simple juego de palabras, pues si no existiera el deseo ni el propósito de fumar, no habría máquinas expendedoras de cigarrillos.)

Ambos puntos de vista son legítimos y no se excluyen mutuamente. Un solo punto de vista siempre será incompleto, pues las causas materiales y energéticas por sí mismas no producen una máquina expendedora de cigarrillos mientras no exista la intención. Ni la invención ni la finalidad bastan tampoco por sí mismas para producir una cosa. También aquí un polo depende de su contrario.

Lo que hablando de máquinas de venta automática de cigarrillos puede parecer trivial es, en el estudio de la evolución humana, un tema de debate que llena ya bibliotecas enteras. ¿Se agota la causa de la existencia humana en la cadena causal material del pasado y, por lo tanto, es nuestra existencia el efecto fortuito de los saltos de la evolución y procesos selectivos desde el átomo de oxígeno hasta el cerebro humano? ¿O acaso esta mitad de la causalidad precisa también de la intencionalidad que opera desde el futuro y que, por consiguiente, hace discurrir la evolución hacia un objetivo predeterminado?

Para los científicos este segundo supuesto es «excesivo, demasiado hipotético»; para los filósofos el primero es «insuficiente y muy pobre». Desde luego, cuando observamos procesos y «evoluciones» más pequeños y, por lo tanto, más asequibles a la mente, siempre encontramos ambas tendencias causales. La tecnología por sí sola no produce aeropuertos mientras la mente no concibe la idea del vuelo. La evolución tampoco es resultado de decisiones y evoluciones caprichosas sino ejecución material y biológica de un esquema eterno. Los procesos materiales deben empujar por un lado y la figura final atraer desde el otro lado, para que en el centro pueda producirse una manifestación.

Con esto llegamos al siguiente problema de este tema. La causalidad requiere como condición previa una linealidad en la que pueda marcarse un antes o un después con respecto al efecto. La linealidad, a su vez, requiere del tiempo y esto precisamente no existe en la realidad. Recordemos que el tiempo surge en nuestra consciencia por efecto de la polaridad que nos obliga a dividir en correlación consecutiva la simultaneidad de la unidad. El tiempo es un fenómeno de nuestra consciencia que nosotros proyectamos al exterior. Luego creemos que el tiempo puede existir con independencia de nosotros. A ello se añade que nosotros imaginamos el discurrir del tiempo siempre lineal y en un solo sentido. Creemos que el tiempo corre del pasado al futuro y pasamos por alto que en el punto que llamamos presente se encuentran tanto el pasado como el futuro.

Esta cuestión que en un principio es difícil de imaginar puede resultar más comprensible con la siguiente analogía. Nosotros nos imaginamos el curso del tiempo como una recta que por un lado discurre en dirección al pasado y cuyo otro extremo se llama futuro.

Ahora bien, por la geometría sabemos que en realidad no hay líneas paralelas, que, por la curvatura esférica del espacio, toda línea recta, si la prolongamos hasta el infinito, acabará por cerrarse en un círculo (Geometría de Riemann). Por lo tanto, en realidad, cada línea recta es un arco de una circunferencia. Si trasladamos esta teoría al eje del tiempo trazado arriba veremos que ambos extremos de la línea, pasado y futuro, se encuentran al cerrarse el círculo.

Es decir: siempre vivimos hacia nuestro pasado o también, nuestro pasado fue determinado por nuestro futuro. Si aplicamos a este modelo nuestra idea de la causalidad, el problema que discutíamos al principio se resuelve en el acto: la causalidad fluye también en ambos sentidos, hacia cada punto, lo mismo que el tiempo. Estos planteamientos pueden parecer insólitos, aunque en realidad son análogos al consabido ejemplo de que, en un vuelo alrededor del mundo, volvemos a nuestro punto de partida a fuerza de alejarnos de él.

En los años veinte del siglo XX; el esoterista ruso P. D. Ouspenski aludía ya a esta cuestión del tiempo en su descripción de la carta 14 del Tarot (la Templanza), hecha en clave de revelación, con estas palabras: «El nombre del ángel es el Tiempo - dijo la voz - En la frente tiene el círculo, signo de la eternidad y de la vida. En las manos del ángel hay dos jarras, una de oro y la otra de plata. Una jarra es el pasado, la otra, el futuro. El arco iris que va de la una a la otra es el presente. Como puedes ver, discurre en ambos sentidos. Es el tiempo en su aspecto incomprensible para el hombre. Los hombres piensan que todo fluye constantemente en una dirección. No ven cómo todo se une eternamente, lo que viene del pasado y lo que viene del futuro, ni que el tiempo es una diversidad de círculos que giran en distintos sentidos. Comprende este secreto y aprende a distinguir las corrientes contrapuestas en el río del arco iris del presente.» (Ouspenski: «Nuevo modelo del Universo»)

También Hermann Hesse se ocupa reiteradamente del tema del tiempo en sus obras. Y hace decir a Klein en trance de muerte: «Qué dicha que también ahora haya tenido la inspiración de que el tiempo no existe. Sólo el tiempo separa al hombre de todo lo que anhela» En su obra Siddharta, Hesse trata en muchos pasajes el tema de la no existencia del tiempo. «Una vez le preguntó: "¿No te ha revelado también el río el secreto de que el tiempo no existe?" Una sonrisa iluminó la cara de Vasudeva: "Sí, Siddharta —dijo—. Lo que tú quieres decir es que el río es el mismo en todas partes: en las fuentes y en la desembocadura, en la cascada, en el vado, en los rápidos, en el mar, en las montañas, en todas partes igual. Y que para él sólo hay presente, ni la sombra "pasado", ni la sombra "futuro".» «Eso es»,dijo Siddharta. Y cuando lo descubrí contemplé mi vida y vi que también era un río, y el Siddharta niño sólo estaba separado del Siddharta hombre y del Siddharta anciano por sombras, no por cosas reales. Los anteriores nacimientos de Siddharta tampoco eran pasado y su muerte y su regreso a Brahma no eran futuro. Nada fue ni nada será, todo es, todo tiene ser y presente.»

Cuando nosotros llegamos a comprender que ni el tiempo ni la linealidad existen fuera de nuestra mente, el esquema filosófico de la causalidad absoluta queda un tanto quebrantado. Se observa que tampoco la causalidad es más que una consideración subjetiva del ser humano o, como dijo David Hume, una «necesidad del alma». Desde luego, no existe razón para no contemplar el mundo desde una perspectiva causal, pero tampoco la hay para interpretar el mundo desde la causalidad. En este caso, la pregunta indicada tampoco puede formularse en términos de: ¿verdad o mentira?, sí no, a lo sumo, en cada caso: ¿apropiado o no apropiado?

Respuesta  Mensaje 8 de 10 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 12/10/2009 07:11
Desde este punto de vista se observa que la óptica causal es apropiada muchas menos veces de las que rutinariamente se aplica. Allí donde tengamos que habérnoslas con pequeños fragmentos del mundo, y siempre que los hechos no se sustraigan a nuestra visión, nuestros conceptos de tiempo, linealidad y causalidad nos bastan en la vida diaria. Ahora bien, si la dimensión es mayor o el tema más exigente, la óptica causal nos conduce antes a conclusiones disparatadas que al conocimiento. La causalidad precisa siempre de un punto fijo para el planteamiento de la pregunta. En la imagen del mundo causal cada manifestación tiene una causa, por lo cual no sólo es permitido sino, incluso, necesario buscar la causa de cada causa. Este proceso conduce ciertamente a la investigación de la causa de la causa, pero por desgracia no a un punto final. La causa primitiva, origen de todas las causas, no puede ser hallada. O bien uno deja de indagar en un momento dado o termina con una pregunta insoluble no más sensata que la de «qué fue primero, el huevo o la gallina».

Con ello deseamos señalar que el concepto de la causalidad puede ser viable, en el mejor de los casos, en la vida diaria como mecanismo auxiliar del pensamiento, pero es insuficiente e inservible como instrumento para la comprensión de cuestiones científicas, filosóficas y metafísicas. La creencia de que existen relaciones operativas de causa y efecto es errónea, ya que se basa en la suposición de la linealidad y del tiempo. Concedemos, sin embargo, que, en tanto que óptica subjetiva (y, por consiguiente, imperfecta) del ser humano, la causalidad es posible y que en la vida es legítimo aplicarla allí donde nos parezca que puede servir de ayuda.

Pero en nuestra filosofía actual predomina la opinión de que la causalidad es por sí existente e, incluso, demostrable experimentalmente, y contra este error debemos rebelarnos. El ser humano no puede contemplar un tema más que dentro del contexto de «siempre –cuando– entonces». Esta contemplación, empero, no revela sino que se han manifestado dos fenómenos sincrónicos en el tiempo y que entre ellos existe una correlación. Cuando estas observaciones son interpretadas causalmente de modo inmediato, tal interpretación es expresión de una determinada filosofía pero no tiene nada que ver con la observación propiamente dicha. La obstinación en una interpretación causal ha limitado en gran medida nuestra visión del mundo y nuestro entendimiento.

En la ciencia, la física cuántica cuestionó y superó la filosofía causal. Werner Heisenberg dice que «en campos de espacio–tiempo muy pequeños, es decir, en campos del orden de magnitud de las partículas elementales, el espacio y el tiempo se diluyen en un modo peculiar de manera que en tiempos tan pequeños ni los conceptos de antes y después pueden definirse felizmente, en conjunto, en la estructura espacio–tiempo no puede modificarse nada, pero habrá que contar con la posibilidad de que experimentos sobre los procesos en campos de espacio–tiempo muy pequeños indiquen que, en apariencia, determinados procesos discurren inversamente a como corresponde a su orden causal».

Heisenberg habla claro, pero con prudencia, pues como físico limita sus manifestaciones a lo observable. Pero estas observaciones encajan perfectamente en el concepto del mundo que los sabios han enseñado desde siempre. La observación de las partículas elementales se produce en el linde de nuestro mundo determinado por el tiempo y el espacio: nos encontramos, por así decirlo, en la «cuna de la materia». Aquí se diluyen, como dice Heisenberg, tiempo y espacio. El antes y el después, empero, se hacen tanto más claros cuanto más penetramos en la estructura más tosca y grosera de la materia. Pero, si vamos en la dirección opuesta, se pierde la clara diferenciación entre tiempo y espacio, antes y después, hasta que esta separación acaba por desaparecer y llegamos allí donde reinan la unidad y la indiferenciación. Aquí no hay ni tiempo ni espacio, aquí reina un aquí y ahora eterno. Es el punto que todo lo abarca y que, no obstante, se llama «nada». Tiempo y espacio son las dos coordenadas que dividen el mundo de la polaridad, el mundo del engaño, Maya: apreciar su no existencia es requisito para alcanzar la unidad.

En este mundo polarizado, la causalidad o sea una perspectiva de nuestro conocimiento para interpretar procesos, es la forma de pensar del hemisferio cerebral izquierdo. Ya hemos dicho que el concepto del mundo científico es el concepto del hemisferio izquierdo: no es de extrañar que aquí se haga tanto hincapié en la causalidad. El hemisferio derecho, sin embargo, prescinde de la causalidad, ya que piensa analógicamente. En la analogía tenemos una óptica opuesta a la causalidad que no es ni más cierta ni más falsa, ni mejor ni peor, pero que sin embargo representa el necesario complemento de la unilateralidad de la causalidad. Sólo las dos juntas —causalidad y analogía— pueden establecer un sistema de coordenadas con el que podamos interpretar coherentemente nuestro mundo polar.

Mientras la causalidad revela relaciones horizontales, la analogía persigue los principios originales en sentido vertical, a través de todos los planos de sus manifestaciones. La analogía no busca una relación de efecto sino que se orienta a la búsqueda de la identidad del contenido de las distintas formas. Si en la causalidad el tiempo se expresa por medio de un «antes» / «después», la analogía se nutre del sincronismo del «siempre–cuando–entonces». Mientras que la causalidad conduce a acentuar la diferenciación, la analogía abarca la diversidad para formar modelos unitarios.

La incapacidad de la ciencia para el pensamiento analógico la obliga a volver a estudiar todas las leyes en cada uno de los planos. Y la ciencia estudia, por ejemplo, la polaridad en la electricidad, en la investigación atómica, en el estudio de los ácidos y los álcalis, en los hemisferios cerebrales y en mil campos más, cada vez desde el principio y con independencia de los otros campos. La analogía desplaza el punto de vista noventa grados y pone las formas más diversas en una relación analógica al descubrir en todas ellas el mismo principio original. Y por ello, el polo positivo de la electricidad, el lóbulo izquierdo del cerebro, los ácidos, el sol, el fuego, el Yang chino, etc., resultan tener algo en común a pesar de que entre ellos no se ha establecido relación causal alguna. La afinidad analógica se deriva del principio original común a todas las formas especificadas, que en nuestro ejemplo podríamos llamar también el principio masculino o de la actividad.

Esta óptica divide el mundo en componentes arquetípicos y contempla los diferentes modelos que pueden construirse a partir de los arquetipos. Estos modelos pueden encontrarse analógicamente en todos los planos de los fenómenos aparentes, así arriba como abajo. Este modo de observar se aprende lo mismo que la observación causal. Revela una parte del mundo diferente y hace visible relaciones y modelos que se sustraen a la visión causal. Por lo tanto, si las ventajas de la causalidad se encuentran en el terreno de lo funcional, la analogía sirve para la manifestación de las relaciones esenciales. El hemisferio izquierdo, por medio de la causalidad, puede descomponer y analizar muchas cosas, pero no puede concebir el mundo como un todo. El hemisferio derecho, a su vez, debe renunciar a la facultad de administrar los procesos de este mundo, pero, por otra parte, tiene la visión del conjunto, de la figura total y, por lo tanto, la capacidad de captar el sentido. El sentido está fuera del fin y de la lógica o, como dice Lao tsé:

El sentido que puede expresarse
no es el sentido eterno.
El nombre que puede nombrarse
no es el nombre eterno.
"No ser" llamo yo al origen del cielo y la tierra.
"Ser" llamo yo a la madre del individuo.
Por ello, el camino del No Ser
conduce a la visión del ser maravilloso,
el camino del Ser
a la visión de las limitaciones espaciales.
Ambos son uno por su origen
y sólo diferentes por el nombre.
En su unidad esto se llama el secreto.
El secreto más profundo del secreto
es la puerta por la que salen todas las maravillas.

VII. El método de la interrogación profunda

La vida toda no es más que interrogaciones hechas de forma que llevan en sí el germen de la respuesta, y respuestas cargadas de interrogaciones. El que vea en ella algo más es un loco.

Gustav Meyrinck. Golem


Antes de continuar, deseamos decir algo sobre el método de la interrogación profunda. No es nuestro propósito producir un manual de consulta en el que uno pueda buscar su síntoma, para ver lo que significa, para, a continuación, mover la cabeza en señal de asentimiento o de negación. Quien utilizara el libro de este modo demostraría no haberlo entendido. Nuestro objetivo es transmitir una determinada manera de ver y de pensar que permita al lector ver la enfermedad propia y la de sus semejantes de modo distinto a como la ha visto hasta ahora.

Para ello, antes hay que imponerse de determinadas condiciones y técnicas, ya que la mayoría de las personas no han aprendido a manejar analogías y símbolos. Se ha dado, pues, especial relieve a los ejemplos concretos de la segunda parte, los cuales deben desarrollar en el lector la facultad de pensar y ver de este modo nuevo. Sólo el desarrollo de la propia facultad de interpretación reporta beneficio, ya que la interpretación convencional, en el mejor de los casos, sólo proporciona el marco de referencia pero nunca puede adaptarse totalmente al caso individual. Aquí ocurre lo que con la interpretación de los sueños: hay que utilizar el libro de claves para aprender a interpretarlos, no para buscar el significado de los sueños propios.

Por esta razón, tampoco la segunda parte pretende ser completa, a pesar de que nos hemos esforzado por tomar en consideración y abarcar con nuestras explicaciones todos los ámbitos corporales, a fin de que el lector pueda examinar su síntoma concreto. Después de tratar de sentar una base filosófica, en este último capítulo de la parte teórica se ofrecen unas normas básicas para la interpretación de los síntomas. Es la herramienta que, con un poco de práctica, permitirá al interesado interrogar en profundidad los síntomas de modo coherente.

La causalidad en la medicina

El problema de la causalidad tiene tanta importancia para nuestro tema porque tanto la medicina académica como la naturista, la psicología como la sociología tratan de averiguar las causas reales y auténticas de los síntomas de la enfermedad y traer la salud al mundo mediante la eliminación de tales causas. Así, unos indagan en los agentes patógenos y la contaminación ambiental y los otros en los traumas de la primera infancia, los métodos educativos o las condiciones del lugar de trabajo. Desde el contenido de plomo del aire hasta la propia sociedad, nada ni nadie está a salvo de ser utilizado como causa de enfermedad.

Nosotros, empero, consideramos la búsqueda de las causas de la
enfermedad el callejón sin salida de la medicina y la psicología. Desde luego, mientras se busquen causas no dejarán de encontrarse, pero la fe en el concepto causal impide ver que las causas halladas sólo son resultado de las propias expectativas. En realidad, todas las causas no son sino cosas como tantas otras cosas. El concepto de la causa sólo se mantiene medianamente porque, en un punto determinado, uno deja de preguntar por la causa. Por ejemplo, se puede hallar la causa de una infección en unos determinados gérmenes, lo cual acarrea la pregunta de por qué estos gérmenes han provocado la infección en un caso específico. La causa puede hallarse en una disminución de las defensas del organismo, lo cual, a su vez, plantea el interrogante de cuál pudo ser la causa de esta disminución de las defensas. El juego puede prolongarse indefinidamente, ya que incluso cuando, en la búsqueda de causas, se llega al «Big Bang» siempre quedará la pregunta de cuál pudo ser la causa de aquella primera explosión…

Por lo tanto, en la práctica se opta por parar en un punto determinado y hacer como si el mundo empezara en este punto. Uno se escuda en frases convencionales como «locus minoris resistentiae», «factor hereditario», «debilidad orgánica» y conceptos similares cargados de significado. Pero, ¿de dónde sacamos la justificación para elevar a «causa» un eslabón cualquiera de una cadena? Es una falta de sinceridad hablar de una causa o de una terapéutica causal, ya que, como hemos visto, el concepto causal no permite el descubrimiento de una causa.

Más acertado sería trabajar con el concepto causal bipolar del que hablábamos al principio de nuestras consideraciones sobre la causalidad. Desde este punto de vista, una enfermedad estaría determinada desde dos direcciones, es decir, desde el pasado y también desde el futuro. Con este modelo, la finalidad tendría un determinado cuadro sintomático y la causalidad actuante (efficiens) aportaría los medios materiales y corporales necesarios para realizar el cuadro final. Con esta óptica, se vería ese segundo aspecto de la enfermedad que, en la habitual consideración unilateral, se pierde por completo: el propósito de la enfermedad y, por consiguiente, la significación del hecho. Una frase no está determinada por el papel, la tinta, las máquinas de imprenta, los signos de escritura, etc., sino también y ante todo por el propósito de transmitir una información.

No tiene por que ser tan difícil comprender cómo, por la reducción a procesos materiales o a las condiciones del pasado, puede perderse lo esencial y fundamental. Cada manifestación posee forma y también contenido, consiste en unas partes y también en una figura que es más que la suma de las partes. Cada manifestación es determinada por el pasado y también por el futuro. La enfermedad no es excepción. Detrás de un síntoma hay un propósito, un fondo que, para adquirir formas, tiene que utilizar las posibilidades existentes. Por ello, una enfermedad puede utilizar como causa todas las causas imaginables.

Hasta ahora, el método de trabajo de la medicina ha fracasado. La medicina cree que eliminando las causas podrá hacer imposible la enfermedad, sin contar con que la enfermedad es tan flexible que puede buscar y hallar nuevas causas para seguir manifestándose. La cosa es muy simple: por ejemplo, si alguien tiene el propósito de construir una casa, no podremos impedírselo quitándole los ladrillos: la hará de madera. Desde luego, la solución podría ser quitarle todos los materiales de construcción imaginables, pero en el campo de la enfermedad esto tiene sus dificultades. Habríamos de quitar al paciente todo el cuerpo, para asegurarnos que la enfermedad no encuentra más causas.

Este libro trata de las causas finales de la enfermedad y pretende completar la óptica unilateral y funcional aportando el segundo polo que le falta. Queremos dejar claro que nosotros no negamos la existencia de los procesos materiales estudiados y descritos por la medicina, pero rebatimos con toda energía la afirmación de que únicamente estos procesos son las causas de la enfermedad.

Como queda expuesto, la enfermedad tiene un propósito y una finalidad que nosotros hemos descrito hasta ahora, en su forma más general y absoluta, con el término de curación en el sentido de adquirir la unidad. Si dividimos la enfermedad en sus múltiples formas de expresión sintomática que representan todos los pasos hasta el objetivo, se puede interrogar con profundidad cada síntoma, para averiguar cuál es su propósito y qué información posee, y saber qué paso es el que procede dar en cada momento. Esta pregunta puede y debe hacerse para cada síntoma y no puede descartarse invocando el origen funcional. Siempre se encuentran condiciones funcionales, pero precisamente por ello también se encuentra siempre un significado esencial.

Por lo tanto, la primera diferencia entre nuestro enfoque y la psicosomática clásica consiste en la renuncia a una selección de los síntomas. Para nosotros cada síntoma tiene su significado y no admitimos excepciones. La segunda diferencia es la renuncia al modelo causal utilizado por la psicosomática clásica, orientado al pasado. Que la causa de un trastorno se atribuya a un bacilo o a una madre perversa es secundario. El modelo psicosomático no está resuelto, por el error fundamental que supone utilizar un concepto causal unipolar. A nosotros no nos interesan las causas del pasado, porque, como hemos visto, hay todas las que uno quiera, y todas son importantes o intrascendentes por igual. Nuestro punto de vista puede describirse bien con la «causalidad final», bien, o mejor, con el concepto intemporal de la analogía.

El hombre posee un ser independiente del tiempo que, desde luego, tiene que ser realizado y asumido conscientemente en el transcurso del tiempo. A este modelo interior se llama el Ser. La trayectoria vital del individuo es el camino que debe recorrer hasta encontrar este Ser que es símbolo del todo. El hombre necesita «tiempo» para encontrar esta totalidad, y, no obstante, está ahí desde el principio. Precisamente aquí reside la ilusión del tiempo: el individuo necesita tiempo para encontrar lo que siempre ha sido. (Cuando algo resulte difícil de entender, hay que volver a los ejemplos tangibles: en un libro está toda la novela a la vez, pero el lector necesita tiempo para enterarse de toda la acción que ha estado ahí desde el principio). Llamamos a este proceso «evolución». La evolución es la realización consciente de un modelo que ha existido siempre (es decir, intemporal). En este camino hacia el conocimiento de uno mismo, continuamente surgen obstáculos y espejismos o—dicho de otro modo—uno no puede o no quiere ver una parte determinada del modelo. A estos aspectos no asumidos, los llamamos la «sombra». La sombra denota su presencia y se realiza por medio del síntoma de la enfermedad. Para poder comprender el significado de un síntoma no se necesita en modo alguno el concepto del tiempo o del pasado. La búsqueda de las causas en el pasado viene determinada por la información propia, ya que, por medio de la proyección de la culpa, uno traslada la propia responsabilidad a la
causa.

Si interrogamos a un síntoma acerca de su significado, la respuesta hace visible una parte de nuestro propio esquema. Si indagamos en nuestro pasado, naturalmente también en él hallamos las diversas formas de expresión de este esquema. Con esto no debe montarse uno una causalidad: son más bien formas de expresión paralelas, adecuadas al momento, de una misma problemática. Para experimentar sus problemas, el niño necesita padres, hermanos y maestros, y el adulto, pareja, hijos y compañeros de trabajo. Las condiciones externas no ponen enfermo a nadie, pero el ser humano utiliza todas las posibilidades y las pone al servicio de su enfermedad. Es el enfermo el que convierte las cosas en causas.

El enfermo es verdugo y víctima a la vez y sólo sufre por su propia inconsciencia. Esta afirmación no es un juicio de valor, pues sólo el «iluminado» carece de sombra, sino que tiene por objeto proteger al ser humano de la aberración de sentirse víctima de unas circunstancias cualesquiera, ya que con ello el enfermo se roba a sí mismo la posibilidad de transformación. Ni los bacilos ni las radiaciones provocan la enfermedad, sino que el ser humano los utiliza como medios para realizar su enfermedad. (La misma frase, aplicada a otro plano, suena mucho más natural: ni los colores ni el lienzo hacen el cuadro sino que el artista los utiliza como medios para realizar su pintura.)

Después de todo lo dicho, debería ser posible poner en práctica la primera regla básica para la interpretación de los cuadros patológicos de la Segunda Parte.

Primera Regla.- En la interpretación de los síntomas, renunciar a las aparentes relaciones causales en el plano funcional. Estas siempre se encuentran y su existencia no se discute. Sin embargo, no son aptas para la interpretación de un síntoma. Nosotros interpretamos el síntoma únicamente en su manifestación cualitativa y subjetiva. Las cadenas causales fisiológicas, morfológicas, químicas, nerviosas, etc., que puedan utilizarse para la realización del síntoma son indiferentes para la explicación de su significado. Para reconocer una sustancia sólo importa que algo es y cómo es, no por qué es.

La causalidad temporal de la sintomatología:

A pesar de que, para nuestras preguntas, el pasado carece de importancia, sí es importante y revelador el momento en el que se manifiesta el síntoma. El momento exacto en el que aparece un síntoma puede aportar información trascendental sobre la índole de los problemas que se manifiestan en el síntoma. Todos los sucesos que discurren sincrónicamente a la aparición de un síntoma forman el marco de la sintomatología y deben ser considerados en su conjunto.

Para ello, no sólo hay que contemplar hechos externos sino también y ante todo examinar procesos internos. ¿Qué pensamientos, temas y fantasías ocupaban al individuo cuando se presentó el síntoma? ¿Cuál era su ánimo? ¿Se habían producido noticias o cambios trascendentales en su vida? Con frecuencia, precisamente los hechos calificados de triviales e insignificantes resultan importantes. Puesto que con el síntoma se manifiesta una zona reprimida, todos los hechos relacionados con él también habrán sido desechados y minusvalorados.

En general, no se trata de las grandes cosas de la vida de las que se ocupa el individuo conscientemente. Las cosas cotidianas, pequeñas e insignificantes suelen revelar las zonas conflictivas reprimidas. Síntomas agudos como resfriado, mareo, diarrea, ardor de estómago, dolor de cabeza, heridas y similares, son muy sensibles al factor tiempo. Merece la pena tratar de recordar lo que uno hacía, pensaba o imaginaba en aquel momento. Cuando uno se hace la pregunta, bueno será que considere la primera idea que le venga a la cabeza y no se precipite a desecharla por incongruente.

Ello requiere práctica y mucha sinceridad consigo mismo o, mejor dicho, desconfianza consigo mismo. El que se precie de conocerse bien y de saber inmediatamente lo que es válido y lo que no lo es, nunca podrá anotarse grandes éxitos en el campo del autoconocimiento. El que, por el contrario, parte de la idea de que cualquier persoma de la calle lo conoce mejor de lo que él se conoce, va por buen camino.

Segunda Regla.- Analizar el momento de la aparición de un síntoma. Indagar en la situación personal, pensamientos, fantasías, sueños, acontecimientos y noticias que sitúan el síntoma en el tiempo.

Analogía y simbolismo del síntoma:

Ahora llegamos a la técnica de la interpretación propiamente dicha, la cual no es fácil exponer y enseñar con palabras. Primariamente, es necesario dominar el lenguaje y aprender a escuchar. La palabra es un medio portentoso para descubrir temas profundos e invisibles.

La palabra posee su propia sabiduría que sólo comunica a quien sabe escuchar. Nuestra época tiende a utilizar la palabra descuidada y arbitrariamente con lo que ha perdido el acceso al verdadero significado de los conceptos. Dado que también la palabra se inscribe en la polaridad, es polivalente, ambigua. Casi todos los conceptos se mueven en varios planos a la vez. Por lo tanto, tenemos que recuperar la facultad de percibir la palabra en todos sus planos al mismo tiempo.

Casi todas las frases que aparecen en la Segunda Parte de este libro se refieren, por lo menos, a dos planos; si alguna parece trivial será porque se ha pasado por alto el segundo plano, su doble significado. Para llamar la atención sobre los pasajes importantes, hemos utilizado la cursiva y el guión. No obstante, en definitiva, todo depende de la sensibilidad de cada cual para la palabra. El buen oído para la palabra es como el buen oído para la música: no se adquiere, aunque, en cierta medida, puede ejercitarse.

Nuestro lenguaje es psicosomático. Casi todas las frases y palabras con las que expresamos estados físicos están extraídas de experiencias corporales. El individuo sólo puede comprender lo que le resulta aprehensible. Esto nos daría tema para una extensa disertación que puede sintetizarse así: el ser humano, para cada experiencia y cada paso de su consciencia, ha de utilizar el camino del cuerpo. Al ser humano le es imposible asumir conscientemente los principios que no hayan descendido a lo corporal. Lo corporal nos impone una tremenda vinculación que habitualmente nos causa miedo, pero sin esta vinculación no podemos establecer contacto con el principio. Este razonamiento conduce también al reconocimiento de que no se puede proteger al hombre de la enfermedad.

Pero volvamos al significado del lenguaje para nuestro tema. El que ha aprendido a percibir la ambivalencia psicosomática del lenguaje comprueba que el enfermo, al hablar de sus síntomas corporales, suele describir un problema psíquico: éste tiene tan mal la vista que no puede ver las cosas claras —el otro sufre un resfriado y está hasta las narices—, el de más allá no puede agacharse porque está agarrotado —otro ya no traga más—, hay quien no oye nada, y quien, del picor, se arrancaría la piel. Uno no puede sino escuchar, mover la cabeza y comprobar: «¡La enfermedad nos hace sinceros!» (Con el empleo del latín para designar las enfermedades, la medicina académica ha procurado hábilmente impedir que las palabras nos revelen esta relación esencial.)

En todos estos casos, el cuerpo tiene que experimentar lo que el individuo no ha asumido con la mente. Por ejemplo, una persona no se atreve a reconocer que en realidad está deseando arrancarse la piel, o sea, romper la envoltura de lo cotidiano, y el deseo inconsciente, a fin de darse a conocer, se plasma en el cuerpo, utilizando como síntoma una erupción. Con la erupción como pretexto, el individuo se atreve al fin a expresar en voz alta su deseo: «¡Me arrancaría la piel!» Y es que ahora ya tiene una causa física y esto es algo que hoy en día todo el mundo se toma en serio. O el caso de la empleada que no se atreve a reconocer ni ante sí misma ni ante el jefe que está hasta las narices y que le gustaría quedarse en casa un par de días; trasladada al terreno físico, no obstante, la congestión nasal se acepta sin dificultad y conduce al resultado apetecido.

Además de captar el doble significado del lenguaje también es importante poseer la facultad del pensamiento analógico. La ambivalencia del lenguaje se basa en la analogía. Por ejemplo, si se dice de un hombre que no tiene corazón, a nadie se le ocurrirá suponer que le falta ese órgano, como tampoco tomará al pie de la letra la recomendación de andarse con todo. Son expresiones que utilizamos en sentido analógico, utilizando algo concreto en representación de un principio abstracto. Al decir que no tiene corazón aludimos a la falta de una cualidad que, en virtud de un simbolismo arquetípico, siempre se ha relacionado analógicamente con el corazón. El mismo principio se representa también con el sol o con el oro.

El pensamiento analógico exige la facultad de la abstracción, porque hay que reconocer en lo concreto el principio que en él se expresa y trasladarlo a otro plano. Por ejemplo, la piel desempeña en el cuerpo humano, entre otras, las función de envoltura y barrera respecto al exterior. Si alguien quiere arrancarse la piel es que quiere saltar una barrera. Por lo tanto, existe una analogía entre la piel y, pongamos por caso, unas normas que tienen en el plano psíquico la misma función que la piel en el somático. Cuando damos a la piel la equivalencia de unas normas no estamos atribuyéndole una identidad ni estableciendo una relación causal sino que nos referimos a la analogía del principio. Así, como veremos más adelante, las toxinas acumuladas en el cuerpo son indicio de conflictos en la mente. Esta analogía no significa que los conflictos produzcan toxinas ni que las toxinas creen conflictos. Unas y otros son manifestaciones análogas en planos diversos.


Respuesta  Mensaje 9 de 10 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 12/10/2009 07:12
Ni la mente genera síntomas corporales ni los procesos corporales determinan alteraciones psíquicas. Sin embargo, en cada plano encontramos siempre el modelo análogo. Todos los elementos contenidos en la mente tienen su contrapartida en el cuerpo y viceversa. En este sentido, todo es síntoma. La afición al paseo o la posesión de labios finos tienen tanta calidad de síntoma como unas amígdalas purulentas. (Véase el procedimiento del anamnesis utilizado por la homeopatía.) Los síntomas se diferencian únicamente en la valoración subjetiva que su poseedor les atribuye. A fin de cuentas, son el repudio y la resistencia los que convierten un síntoma cualquiera en síntomas de enfermedad. La resistencia nos revela también que un determinado síntoma es expresión de una zona de la sombra, porque todos aquellos síntomas que expresan nuestra alma consciente nos son queridos y los defendemos como expresión de nuestra personalidad.

La vieja pregunta acerca del límite entre sano y enfermo, normal y anormal sólo puede contestarse desde la valoración subjetiva, o no puede contestarse en absoluto. Cuando examinamos síntomas corporales y los explicamos psicológicamente, en primer lugar instamos al individuo a dirigir su mirada hacia un terreno hasta ahora inexplorado, para comprobar que así es. Lo que se manifiesta en el cuerpo está también en el alma: así abajo como arriba. No se trata de modificar o eliminar algo inmediatamente sino todo lo contrario: hay que aceptar lo que hemos visto, ya que una negación volvería a relegar esta zona a la sombra.

Sólo la reflexión nos hace conscientes: si la ampliación de la consciencia produce automáticamente una modificación subjetiva, ¡fantástico! Pero todo propósito de modificar algo produce el efecto contrario. El propósito de dormirse enseguida es el medio más seguro para permanecer despierto; olvidamos el propósito y el sueño viene solo. La falta de propósito representa aquí el exacto punto intermedio entre el deseo de evitar y el de incitar. Es la calma del punto intermedio lo que permite que suceda algo nuevo. El que combate o persigue nunca alcanza su objetivo. Si, en nuestra interpretación de los cuadros clínicos, alguien percibe un tono peyorativo o negativo, ello es indicio de que la propia valoración le cohibe. Ni las palabras ni las cosas, ni los hechos pueden ser buenos o malos, positivos o negativos por sí mismos; la valoración se produce sólo en el observador.

Por consiguiente, en nuestro tema es grande el peligro de incurrir en semejantes equívocos, ya que en los síntomas de las enfermedades se manifiestan todos los principios que son valorados muy negativamente, tanto por el individuo como por la colectividad, lo que impide que sean vividos y vistos conscientemente. Por consiguiente, con frecuencia tropezamos con los temas de la agresividad y la sexualidad, los cuales, en el proceso de adaptación a las normas y escalas de valores de una comunidad, suelen ser víctimas fáciles de la represión y tienen que buscar su realización por caminos secretos. La indicación de que detrás de un síntoma hay pura agresividad no es en modo alguno una acusación sino la clave que permitirá descubrir y reconocer en uno mismo esta actitud. Al que pregunte con espanto qué horrores no ocurrirían si la gente no se reprimiera debe bastarle saber que la agresividad también está ahí aunque no la miremos y que no por mirarla se hará mayor ni peor. Mientras la agresividad (o cualquier otro impulso) permanece en la sombra se sustrae a la consciencia y esto es lo que la hace peligrosa.

Para poder seguir nuestras explicaciones debidamente, hay que distanciarse de las valoraciones habituales. Al mismo tiempo, es conveniente sustituir un pensamiento excesivamente analítico y racional por un pensamiento plástico, simbólico y analógico. Los conceptos y asociaciones idiomáticas nos permiten captar la imagen con más rapidez que un razonamiento árido. Son las facultades del hemisferio derecho las más aptas para descubrir el significado de los cuadros de la enfermedad.

Tercera Regla.- Hacer abstracción del síntoma convirtiéndolo en principio y trasladarlo al plano psíquico. Escuchar con atención las expresiones idiomáticas, las cuales pueden servirnos de clave, ya que nuestro lenguaje es psicosomático.

Las consecuencias obligadas:

Casi todos los síntomas nos obligan a cambios de conducta que se clasifican en dos grupos: por un lado, los síntomas nos impiden hacer las cosas que nos gustaría hacer y, por otro lado, nos obligan a hacer lo que no queremos hacer. Una gripe, por ejemplo, nos impide aceptar una invitación y nos obliga a quedarnos en la cama. Una fractura de una pierna nos impide hacer deporte y nos obliga a descansar. Si atribuimos a la enfermedad propósito y sentido, precisamente los cambios impuestos en la conducta nos permiten sacar buenas conclusiones acerca del propósito del síntoma. Un cambio de conducta obligado es una rectificación obligada y debe ser tomado en serio. El enfermo suele oponer tanta resistencia a los cambios obligados de su forma de vida que en la mayor parte de los casos trata por todos los medios de neutralizar la rectificación lo antes posible, y seguir su camino, impertérrito.

Nosotros, por el contrario, consideramos importante dejarse trastornar por el trastorno. Un síntoma no hace sino corregir desequilibrios: el hiperactivo es obligado a descansar, el superdinámico es inmovilizado, el comunicativo es silenciado. El síntoma activa el polo rechazado. Tenemos que prestar atención a esta intimación, renunciar voluntariamente a lo que se nos arrebata y aceptar de buen grado lo que se nos impone. La enfermedad siempre es una crisis y toda crisis exige una evolución. Todo intento de recuperar el estado de antes de una enfermedad es prueba de ingenuidad o de tontería. La enfermedad quiere conducirnos a zonas nuevas, desconocidas y no vividas; cuando, consciente y voluntariamente, atendemos este llamamiento damos sentido a la crisis.

Cuarta Regla.- Las dos preguntas: «¿Qué me impide este síntoma?» y «¿Qué me impone este síntoma?», suelen revelar rápidamente el tema central de la enfermedad.

Equivalencia de síntomas contradictorios:

Al tratar de la polaridad vimos que detrás de cada llamado par de contrarios hay una unidad. También en torno a un tema común puede girar una sintomatología contradictoria. Por consiguiente, no es un contrasentido que tanto en el estreñimiento como en la diarrea encontramos como tema central el mandato de «desconectarse». Detrás de la presión sanguínea muy alta o muy baja encontraremos la huida de los conflictos. Al igual que la alegría puede manifestarse tanto con la risa como con el llanto y el miedo unas veces paraliza y otras hace salir corriendo, cada tema tiene la posibilidad de manifestarse en síntomas aparentemente contrarios.

Hay que señalar que, aunque se viva con especial intensidad un tema determinado, ello no quiere decir que el individuo no haya de tener problema con ese tema ni que lo haya asumido conscientemente. Una gran agresividad no significa que el individuo no tenga miedo, ni una sexualidad exuberante, que no padezca problemas sexuales. También aquí se impone la óptica bipolar. Cada extremo apunta con bastante precisión a un problema. Tanto a los tímidos como a los bravucones les falta seguridad en sí mismos. El apocado y el fanfarrón tienen miedo. El término medio es el ideal. Si de algún modo se alude a un tema, ello significa que en él hay algo por resolver.

Un tema o un problema puede manifestarse a través de diversos órganos y sistemas. No hay ley que obligue a un tema a elegir un síntoma determinado para realizarse. Esta flexibilidad en la elección de las formas determina el éxito o el fracaso en la lucha contra el síntoma. Desde luego, se puede combatir y prevenir un síntoma por medios funcionales, pero en tal caso el problema elegirá a otra forma de manifestación: es el llamado desplazamiento del síntoma. Por ejemplo, el problema del hombre sometido a tensión puede manifestarse tanto por hipertensión, hipertonía muscular, glaucoma, abscesos, etc., como por la tendencia a someter a tensión a los que le rodean. Si bien cada variante tiene una coloración especial, todos los síntomas expresan el mismo tema básico. Quien observe detenidamente el historial clínico de una persona desde este punto de vista, rápidamente hallará el hilo conductor que, generalmente, habrá pasado por alto el enfermo.

Etapas de escalada:

Si bien un síntoma hace completo al ser humano al realizar en el cuerpo lo que falta en la consciencia, es posible que este proceso no resuelva el problema definitivamente. Porque el ser humano sigue estando mentalmente incompleto hasta que ha asimilado la sombra. Para ello el síntoma corporal es un proceso necesario pero nunca la solución. El hombre sólo puede aprender, madurar, sentir y experimentar con la consciencia. Aunque el cuerpo es una condición necesaria para esta experiencia, hay que reconocer que el proceso de aprehensión y tratamiento se produce en la mente.

Por ejemplo, el dolor lo sentimos exclusivamente en la mente, no en el cuerpo. También en este caso, el cuerpo sólo sirve de medio para transmitir una experiencia en este plano ( como el dolor fantasma que siente un amputado en el miembro que ya no tiene) demuestra que tampoco es imprescindible el cuerpo). Nos parece importante, a pesar de la íntima relación existente entre la mente y el cuerpo, mantener perfectamente separados uno de otro, para comprender debidamente el proceso de aprendizaje por la enfermedad. Hablando gráficamente, el cuerpo es un lugar en el que un proceso que viene de arriba llega al punto más bajo y da la vuelta para volver a subir. Una pelota que cae necesita tropezar con la resistencia de un suelo material en el que rebotar hacia arriba. Si mantenemos esta «analogía arriba– abajo» los procesos mentales descienden a lo corporal para realizar aquí su giro y poder volver a subir a la esfera de la mente.

Todo principio arquetípico tiene que condensarse hasta la encarnación y plasmación material para poder ser vivido y aprehendido por el ser humano. Pero, al vivirlo, abandonamos nuevamente el plano material y corporal y nos elevamos a lo mental. El aprendizaje consciente, por un lado, justifica una manifestación y, por el otro, la hace innecesaria. Esto, aplicado a la enfermedad, significa que un síntoma no puede resolver el problema en el plano corporal sino sólo proporcionar el medio para realizar un aprendizaje.

Todo lo que pasa en el cuerpo da experiencia. Hasta qué punto de la consciencia llegará la experiencia en cada caso no puede predecirse. Aquí rigen las mismas leyes que en todo proceso de aprendizaje. Por ejemplo, un niño, con cada cuenta que hace, aprende algo, pero no se sabe cuándo llegará a captar el principio matemático del cálculo. Hasta que lo capte, cada cuenta le hará sufrir un poco. Sólo la captación del principio (fondo) despoja la cuenta (forma) de su carácter doloroso. Análogamente, cada síntoma es un llamamiento a ver y comprender el problema de fondo. Si esto no se consigue porque uno, por ejemplo, no ve lo que hay más allá de la proyección y considera el síntoma como un trastorno fortuito de carácter funcional, las llamadas a la comprensión no sólo continuarán sino que se harán más perentorias. A esta progresión que va desde la suave sugerencia hasta la más severa presión lo llamamos fases de escalada. A cada fase, aumenta la intensidad con la que el destino incita al ser humano a cuestionarse su habitual visión y asumir conscientemente algo que hasta ahora mantenía reprimido. Cuanto mayor es la propia resistencia, mayor será la presión del síntoma.

A continuación desglosamos la escalada en siete etapas. Con esta división no pretendemos fijar un sistema absoluto y rígido sino exponer sinópticamente la idea de la escalada:

1. Presión psíquica (pensamientos, deseos, fantasías);
2. Trastornos funcionales;
3. Trastornos físicos agudos (inflamaciones, heridas, pequeños accidentes);
4. Afecciones crónicas;
5. Procesos incurables, alteraciones orgánicas, cáncer;
6. Muerte (por enfermedad o accidente);
7 . Defectos o trastornos congénitos (karma).

Antes de que un problema se manifieste en el cuerpo como síntoma, se anuncia en la mente como tema, idea, deseo o fantasía. Cuanto más abierto y receptivo sea un individuo a los impulsos del inconsciente y cuanto más dispuesto está a dar expansión a estos impulsos tanto más dinámica (y heterodoxa) será la trayectoria vital del individuo. Ahora bien, el que se atiene a unas ideas y normas bien definidas no puede permitirse ceder a impulsos del inconsciente que ponen en entredicho el pasado y sugieren nuevas prioridades. Por lo tanto, este individuo enterrará la fuente de la que suelen brotar los impulsos y vivirá convencido de que «eso no va con él».

Este empeño de insensibilizarse en lo psíquico provoca la primera fase de la escalada: uno empieza a tener un síntoma pequeño, inofensivo, pero persistente. Con ello se ha realizado un impulso, a pesar de que se pretendía evitar su realización. Porque también el impulso psíquico tiene que ser realizado, es decir, vivido, para descender a lo material. Si esta realización no es admitida voluntariamente, se producirá de todos modos, a través de los síntomas. En este punto se puede advertir la validez de la regla que dice que todo impulso al que se niegue la integración volverá a nosotros aparentemente desde fuera.

Después de los trastornos funcionales a los que, tras la resistencia inicial, el individuo se resigna, aparecen los síntomas de inflamación aguda que pueden instalarse casi en cualquier parte del cuerpo, según el problema. El profano reconoce fácilmente estas afecciones por el sufijo «–itis». Toda enfermedad inflamatoria es una clara incitación a comprender algo y pretende —como explicamos extensamente en la Segunda Parte— hacer visible un conflicto ignorado. Si no lo consigue —al fin y al cabo, nuestro mundo es enemigo no sólo de los conflictos sino también de las infecciones— las inflamaciones agudas adquieren carácter crónico («–osis»). El que desoye la incitación a cambiar, se carga con un acompañante inoportuno decidido a no abandonarle en mucho tiempo. Los procesos crónicos suelen acarrear alteraciones irreversibles calificadas de enfermedades incurables.


Respuesta  Mensaje 10 de 10 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 12/10/2009 07:13
Este proceso, más tarde o más temprano, conduce a la muerte. A esto podrá aducirse que la vida acaba siempre en la muerte y, por lo tanto, la muerte no puede considerarse una fase de la escalada. Pero no hay que pasar por alto que la muerte siempre es una mensajera, dado que recuerda inequívocamente a los humanos la simple verdad de que toda la existencia material tiene principio y final y que, por lo tanto, es insensato aferrarse a ella. El mensaje de la muerte siempre es elmismo: ¡Libérate! ¡Libérate de la ilusión del tiempo y libérate de la ilusión del yo! La muerte es síntoma en tanto que expresión de la polaridad y, como todo síntoma, se cura con la consecución de la unidad.

Con el último paso de la escalada, el de los defectos o trastornos congénitos, se cierra el círculo. Porque todo lo que el individuo no haya comprendido antes de su muerte, será un problema que gravará su consciencia en la siguiente encarnación. Con esto tocamos un tema que todavía no ha adquirido carta de naturaleza en nuestra cultura. Desde luego, éste no es lugar adecuado para discutir acerca de la doctrina de la reencarnación, pero hemos de reconocer que nosotros creemos en ella, ya que, de lo contrario, en algunos casos, nuestra explicación de la enfermedad y la curación no sería coherente. Porque a muchos les parece que el concepto de los síntomas de la enfermedad no es aplicable a las enfermedades infantiles ni, por descontado, a las afecciones congénitas.

La doctrina de la reencarnación puede ser la explicación. Desde luego, existe el peligro de que se nos ocurra buscar en vidas anteriores las «causas» de la enfermedad actual, empeño no menos descabellado que el de buscarlas en esta vida. Ya hemos visto, no obstante, que nuestra consciencia precisa la noción de linealidad y tiempo para observar los procesos en el plano de la existencia polar. Por consiguiente, también la idea de una «vida anterior» es un método necesario y consecuente para contemplar el camino que ha de recorrer la consciencia en su aprendizaje.

Por ejemplo: un individuo se despierta una mañana cualquiera y decide programar a su antojo el nuevo día. Ajeno a este propósito, el recaudador de impuestos se presenta a primera hora de la mañana a cobrar, a pesar de que ese día nuestro hombre no ha hecho ninguna transacción comercial. La medida en que esta visita sorprenda a nuestro hombre dependerá de su disposición a responder por los días, meses y años que han precedido a este día o quiera circunscribirse únicamente al día de hoy. En el primer caso, la visita del recaudador no le causará extrañeza, como tampoco se asombrará de su configuración corporal ni otras circunstancias que acompañan al nuevo día. Él comprenderá que no puede construir el nuevo día a su antojo, puesto que existe una continuidad que, a pesar de la interrupción de la noche y el sueño, se mantiene en este nuevo día. Si nuestro hombre considerara la interrupción producida por la noche como justificación para identificarse sólo con el nuevo día y desentenderse del pasado, las mencionadas manifestaciones tendrían que parecerle grandes injusticias y obstáculos fortuitos y arbitrarios para sus propósitos.

Sustitúyase en este ejemplo el día por una vida y la noche por la muerte y se apreciará la diferencia entre la filosofía de la vida que reconoce la reencarnación y la que la niega. La reencarnación aumenta la dimensión del ámbito contemplado, ensancha el panorama y, por lo tanto, hace más perceptible el esquema. Ahora bien, si, como suele ocurrir, la reencarnación se utiliza sólo para proyectar hacia atrás las causas aparentes, se hace de ella un mal uso. Pero cuando el ser humano comprende que esta vida no es sino un fragmento minúsculo de su camino de aprendizaje, le resulta más fácil reconocer como justas y naturales las distintas posiciones en las que cada cual viene al mundo que si cree que cada vida se produce como una existencia única por la combinación casual de unos procesos genéticos.

Para nuestro tema bastará comprender que el ser humano viene al mundo con un cuerpo nuevo pero con una consciencia vieja. El conocimiento que trae es fruto del aprendizaje realizado. El ser humano trae también sus problemas específicos y utiliza el entorno para plantearlos y dirimirlos. El problema no se produce bruscamente en esta vida sino que sólo se manifiesta.

Desde luego, los problemas tampoco se produjeron en anteriores encarnaciones, ya que los problemas y conflictos son, como la culpa y el pecado, formas de expresión irrenunciables de la polaridad y, por lo tanto, vienen dados. En una exhortación esotérica encontramos la frase: «La culpa es la imperfección de la fruta no madurada.» Un niño está tan sumido en problemas y conflictos como un adulto. Desde luego, los niños suelen tener un mejor contacto con el inconsciente y, por lo tanto, poseen el valor de realizar espontáneamente los impulsos, siempre que «las personas mayores que saben lo que les conviene» se lo permitan. Con la edad suele aumentar la separación respecto al inconsciente y también la petrificación en las propias normas y mentiras, con lo cual aumenta también la vulnerabilidad a los síntomas de enfermedad. Y es que, fundamentalmente, todo ser vivo que participa en la polaridad está incompleto, es decir, enfermo.

Lo mismo puede decirse de los animales. También aquí se muestra claramente la correlación entre la enfermedad y formación de la sombra. Cuanto menor la diferenciación y, por lo tanto, la vinculación a la polaridad, menor es la predisposición a la enfermedad. Cuanto más se sume una criatura en la polaridad y, por lo tanto, en el discernimiento, más expuesta está a la enfermedad. El ser humano posee el discernimiento más desarrollado que conocemos y, por lo tanto, experimenta con más intensidad la tensión de la polaridad; por consiguiente, la enfermedad tiene en la especie humana mayor incidencia.

Las escalas de la enfermedad deben entenderse como un mandato que se hace progresivamente más perentorio. No hay grandes enfermedades ni accidentes que se produzcan brusca e inopinadamente, como un chaparrón con cielo azul; sólo hay personas que se empeñan en aferrarse al cielo azul. Quien no se engaña no sufre desengaños.

La ceguera para consigo mismo:

Durante la lectura de los siguientes cuadros de la enfermedad, sería conveniente que asociaran cada uno de los síntomas descritos, a una persona conocida, familiar o amigo, que padezca o haya padecido el síntoma, con lo que podrían comprobar la validez de las asociaciones que se establecen y la exactitud de las interpretaciones. Ello proporciona, además, un buen conocimiento de las personas.

Pero todo esto deben hacerlo ustedes mentalmente y en ningún caso agobiar al prójimo con sus interpretaciones. Porque, a fin de cuentas, a ustedes no les afecta ni el síntoma ni el problema del otro, y toda observación que le hagan sin que se la pida será una impertinencia. Cada persona tiene que preocuparse de sus propios problemas; nada puede contribuir al perfeccionamiento de este universo en mayor medida. Si nosotros les recomendamos que relacionen cada cuadro con una persona determinada, es únicamente para convencerles de la validez del método y de lo acertado de las asociaciones. Porque, si se limitan a observar su propio síntoma, es probable que saquen la conclusión de que, «en este caso especial» la interpretación no encaja sino todo lo contrario.

Aquí reside el mayor problema de nuestra empresa: «La ceguera para con uno mismo.» Esta ceguera es endémica. Un síntoma incorpora un principio que falta en el conocimiento: nuestra interpretación da nombre a este principio y señala que, si bien está presente en el ser humano, se encuentra en la sombra y, por lo tanto, no puede ser visto. El paciente compara siempre esta afirmación con el contenido de su conocimiento y comprueba que no está. Con ello cree tener la prueba de que, en su caso, la
interpretación no es válida. Y pasa por alto lo esencial: precisamente, que él no puede ver ese principio y que tiene que aprender a reconocerlo a través del síntoma. Esto, desde luego, exige una labor consciente y una lucha consigo mismo y no se resuelve de una simple ojeada.

Por lo tanto, cuando un síntoma encierra agresividad, la persona tiene precisamente este síntoma porque no ve la agresividad en sí misma, o la vive. Si esta persona, por la interpretación, es informada de la presencia de la agresividad, rechazará la idea con vehemencia, como la ha rechazado siempre o no la tendría en la sombra. Por lo tanto, no es de extrañar que no advierta en sí agresividad, porque, si la viera, no tendría ese síntoma. Sobre la violencia de la reacción, puede deducirse lo acertado de una interpretación. Las interpretaciones correctas empiezan por desencadenar una especie de malestar, una sensación de miedo y, por consiguiente, de rechazo. En estos casos, puede ser de gran ayuda un compañero o amigo al que se pueda interrogar y que tenga el valor de decirnos las debilidades que observa en nosotros. Pero aún es más seguro escuchar las manifestaciones y críticas de los enemigos, porque siempre tienen razón.

Regla: Cuando una observación es acertada, duele.

Resumen de la teoría

1. La consciencia humana es polar. Esto, por un lado, nos da discernimiento y, por otro, nos hace incompletos e imperfectos.

2. El ser humano está enfermo. La enfermedad es expresión de su
imperfección y, en la polaridad, es inevitable.

3. La enfermedad del ser humano se manifiesta por síntomas. Los síntomas son partes de la sombra de la consciencia que se precipitan en la materia.

4. El ser humano es un microcosmos que lleva latentes en su consciencia todos los principios del macrocosmos. Dado que el hombre, a causa de su facultad de decisión, sólo se identifica con la mitad de los principios, la otra mitad pasa a la sombra y se sustrae a la consciencia del hombre.

5. Un principio no vivido conscientemente se procura su justificación de existencia y de vida a través del síntoma corporal. En el síntoma el ser humano tiene que vivir y realizar aquello que en realidad no quería vivir. Así pues, los síntomas compensan todas las unilateralidades.

6. ¡El síntoma hace sincero al ser humano!

7. En el síntoma el ser humano tiene aquello que le falta en la consciencia.

8. La curación sólo es posible cuando el ser humano asume la parte de la sombra que el síntoma encierra. Cuando el ser humano ha encontrado lo que le faltaba, huelgan los síntomas.

9. La curación apunta a la consecución de la plenitud y la unidad. El hombre está curado cuando encuentra su verdadero Ser y se unifica con todo lo que es.

10. La enfermedad obliga al ser humano a no abandonar el camino de la unidad, por ello “la enfermedad es el camino de la perfección.”


Thorwald Dethlefsen y Rüdiger Dahlke



Extractado por Farid Azael de
La Enfermedad como Camino.- - Editorial Plaza y Janés.
Fuente: Alcione


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